Flora Cantábrica

Matias Mayor

Fatima,Español.11.RETRATO DE JACINTA.8,1.24.


  1. RETRATO DE JACINTA

 

  1. Temperamento
  2. Delicadeza de alma ….
  3. Amor a Cristo Crucificado.
  4. Sensibilidad de alma ….
  5. Catequesis infantil ………
  6. Jacinta, la pastorcita …
  7. Primera Aparición ….
  8. Meditación sobre el Infierno…
  9. Amor a los pecadores .
  10. Resistencia de la familia ..
  11. Amor al Santo Padre
  12. En la prisión de Ourém …
  13. El Rosario en la prisión
  14. Su afición por el baile

 

 

 

 

  1. Temperamento

 

 

 

 

Antes de los hechos de 1917, exceptuando los lazos de familia

que nos unian (8), ningún otro afecto particular me hacía preferir

la compañía de Jacinta y Francisco, a la de cualquier otra; por el

contrario, su compañía se me hacía a veces, bastante antipática,

por su carácter demasiado susceptible. La menor contrariedad, que

siempre hay entre niños cuando juegan, era suficiente para que

enmudeciese y se amohinara, como nosotros decíamos. Para hacerle

volver a ocupar su puesto en el juego, no bastaban las más

dulces caricias que en tales ocasiones los niños saben hacer. Era

preciso dejarle escoger el juego y la pareja con la que quería jugar.

Sin embargo, ya tenía, muy buen corazón y el buen Dios le había

dotado de un carácter dulce y tierno, que la hacía, al mismo tiempo,

amable y atractiva. No sé por qué, tanto Jacinta como su hermano

Francisco, sentían por mí una predilección especial y me

buscaban casi siempre para jugar. No les gustaba la compañía de

otros niños, y me pedían que fuese con ellos junto a un pozo que

tenían mis padres en el huerto. Una vez allí Jacinta escogía los

juegos con los que íbamos a entretenernos. Los juegos preferidos

eran casi siempre, jugar a las chinas y a los botones, sentados a la

sombra de un olivo y de dos ciruelos, sobre las losas. Debido a

este juego, me vi muchas veces en grandes apuros, porque, cuando

nos llamaban para comer, me encontraba sin botones en el vestido;

pues casi siempre ella me los había ganado y esto era suficiente

para que mi madre me regañase. Era preciso coserlos de

prisa; pero ¿cómo conseguir que ella me los devolviera, si además

de enfadarse, tenía también el defecto de ser agarrada? Quería

guardarlos para el juego siguiente y así no tener que arrancar los

suyos. Sólo amenazándola de que no volvería a jugar más, era

como los conseguía. Algunas veces no podía atender los deseos

de mi amiguita.

 

Mis hermanas mayores eran, una tejedora y la otra costurera;

pasaban los días en casa, y las vecinas pedían a mi madre poder

dejar a sus hijos jugando conmigo en el patio de mis padres, bajo

la vigilancia de mis hermanas, mientras ellas marchaban a trabajar

al campo. Mi madre decía siempre que sí, aunque costase a mis

hermanas una buena parte del tiempo. Yo era entonces la encargada

de entretener a los niños y de tener cuidado para que no cayesen

en un pozo que había en el patio.

 

Tres grandes higueras resguardaban a los niños de los ardores

del sol; sus ramas servían de columpio, y una vieja era hacía

de comedor. Cuando en estos días venía Jacinta, con su hermano,

a llamarme para ir a su retiro, les decía que no podía ir, pues mi

madre me había mandado quedarme allí. Entonces los pequeños

se resignaban con desagrado, y tomaban parte en los juegos. En

las horas de la siesta, mi madre daba a sus hijos el catecismo,

sobre todo cuando se aproximaba la cuaresma, porque –decía–

no quiero quedar avergonzada cuando el Prior os pregunte la doc38

trina. Entonces todos aquellos niños asistían a nuestra lección de

catecismo; Jacinta también estaba allí.

 

  1. Delicadeza de alma

 

Un día, uno de aquellos pequeños acusó a otro de haber dicho

algunas palabras poco convenientes. Mi madre le reprendió

con toda la severidad, diciéndole que aquellas cosas feas no se

decían, que era pecado y que el Niño Jesús se disgustaba y mandaba

al infierno a los que pecaban y no se confesaban. La pequeñita

no olvidó la lección. El primer día que asistió a la reunión de

niños, dijo:

– ¿No te deja ir hoy tu madre?

– No.

– Entonces me voy a mi patio con Francisco.

– ¿Y por qué no te quedas aquí?

– Mi madre no quiere que nos quedemos cuando estén éstos.

Dijo que nos fuéramos a jugar a nuestro patio. No quiere que aprendamos

cosas feas que son pecado y no gustan al Niño Jesús.

Después me dijo muy bajo al oído:

– Si tu madre te deja, ¿vendrás a mi casa?

– Sí.

– Entonces ve a perdírselo.

Y, tomando la mano de su hermano, se fue a su casa.

Como ya dije, uno de sus juegos favoritos era el de las prendas.

Como V. Excia. Rvma. sabe, el que gana manda al que pierde

hacer la cosa que le parezca. A ella le gustaba mandar correr detrás

de las mariposas hasta cazar una y llevarla. Otras veces mandaba

tomar la flor que a ella le pareciese.

Un día que jugábamos en casa de mi padre, me tocó a mi

mandarle a ella. Mi hermano estaba sentado junto a la mesa escribiendo.

Le mandé que le diera un abrazo y un beso, pero ella respondió:

– ¡Eso no! Mándame otra cosa. ¿Por qué no me mandas besar

aquel Cristo que está allí? (Era un crucifijo que estaba colgado

de la pared) (9).

 

– Pues sí –le respondí–, sube encima de una silla; tráelo aquí,

y de rodillas le das tres abrazos y tres besos: uno por Francisco,

otro por mí y otro por ti.

 

– A Nuestro Señor le doy todos los que quieras. – Y corrió a

buscar el crucifijo. Lo besó y lo abrazó con tanta devoción, que

nunca más me olvidé de aquello. Después, mira con atención al

Señor y pregunta:

– ¿Por qué está Nuestro Señor, así clavado en una cruz?

– Porque murió por nosotros.

– Cuéntame cómo fue.

 

  1. Amor a Cristo Crucificado

 

Mi madre, por la tarde solía contarnos cuentos. Y, entre los

cuentos de hadas encantadas, princesas doradas, palomas reales,

que nos contaban mi padre y hermanas mayores, nos narraba

ella la historia de la Pasión, de San Juan Bautista, etc.

Yo conocía, pues, la Pasión del Señor como una historia; y,

como para mí no era necesario oír las historias dos veces, pues

con solo oírla una vez no se me olvidaba un solo detalle, comencé

a contar a mis compañeros la historia de Nuestro Señor, como yo

la llamaba, con todo detalle.

 

Cuando mi hermana (10), al pasar junto a nosotros, se dio cuenta

de que teníamos el crucifijo, nos lo quitó y nos riñó, diciéndonos

que no quería que tocásemos las imágenes de los santos. Jacinta,

levantándose, fue junto a mi hermana y le dijo:

– ¡María, no te enfades! Fui yo, pero no lo volveré a hacer.

Mi hermana le hizo una caricia y nos dijo que fuésemos a jugar

fuera, pues en casa no dejábamos nada quieto en su lugar.

Y así nos fuimos a contar nuestra historia encima del pozo, del

que ya hablé; y porque estaba escondido detrás de unos castaños,

de un montón de piedras y de un matorral, lo habíamos de escoger,

unos años más tarde, como celda de nuestros coloquios, de

fervorosas oraciones; y, también –Excmo. y Rvmo. Señor Obispo,

para decirle todo– para llorar lágrimas a veces bien amargas.

Mezclábamos nuestras lágrimas a sus aguas, para beberlas

de nuevo de la misma fuente donde las derramábamos.

Pero, volviendo a nuestra historia: al oír contar los sufrimientos

de Nuestro Señor, la pequeña se enterneció y lloró. Muchas veces,

después, me pedía repertírsela. Entonces lloraba con pena y decía:

– ¡Pobrecito Nuestro Señor! Yo no debo cometer ningún pecado.

No quiero que Nuestro Señor sufra más.

 

  1. Sensibilidad de alma

 

A la pequeñita le gustaba ir por las noches a una era que teníamos

frente a casa, a ver la maravillosa puesta de sol y después

el cielo estrellado. Cuando había noche de luna se entusiasmaba.

Nos desafíabamos a ver quién era capaz de contar las estrellas;

decíamos que eran las candelas de los Ángeles. La luna era la de

Nuestra Señora, y el sol la de Nuestro Señor. Por lo que Jacinta

decía a veces:

– A mí me agrada más la candela de Nuestra Señora que no

quema ni ciega; y la de Nuestro Señor, sí.

En verdad, el sol allí, algunos días de verano, apretaba bien

fuerte; y la pequeñita como era de constitución débil, sufría mucho

con el calor.

 

  1. Catequesis infantil

 

Como mi hermana era celadora del Corazón de Jesús, siempre

que había comunión solemne de niños, me llevaba a renovar

la mía.

Mi tía llevó una vez a su hija a ver la fiesta. La pequeñita se fijó

en los ángeles que echaban flores. Desde ese día, de vez en cuando

se separaba de nosotros, cuando jugábamos; tomaba una brazada

de flores y venía a tirármela.

– Jacinta, ¿por qué haces eso?

– Hago como los angelitos: te echo flores.

Mi hermana tenía la costumbre, en una fiesta anual que debía

de ser la del Corpus Christi, de vestir algunos angelitos, para que

fuesen al lado del palio, en la procesión, echando flores. Como yo

era siempre una de las designadas, una vez, cuando mi hermana

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me probó el vestido, conté a Jacinta la fiesta que se aproximaba y

cómo yo iría a echar flores a Jesús. La pequeñita me pidió entonces

que intercediese ante mi hermana, para que la dejase a ella

también. Mi hermana dijo que sí. Le probó también un vestido, y en

el ensayo, nos dijo cómo deberíamos echar las flores al Niño Jesús.

Jacinta le preguntó:

– ¿Y nosotras le veremos?

– Sí –le respondió mi hermana–, lo lleva el señor Prior.

Jacinta estaba muy contenta y preguntaba continuamente si

faltaba mucho para la fiesta. Llegó por fin el ansiado día, y la pequeña

estaba loca de contento. Nos colocaron a las dos al lado del

altar, y durante la procesión al lado del palio, cada una con su cesto

de flores. En los sitios señalados por mi hermana, yo tiraba a

Jesús mis flores. Jacinta estuvo todo el tiempo pendiente del Prior

y por muchas señales que le hice, no conseguí que echase ni una

sola flor; miraba continuamente al Sr. Prior, y nada más. Al terminar

la función mi hermana nos sacó de la iglesia y preguntó:

– Jacinta, ¿por qué no echaste las flores a Jesús?

– Porque no lo vi.

Después, me preguntó:

– ¿Tu viste al Niño Jesús?

– No. ¿Pero tú no sabes que el Niño Jesús no se ve, porque

está escondido en la Hostia que recibimos cuando comulgamos?

– ¿Y tú, cuando comulgas, hablas con El?

– Sí.

– ¿Y por qué no lo ves?

– Porque está escondido.

– Voy a pedir a mi madre que me deje ir también a comulgar.

– El señor Prior no te la dará, sin tener los diez años.

– Pero tú, aún no los tienes y ya comulgaste.

– Porque sabía toda la doctrina y tú aún no la sabes.

Me pidieron entonces que se la enseñase. Así me constituí en

catequista de mis dos compañeros, que aprendían con un entusiasmo

único. Cuando yo era preguntada, respondía a todo; pero,

al enseñar, me acordaba de pocas cosas; por lo que Jacinta me

dijo una vez:

– Enséñanos más cosas porque esas ya las sabemos.

Les confesé que no las sabía sino cuando me las preguntaban,

y añadí:

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– Pide permiso a tu madre para ir a la iglesia y así aprenderás

más.

Los dos pequeñitos que deseaban recibir a Jesús escondido,

como ellos decían, fueron a hacer la petición a su madre. Mi tía

aunque dijo que sí, los dejaba ir muy pocas veces, luego iban muy

poco, pues decía que la iglesia estaba bastante lejos y que eran

muy pequeñitos para comulgar; el Prior no le daría la Sagrada Comunión

hasta después de los diez años (11).

Jacinta continuamente me hacía preguntas sobre Jesús escondido.

Recuerdo que un día me preguntó:

– ¿Cómo es que tantas personas reciben al mismo tiempo a

Jesús escondido? ¿Es un bocadito para cada uno?

– No ¿no ves que son muchas formas y en cada forma hay

un niño?

¡Cuántos disparates le habré dicho!

 

  1. Jacinta, la pastorcita

 

Entretanto, Señor Obispo, llegué a la edad en que mi madre

mandaba a sus hijos a guardar el rebaño. Mi hermana Carolina (12)

había cumplido trece años y era necesario que se pusiera a trabajar;

por ello, mi madre me entregó el cuidado del rebaño. Di la

noticia a mis compañeros y les dije que ya no podría jugar más

con ellos. Ellos, como no les gustaba separarse, fueron a pedirle a

su madre que les dejase venir conmigo, pero les fue negado. Tuvieron

que aguantarse, aunque ellos venían casi todos los días, al

anochecer, a esperarme al camino, y desde allí, marchábamos a

la era; dábamos algunas corridas, mientras esperábamos que

Nuestra Señora y los Angeles encediesen sus candelas y las asomasen

a las ventanas para alumbrarnos, como decíamos. Cuando

no había luna, decíamos que la lámpara de Nuestra Señora no

tenía aceite.

A los dos pequeños, les costaba mucho separarse de mí. Por

ello, pedían continuamente a su madre, que les dejase, también a

ellos, guardar su rebaño. Mi tía, tal vez para verse libre de tantas

(11) Jacinta había nacido el dia 11 de marzo de 1910. Tenía, por lo tanto, en

mayo de 1917, siete años y dos meses.

(.

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súplicas, a pesar de que todavía eran muy pequeños, les confió el

cuidado de sus ovejas. Radiantes de alegría, fueron a darme la noticia,

y a planear cómo juntaríamos todos los días nuestros rebaños.

Cada uno abriría el suyo a la hora que lo mandase su madre;

el primero esperaría al otro en el Barreiro. (Así llamábamos a una

pequeña laguna que había en el fondo de la sierra). Una vez juntos,

decíamos cuál sería el pasto del día; y para allá íbamos felices

y contentos, como si fuésemos a una fiesta.

 

Aquí tenemos, Excmo. y Rvmo. Señor Obispo, a Jacinta, en su

nueva vida de pastorcita. A las ovejas nos las ganábamos a fuerza

de distribuir entre ellas nuestra merienda. Por eso, cuando llegábamos

al pasto, podíamos jugar tranquilos, porque ellas no se apartaban

de nosotros. A Jacinta le agradaba mucho oír el eco de la

voz en el fondo de los valles. Por ello, uno de nuestros entretenimientos

era sentarnos en un peñasco del monte y pronunciar nombres

en alta voz. El nombre que mejor eco hacía, era el de María.

Jacinta decía a veces, el Ave María entero, repitiendo la palabra

siguiente sólo cuando la anterior había terminado su eco.

 

Nos agradaba también entonar cantos; entre varios profanos

–de los que, infelizmente, sabíamos bastantes–, Jacinta prefería:

«Salve, nobre Padroeira», «Virgem Pura», «Anjos cantai comigo».

Éramos, sin embargo, muy aficionados al baile; cualquier instrumento

que oíamos tocar a los otros pastores, nos hacía bailar; Jacinta

a pesar de ser tan pequeña, tenía para eso un arte especial.

Nos habían recomendado que, después de la merienda, rezáramos

el Rosario, pero como todo el tiempo nos parecía poco para

jugar, encontramos una buena manera de acabar pronto: pasábamos

las cuentas diciendo solamente: ¡Ave María, Ave María, Ave

María! Cuando llegábamos al fin del misterio, decíamos muy despacio

simplemente: ¡Padre Nuestro!, y así, en un abrir y cerrar de

ojos, como se suele decir, teníamos rezado el Rosario.

A Jacinta le agradaba mucho tomar los corderitos blancos,

sentarse con ellos en brazos, abrazarlos, besarlos y, por la noche,

traérselos a casa a cuestas, para que no se cansasen.

Un día, al volver a casa, se puso en medio del rebaño.

– Jacinta ¿para qué vas ahí en medio de las ovejas? – pregunté.

– Para hacer como Nuestro Señor, que, en aquella estampa

que me dieron, también estaba así, en medio de muchas y con una

en los hombros.

 

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  1. Primera Aparición

 

He aquí, Excmo. y Rvmo. Señor Obispo, poco más o menos,

cómo pasaron los siete años que tenía Jacinta cuando apareció

hermoso y risueño, como tantos otros, el día 13 de mayo de 1917.

Escogimos este día, por casualidad –si es que en los designios

de la Divina Providencia existe la casualidad–, para apacentar nuestro

rebaño, la propiedad perteneciente a mis padres, llamada: Cova

de Iría.

Determinamos como de costumbre el lugar de apacentar, junto

al Barreiro, del que ya hablé a V. Excia. Rvma. Tuvimos, por eso,

que atravesar el erial, lo que nos hizo el camino doblemente largo.

Por ello fuimos muy despacio, para que las ovejas fuesen pastando

por el camino; y así, llegamos casi al mediodía.

No me detengo ahora a contar lo que pasó en este día, porque

  1. Excia. Rvma. ya lo sabe todo, y sería perder tiempo. Como

perderlo me parece, a no ser por obedecer, con todo lo que estoy

escribiendo; yo no veo qué utilidad puede sacar de aquí V. Excia.

Rvdma., a no ser el conocimiento de la inocencia de vida de esta

alma.

Antes de comenzar a contar a V. Excia. Rvma. lo que recuerdo

del nuevo periodo de la vida de Jacinta, debo decir que hay algunas

cosas, en las manifestaciones de Nuestra Señora, que habíamos

convenido no decirlas; y tal vez ahora me vea obligada a decir

algo de ello, para aclarar dónde fue Jacinta a beber tanto amor a

Jesús, al sufrimiento y a los pecadores, por la salvación de los

cuales tanto se santificó.

  1. Excia. Rvma. sabe bien que fue ella, quien no pudiendo contener

para sí tanta alegría, quebrantó nuestro contrato de no decir

nada a nadie. Cuando, aquella misma tarde, embebidos por la sorpresa,

permanecíamos pensativos, Jacinta de vez en cuando exclamaba

con entusiasmo:

– ¡Ay qué Señora tan bonita!

– Estoy viendo – le dije – que lo vas a decir a alguien.

– No lo diré, no; estáte tranquila.

Al día siguiente cuando su hermano corrió a darme la noticia

de que la noche anterior lo había dicho en casa, ella escuchó la

acusación en silencio.

–¿Ves cómo yo sabía que lo ibas a decir? – le dije.

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– Yo tenía dentro de mí una cosa que no me dejaba estar callada

– respondió con lágrimas en los ojos.

– Bueno, ahora no llores, y en lo sucesivo no digas a nadie

nada de lo que esa Señora nos dijo.

– Yo ya lo he dicho.

– ¿Qué dijiste?

– Dije que esa Señora prometió que nos llevaría al Cielo.

– ¿Y enseguida fuiste a contar eso?

– Perdóname; ya no diré nada a nadie.

 

  1. Meditación sobre el infierno

 

Cuando llegamos ese día con nuestras ovejas al lugar escogido

para pastar, Jacinta se sentó pensativa en una piedra.

– Jacinta ven a jugar.

– Hoy no quiero jugar.

– ¿Por qué no quieres jugar?

– Porque estoy pensando que aquella Señora nos dijo que

rezásemos el Rosario e hiciésemos sacrificios por la conversión

de los pecadores. Ahora cuando recemos el Rosario, tenemos que

rezar las Avemarías y el Padrenuestro entero. ¿Y qué sacrificios

podemos hacer?

Francisco penso enseguida en un sacrificio:

– Vamos a darle nuestra comida a las ovejas y así haremos el

sacrificio de no comer.

En poco tiempo, habíamos repartido nuestro zurrón entre el

rebaño. Y así pasamos un día de ayuno más riguroso que el de los

más austeros cartujos. Jacinta seguía pensativa, sentada en su

piedra, y preguntó:

– Aquella Señora también dijo que iban muchas almas al infierno.

¿Pero qué es el infierno?

– Es una cueva de bichos y una hoguera muy grande (así me

lo explicaba mi madre), y allá van los que hacen pecados y no se

confiesan; y permanecen allí siempre ardiendo.

– Y ¿nunca más salen de allí?

– No.

– ¿Ni después de muchos, muchos años?

– No, el infierno nunca se termina.

– Y ¿el Cielo tampoco acaba?

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– Quien va al Cielo nunca más sale de allí.

– Y ¿el que va al infierno tampoco?

– ¿No ves que son eternos; que nunca se acaban?

Hicimos por primera vez en aquella ocasión, la meditación del

infierno y de la eternidad. Tanto impresionó a Jacinta la eternidad,

que, a veces, jugando preguntaba:

– Pero, oye, ¿después de muchos, muchos años, el infierno

no se acaba?

Y, otras veces:

– ¿Y los que allí están, en el infierno ardiendo, nunca se mueren?

¿Y no se convierten en ceniza? ¿Y si la gente reza mucho por

los pecadores, el Señor los libra de ir allí? ¿Y con los sacrificios

también? ¡Pobrecitos! Tenemos que rezar y hacer muchos sacrificios

por ellos.

Después añadía:

– ¡Qué buena es aquella Señora! ¡Y nos prometió llevarnos

al Cielo!

 

  1. Amor a los pecadores

 

Jacinta, tomó tan a pecho el sacrificio por la conversión de los

pecadores que no dejaba escapar ninguna ocasión. Había allí unos

niños, hijos de dos familias de Moita (13), que pedían de puerta en

puerta. Los encontramos un día que íbamos con las ovejas. Jacinta,

cuando los vio, nos dijo:

– ¿Damos nuestra merienda a aquellos pobrecitos por la conversión

de los pecadores?

Y corrió a llevársela. Por la tarde me dijo que tenía hambre.

Había algunas encinas y robles. Las bellotas estaban todavía bastante

verdes, sin embargo le dije que podíamos comer de ellas.

Francisco subió a la encina para llenarse los bolsillos, pero a Jacinta

le pareció mejor comer bellotas amargas de los robles para hacer

mejor los sacrificios. Y así, saboreamos aquella tarde aquel delicioso

manjar. Jacinta, tomó esto por uno de sus sacrificios habituales;

cogía las bellotas amargas o las aceitunas de los olivos.

Le dije un día:

– Jacinta, no comas eso, que amarga mucho.

(13) Pequeña población, al norte de la Cova de Iría, de la feligresía de Fátima.

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– Las como porque son amargas, para convertir a los pecadores.

No fueron solamente éstos nuestros ayunos; acordamos dar a

los niños nuestra comida, siempre que los encontrásemos y las

pobres criaturas, contentas con nuestra generosidad, procuraban

encontrarnos esperándonos en el camino. En cuanto los veíamos,

corría Jacinta a llevarles toda nuestra comida de ese día, con tanta

satisfacción como si no nos hiciese falta.

Nuestro sustento era entonces: piñones, raíces de campánulas

(es una florecita amarilla que tiene en la raíz una bolita del

tamaño de una aceituna), moras, hongos y unas cosas que cogíamos

de las raíces de los pinos, que no recuerdo como se llamaban,

y también fruta, si es que la había ya en las propiedades de

nuestros padres.

Jacinta parecía insaciable practicando sacrificios. Un día, uno

de nuestros vecinos ofreció a mi madre un campo donde apacentar

nuestro rebaño; pero estaba bastante lejos y nos encontrábamos

en pleno verano. Mi madre aceptó el ofrecimiento hecho con tanta

generosidad y nos mandó allá. Como estaba cerca una laguna

donde el ganado podía ir a beber, me dijo que era mejor pasar allí

la siesta, a la sombra de los árboles. Por el camino encontramos a

nuestros queridos pobrecitos, y Jacinta corrió a llevarles nuestra

merienda. El día era hermoso, pero el sol muy ardiente; y en aquel

erial lleno de piedras, árido y seco parecía querer abrasarlo todo.

La sed se hacía sentir y no había una gota de agua para beber; al

principio, ofrecíamos este sacrificio con generosidad, por la conversión

de los pecadores; pero pasada la hora del mediodía, no se

resistía más.

Propuse entonces a mis compañeros ir a un lugar cercano a

pedir un poco de agua. Aceptaron la propuesta y fui a llamar a la

puerta de una viejecita, que al darme una jarra con agua me dio

también un trocito de pan que acepté agradecida y corrí para repartirlo

con mis compañeros. Di la jarra a Francisco y le dije que

bebiese:

– No quiero – respondió.

– ¿Por qué?

– Quiero sufrir por la conversión de los pecadores.

– Bebe tú, Jacinta.

– ¡También quiero ofrecer el sacrificio por los pecadores!

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Derramé entonces el agua de la jarra en una losa, para que la

bebiesen las ovejas, y después fui a llevarle la jarra a su dueña. El

calor se volvía cada vez más intenso, las cigarras y los grillos unían

sus cantos a los de las ranas de una laguna cercana, y formaban

un griterío insoportable. Jacinta, debilitada por la flaqueza y por la

sed, me dijo con aquella simplicidad que le era natural:

– Diles a los grillos y a las ranas que se callen; ¡me duele tanto

la cabeza!

Entonces Francisco le preguntó:

– ¿No quieres sufrir esto por los pecadores?

– Sí, quiero; déjalos cantar – respondió la pobre criatura apretando

la cabeza entre las manos.

 

  1. Resistencia de la familia

 

Entre tanto, la noticia del acontecimiento se había extendido.

Mi madre empezaba a afligirse y quería a toda costa que yo dijera

que era mentira lo que había dicho. Un día, antes de salir con el

rebaño, quiso obligarme a decir que había mentido, no escatimó

para ello, ni el cariño, ni las amenazas, ni la escoba. No consiguiendo

obtener otra cosa que mi silencio, o la confirmación de lo

que yo había dicho, me mandó abrir el rebaño, diciéndome que

pensase bien durante el día que, si nunca había consentido una

mentira a sus hijos, mucho menos iba a consentir ahora una de

aquella especie; que, por la noche, me obligaría ir a ver a aquellas

personas que había engañado para confesar que había mentido y

pedir perdón.

Me fui con mis ovejas; mis compañeros en ese día ya me esperaban.

Al verme llorar, acudieron a preguntarme la causa. Les

contesté lo que me había pasado y añadí:

– Ahora, decidme lo que voy a hacer; mi madre quiere que

diga que he mentido. Y ¿cómo voy a decirlo?

Entonces, Francisco le dijo a Jacinta:

– ¿Ves? Tú eres quien tiene la culpa. ¿Para qué lo dijiste?

La pobre niña, se puso de rodillas, con las manos juntas pidiéndonos

perdón.

– Hice mal –decía llorando– pero nunca diré ya nada a nadie.

Ahora preguntará V. Excia. que quién le enseñó a hacer este

acto de humildad. No lo sé. Tal vez el hecho de haber visto a sus

49

hermanos pedir perdón a sus padres la víspera de la comunión; o

porque fue a Jacinta, según me parece, a la que la Santísima Virgen

comunicó mayor abundancia de gracias y conocimiento de

Dios y de las virtudes. Cuando algún tiempo después, el señor

Prior (14) nos mandó llamar para interrogarnos, Jacinta bajó la cabeza

y con dificultad consiguió su reverencia obtener de ella dos o

tres palabras.

Cuando nos marchamos después, le pregunté:

– ¿Por qué no querías responder al señor Prior?

– Porque te prometí que no diría nada a nadie.

Un día preguntó:

– ¿Por qué no podemos decir que aquella Señora nos dijo que

hiciésemos sacrificios por los pecadores?

– Para que no nos pregunten qué sacrificios hacemos.

Mi madre se afligía cada vez más con la marcha de los acontecimientos.

Por lo que se esforzaba más aún en obligarme a decir

que había mentido. Un día se levantó por la mañana y me dijo que

iba a llevarme a casa del señor Prior:

– Cuando lleguemos, ponte de rodillas, le dices que has mentido

y pides perdón.

Al pasar por casa de mi tía, mi madre entró unos minutos. Aproveché

esta ocasión para contar a Jacinta lo que ocurría. Al verme

afligida, dejó caer algunas lágrimas y me dijo:

– Me voy a levantar y voy a llamar a Francisco; iremos a tu

pozo a rezar. Cuando vuelvas, ve allá enseguida.

A la vuelta, corrí al pozo y allí estaban los dos rezando. Cuando

me vieron, Jacinta corrió a abrazarme preguntándome qué había

pasado. Se lo conté. Después, me dijo:

– ¿Ves? No debemos tener miedo de nada. Aquella Señora

nos ayuda siempre. Es nuestra amiga.

Desde que Nuestra Señora nos enseñara a ofrecer a Jesús

nuestros sacrificios, siempre que pensábamos hacer algunos, o

que teníamos que sufrir alguna prueba, Jacinta preguntaba:

– ¿Le has dicho ya a Jesús que es por su amor?

Si le decía que no…

– Entonces lo diré yo.

(

.

50

Y, juntando las manos y levantado los ojos al cielo, decía:

¡Oh Jesús! es por tu amor y por la conversión de los pecadores.

 

  1. Amor al Santo Padre

 

Fueron a interrogarnos dos sacerdotes, que nos recomendaron

que rezásemos por el Santo Padre.

Jacinta preguntó que quién era el Santo Padre; y los buenos

sacerdotes nos explicaron quién era y cómo necesitaba mucho de

oraciones.

En Jacinta arraigó tanto el amor al Santo Padre, que siempre

que ofrecía un sacrificio a Jesús, añadía: “Y por el Santo Padre”. Al

final del Rosario, rezaba siempre tres avemarías por el Santo Padre;

y algunas veces decía:

– ¡Quién me diera ver al Santo Padre! ¡Viene aquí tanta gente

y el Santo Padre no viene nunca! (15).

En su inocencia de niña, creía que el Santo Padre podía hacer

este viaje como las otras personas.

Un día, mi padre y mi tío (16) fueron avisados para que nos

llevasen al día siguiente a la Administración del Concejo (17). Mi tío

dijo que no llevaba a sus hijos, porque, decía:

– No tengo por qué llevar a un tribunal a dos criaturas que no

son responsables de sus actos; además ellos no aguantan a pie el

camino hasta Vila Nova de Ourém. Voy a ver lo que ellos quieren.

Mi padre pensaba de otra manera:

– A la mía, la llevo: que se las arregle con ellos; que yo de

estas cosas no entiendo nada.

Aprovecharon entonces la ocasión para meternos todo el miedo

posible. Al día siguiente, al pasar por casa de mi tío, mi padre le

esperó un momento. Corrí a la cama de Jacinta a decirle adiós. En

la duda de no volver a vernos, la abracé y la pobre niña me dijo

llorando:

(

– Si ellos te matan, les dices que Francisco y yo somos también

como tú, y que queremos morir contigo. Y yo voy ahora con

Francisco al pozo a rezar mucho por ti.

Cuando por la noche volví, corrí al pozo; y allí estaban los dos

de rodillas echados sobre el brocal, con la cabecita entre las manos,

llorando. Cuando me vieron, quedaron sorprendidos:

– ¿Tú, estás aquí? Vino tu hermana a buscar agua y nos dijo

que ya te habían matado. ¡Hemos rezado y llorado tanto por ti…!

 

  1. En la prisión de Ourém

 

Cuando, pasado algún tiempo estuvimos presos, a Jacinta lo

que más le costaba era el abandono de los padres; y decía

corriéndole las lágrimas por las mejillas:

– Ni tus padres ni los míos vienen a vernos; ¡no les importamos

nada!

– No llores –le dice Francisco–; ofrezcámoslo a Jesús por los

pecadores.

Y levantando los ojos y las manos al cielo hizo él el ofrecimiento.

– ¡Oh mi Jesús, es por tu amor y por la conversión de los

pecadores!

Jacinta añadió:

– Y también por el Santo Padre y en reparación de los pecados

cometidos contra el Inmaculado Corazón de María.

Cuando después de habernos separado, volvieron a juntarnos

en una sala de la cárcel, diciendo que dentro de poco nos iban a

buscar para freírnos, Jacinta se acercó a una ventana que daba a

la feria de ganado. Pensé al principio que estaría distrayéndose;

pero enseguida vi que lloraba. Fui a buscarla y le pregunté por qué

lloraba; respondió:

– Porque vamos a morir sin volver a ver a nuestros padres, ni

a nuestras madres. Y, con lágrimas, decía:

– Al menos yo quería ver a mi madre.

– Entonces, ¿tú no quieres ofrecer este sacrificio por la conversión

de los pecadores?

– Quiero, quiero.

Y con las lágrimas bañándole la cara, las manos y los ojos

levantados al cielo, hizo el ofrecimiento:

52

–¡Oh mi Jesús! Es por tu amor, por la conversión de los pecadores,

por el Santo Padre y en reparación de los pecados cometidos

contra el Inmaculado Corazón de María.

Los presos que presenciaban esta escena querían consolarnos.

– Pero –decían– todo lo que tenéis que hacer es decir al señor

Administrador ese secreto. ¿Qué os importa que esa Señora no

quiera?

– Eso, nunca –respondió Jacinta con viveza– ; prefiero morir.

 

  1. El Rosario en la prisión.

 

Determinamos entonces rezar nuestro Rosario. Jacinta sacó

una medalla que llevaba al cuello, y pidió a un preso que la colgara

de un clavo que había en la pared y, de rodillas delante de la medalla,

comenzamos a rezar. Los presos rezaban con nosotros, si es

que sabían rezar; al menos, se pusieron de rodillas.

Terminado el Rosario, Jacinta volvió a la ventana a llorar.

Jacinta, ¿entonces, tú no quieres ofrecer este sacrificio al Señor?

– le pregunté.

– Quiero, pero me acuerdo mucho de mi madre y lloro sin

querer.

Como la Santísima Virgen nos había dicho también que ofreciésemos

nuestras oraciones y sacrificios en reparación de los

pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María, quisimos

combinarnos escogiendo cada uno una intención. Uno lo ofreció

por los pecadores, otro por el Santo Padre, y otro en reparación

de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María.

Puestos de acuerdo, pregunté a Jacinta cuál era la intención por la

que lo ofrecía ella:

– Yo lo ofrezco por todas, porque todas me agradan mucho.

 

  1. Su afición por el baile

 

Entre los presos, había uno que sabía tocar el acordeón; y,

para distraernos un poco, comenzaron a tocar y cantar. Nos preguntaron

si sabíamos bailar; dijimos que sabíamos el «fandango»

y la «vira».

53

Jacinta, fue entonces la compañera de un pobre ladrón, que,

viéndola tan pequeña, terminó bailando con ella en los brazos. ¡Ojalá

Nuestra Señora haya tenido compansión de su alma y lo haya convertido!

Ahora dirá V. Excia.

– ¡Qué bellas disposiciones para el martirio!

Es verdad; pero éramos niños y apenas pensábamos; Jacinta

tenía para el baile una inclinación especial y mucho arte. Me acuerdo

que un día lloraba por uno de sus hermanos que estaba en la

guerra y creía muerto. Para distraerla empecé a bailar con dos de

sus hermanos; y la pobre criatura comenzó a bailar y al mismo

tiempo a limpiarse las lágrimas que le corrían por la cara.

Sin embargo, a pesar de esta inclinación que tenía por el baile, –

a veces le bastaba oír cualquier instrumento que tocaban los otros

pastores, para ponerse a bailar aunque fuera sola– cuando se

aproximó el día de S. Juan o el carnaval, ella misma nos dijo:

– Yo, ahora ya no bailo más.

– ¿Por qué?

– Porque quiero ofrecer este sacrificio al Señor.

Y como éramos los cabecillas de los bailes de los niños,

finalizaron los bailes que se acostumbraban a hacer en estas

ocasiones.

 

 

 

 

 

 

 

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