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Fatima,Español.11.RETRATO DE JACINTA.8,1.24.
- RETRATO DE JACINTA
- Temperamento
- Delicadeza de alma ….
- Amor a Cristo Crucificado.
- Sensibilidad de alma ….
- Catequesis infantil ………
- Jacinta, la pastorcita …
- Primera Aparición ….
- Meditación sobre el Infierno…
- Amor a los pecadores .
- Resistencia de la familia ..
- Amor al Santo Padre
- En la prisión de Ourém …
- El Rosario en la prisión
- Su afición por el baile
- Temperamento
Antes de los hechos de 1917, exceptuando los lazos de familia
que nos unian (8), ningún otro afecto particular me hacía preferir
la compañía de Jacinta y Francisco, a la de cualquier otra; por el
contrario, su compañía se me hacía a veces, bastante antipática,
por su carácter demasiado susceptible. La menor contrariedad, que
siempre hay entre niños cuando juegan, era suficiente para que
enmudeciese y se amohinara, como nosotros decíamos. Para hacerle
volver a ocupar su puesto en el juego, no bastaban las más
dulces caricias que en tales ocasiones los niños saben hacer. Era
preciso dejarle escoger el juego y la pareja con la que quería jugar.
Sin embargo, ya tenía, muy buen corazón y el buen Dios le había
dotado de un carácter dulce y tierno, que la hacía, al mismo tiempo,
amable y atractiva. No sé por qué, tanto Jacinta como su hermano
Francisco, sentían por mí una predilección especial y me
buscaban casi siempre para jugar. No les gustaba la compañía de
otros niños, y me pedían que fuese con ellos junto a un pozo que
tenían mis padres en el huerto. Una vez allí Jacinta escogía los
juegos con los que íbamos a entretenernos. Los juegos preferidos
eran casi siempre, jugar a las chinas y a los botones, sentados a la
sombra de un olivo y de dos ciruelos, sobre las losas. Debido a
este juego, me vi muchas veces en grandes apuros, porque, cuando
nos llamaban para comer, me encontraba sin botones en el vestido;
pues casi siempre ella me los había ganado y esto era suficiente
para que mi madre me regañase. Era preciso coserlos de
prisa; pero ¿cómo conseguir que ella me los devolviera, si además
de enfadarse, tenía también el defecto de ser agarrada? Quería
guardarlos para el juego siguiente y así no tener que arrancar los
suyos. Sólo amenazándola de que no volvería a jugar más, era
como los conseguía. Algunas veces no podía atender los deseos
de mi amiguita.
Mis hermanas mayores eran, una tejedora y la otra costurera;
pasaban los días en casa, y las vecinas pedían a mi madre poder
dejar a sus hijos jugando conmigo en el patio de mis padres, bajo
la vigilancia de mis hermanas, mientras ellas marchaban a trabajar
al campo. Mi madre decía siempre que sí, aunque costase a mis
hermanas una buena parte del tiempo. Yo era entonces la encargada
de entretener a los niños y de tener cuidado para que no cayesen
en un pozo que había en el patio.
Tres grandes higueras resguardaban a los niños de los ardores
del sol; sus ramas servían de columpio, y una vieja era hacía
de comedor. Cuando en estos días venía Jacinta, con su hermano,
a llamarme para ir a su retiro, les decía que no podía ir, pues mi
madre me había mandado quedarme allí. Entonces los pequeños
se resignaban con desagrado, y tomaban parte en los juegos. En
las horas de la siesta, mi madre daba a sus hijos el catecismo,
sobre todo cuando se aproximaba la cuaresma, porque –decía–
no quiero quedar avergonzada cuando el Prior os pregunte la doc38
trina. Entonces todos aquellos niños asistían a nuestra lección de
catecismo; Jacinta también estaba allí.
- Delicadeza de alma
Un día, uno de aquellos pequeños acusó a otro de haber dicho
algunas palabras poco convenientes. Mi madre le reprendió
con toda la severidad, diciéndole que aquellas cosas feas no se
decían, que era pecado y que el Niño Jesús se disgustaba y mandaba
al infierno a los que pecaban y no se confesaban. La pequeñita
no olvidó la lección. El primer día que asistió a la reunión de
niños, dijo:
– ¿No te deja ir hoy tu madre?
– No.
– Entonces me voy a mi patio con Francisco.
– ¿Y por qué no te quedas aquí?
– Mi madre no quiere que nos quedemos cuando estén éstos.
Dijo que nos fuéramos a jugar a nuestro patio. No quiere que aprendamos
cosas feas que son pecado y no gustan al Niño Jesús.
Después me dijo muy bajo al oído:
– Si tu madre te deja, ¿vendrás a mi casa?
– Sí.
– Entonces ve a perdírselo.
Y, tomando la mano de su hermano, se fue a su casa.
Como ya dije, uno de sus juegos favoritos era el de las prendas.
Como V. Excia. Rvma. sabe, el que gana manda al que pierde
hacer la cosa que le parezca. A ella le gustaba mandar correr detrás
de las mariposas hasta cazar una y llevarla. Otras veces mandaba
tomar la flor que a ella le pareciese.
Un día que jugábamos en casa de mi padre, me tocó a mi
mandarle a ella. Mi hermano estaba sentado junto a la mesa escribiendo.
Le mandé que le diera un abrazo y un beso, pero ella respondió:
– ¡Eso no! Mándame otra cosa. ¿Por qué no me mandas besar
aquel Cristo que está allí? (Era un crucifijo que estaba colgado
de la pared) (9).
– Pues sí –le respondí–, sube encima de una silla; tráelo aquí,
y de rodillas le das tres abrazos y tres besos: uno por Francisco,
otro por mí y otro por ti.
– A Nuestro Señor le doy todos los que quieras. – Y corrió a
buscar el crucifijo. Lo besó y lo abrazó con tanta devoción, que
nunca más me olvidé de aquello. Después, mira con atención al
Señor y pregunta:
– ¿Por qué está Nuestro Señor, así clavado en una cruz?
– Porque murió por nosotros.
– Cuéntame cómo fue.
- Amor a Cristo Crucificado
Mi madre, por la tarde solía contarnos cuentos. Y, entre los
cuentos de hadas encantadas, princesas doradas, palomas reales,
que nos contaban mi padre y hermanas mayores, nos narraba
ella la historia de la Pasión, de San Juan Bautista, etc.
Yo conocía, pues, la Pasión del Señor como una historia; y,
como para mí no era necesario oír las historias dos veces, pues
con solo oírla una vez no se me olvidaba un solo detalle, comencé
a contar a mis compañeros la historia de Nuestro Señor, como yo
la llamaba, con todo detalle.
Cuando mi hermana (10), al pasar junto a nosotros, se dio cuenta
de que teníamos el crucifijo, nos lo quitó y nos riñó, diciéndonos
que no quería que tocásemos las imágenes de los santos. Jacinta,
levantándose, fue junto a mi hermana y le dijo:
– ¡María, no te enfades! Fui yo, pero no lo volveré a hacer.
Mi hermana le hizo una caricia y nos dijo que fuésemos a jugar
fuera, pues en casa no dejábamos nada quieto en su lugar.
Y así nos fuimos a contar nuestra historia encima del pozo, del
que ya hablé; y porque estaba escondido detrás de unos castaños,
de un montón de piedras y de un matorral, lo habíamos de escoger,
unos años más tarde, como celda de nuestros coloquios, de
fervorosas oraciones; y, también –Excmo. y Rvmo. Señor Obispo,
para decirle todo– para llorar lágrimas a veces bien amargas.
Mezclábamos nuestras lágrimas a sus aguas, para beberlas
de nuevo de la misma fuente donde las derramábamos.
Pero, volviendo a nuestra historia: al oír contar los sufrimientos
de Nuestro Señor, la pequeña se enterneció y lloró. Muchas veces,
después, me pedía repertírsela. Entonces lloraba con pena y decía:
– ¡Pobrecito Nuestro Señor! Yo no debo cometer ningún pecado.
No quiero que Nuestro Señor sufra más.
- Sensibilidad de alma
A la pequeñita le gustaba ir por las noches a una era que teníamos
frente a casa, a ver la maravillosa puesta de sol y después
el cielo estrellado. Cuando había noche de luna se entusiasmaba.
Nos desafíabamos a ver quién era capaz de contar las estrellas;
decíamos que eran las candelas de los Ángeles. La luna era la de
Nuestra Señora, y el sol la de Nuestro Señor. Por lo que Jacinta
decía a veces:
– A mí me agrada más la candela de Nuestra Señora que no
quema ni ciega; y la de Nuestro Señor, sí.
En verdad, el sol allí, algunos días de verano, apretaba bien
fuerte; y la pequeñita como era de constitución débil, sufría mucho
con el calor.
- Catequesis infantil
Como mi hermana era celadora del Corazón de Jesús, siempre
que había comunión solemne de niños, me llevaba a renovar
la mía.
Mi tía llevó una vez a su hija a ver la fiesta. La pequeñita se fijó
en los ángeles que echaban flores. Desde ese día, de vez en cuando
se separaba de nosotros, cuando jugábamos; tomaba una brazada
de flores y venía a tirármela.
– Jacinta, ¿por qué haces eso?
– Hago como los angelitos: te echo flores.
Mi hermana tenía la costumbre, en una fiesta anual que debía
de ser la del Corpus Christi, de vestir algunos angelitos, para que
fuesen al lado del palio, en la procesión, echando flores. Como yo
era siempre una de las designadas, una vez, cuando mi hermana
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me probó el vestido, conté a Jacinta la fiesta que se aproximaba y
cómo yo iría a echar flores a Jesús. La pequeñita me pidió entonces
que intercediese ante mi hermana, para que la dejase a ella
también. Mi hermana dijo que sí. Le probó también un vestido, y en
el ensayo, nos dijo cómo deberíamos echar las flores al Niño Jesús.
Jacinta le preguntó:
– ¿Y nosotras le veremos?
– Sí –le respondió mi hermana–, lo lleva el señor Prior.
Jacinta estaba muy contenta y preguntaba continuamente si
faltaba mucho para la fiesta. Llegó por fin el ansiado día, y la pequeña
estaba loca de contento. Nos colocaron a las dos al lado del
altar, y durante la procesión al lado del palio, cada una con su cesto
de flores. En los sitios señalados por mi hermana, yo tiraba a
Jesús mis flores. Jacinta estuvo todo el tiempo pendiente del Prior
y por muchas señales que le hice, no conseguí que echase ni una
sola flor; miraba continuamente al Sr. Prior, y nada más. Al terminar
la función mi hermana nos sacó de la iglesia y preguntó:
– Jacinta, ¿por qué no echaste las flores a Jesús?
– Porque no lo vi.
Después, me preguntó:
– ¿Tu viste al Niño Jesús?
– No. ¿Pero tú no sabes que el Niño Jesús no se ve, porque
está escondido en la Hostia que recibimos cuando comulgamos?
– ¿Y tú, cuando comulgas, hablas con El?
– Sí.
– ¿Y por qué no lo ves?
– Porque está escondido.
– Voy a pedir a mi madre que me deje ir también a comulgar.
– El señor Prior no te la dará, sin tener los diez años.
– Pero tú, aún no los tienes y ya comulgaste.
– Porque sabía toda la doctrina y tú aún no la sabes.
Me pidieron entonces que se la enseñase. Así me constituí en
catequista de mis dos compañeros, que aprendían con un entusiasmo
único. Cuando yo era preguntada, respondía a todo; pero,
al enseñar, me acordaba de pocas cosas; por lo que Jacinta me
dijo una vez:
– Enséñanos más cosas porque esas ya las sabemos.
Les confesé que no las sabía sino cuando me las preguntaban,
y añadí:
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– Pide permiso a tu madre para ir a la iglesia y así aprenderás
más.
Los dos pequeñitos que deseaban recibir a Jesús escondido,
como ellos decían, fueron a hacer la petición a su madre. Mi tía
aunque dijo que sí, los dejaba ir muy pocas veces, luego iban muy
poco, pues decía que la iglesia estaba bastante lejos y que eran
muy pequeñitos para comulgar; el Prior no le daría la Sagrada Comunión
hasta después de los diez años (11).
Jacinta continuamente me hacía preguntas sobre Jesús escondido.
Recuerdo que un día me preguntó:
– ¿Cómo es que tantas personas reciben al mismo tiempo a
Jesús escondido? ¿Es un bocadito para cada uno?
– No ¿no ves que son muchas formas y en cada forma hay
un niño?
¡Cuántos disparates le habré dicho!
- Jacinta, la pastorcita
Entretanto, Señor Obispo, llegué a la edad en que mi madre
mandaba a sus hijos a guardar el rebaño. Mi hermana Carolina (12)
había cumplido trece años y era necesario que se pusiera a trabajar;
por ello, mi madre me entregó el cuidado del rebaño. Di la
noticia a mis compañeros y les dije que ya no podría jugar más
con ellos. Ellos, como no les gustaba separarse, fueron a pedirle a
su madre que les dejase venir conmigo, pero les fue negado. Tuvieron
que aguantarse, aunque ellos venían casi todos los días, al
anochecer, a esperarme al camino, y desde allí, marchábamos a
la era; dábamos algunas corridas, mientras esperábamos que
Nuestra Señora y los Angeles encediesen sus candelas y las asomasen
a las ventanas para alumbrarnos, como decíamos. Cuando
no había luna, decíamos que la lámpara de Nuestra Señora no
tenía aceite.
A los dos pequeños, les costaba mucho separarse de mí. Por
ello, pedían continuamente a su madre, que les dejase, también a
ellos, guardar su rebaño. Mi tía, tal vez para verse libre de tantas
(11) Jacinta había nacido el dia 11 de marzo de 1910. Tenía, por lo tanto, en
mayo de 1917, siete años y dos meses.
(.
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súplicas, a pesar de que todavía eran muy pequeños, les confió el
cuidado de sus ovejas. Radiantes de alegría, fueron a darme la noticia,
y a planear cómo juntaríamos todos los días nuestros rebaños.
Cada uno abriría el suyo a la hora que lo mandase su madre;
el primero esperaría al otro en el Barreiro. (Así llamábamos a una
pequeña laguna que había en el fondo de la sierra). Una vez juntos,
decíamos cuál sería el pasto del día; y para allá íbamos felices
y contentos, como si fuésemos a una fiesta.
Aquí tenemos, Excmo. y Rvmo. Señor Obispo, a Jacinta, en su
nueva vida de pastorcita. A las ovejas nos las ganábamos a fuerza
de distribuir entre ellas nuestra merienda. Por eso, cuando llegábamos
al pasto, podíamos jugar tranquilos, porque ellas no se apartaban
de nosotros. A Jacinta le agradaba mucho oír el eco de la
voz en el fondo de los valles. Por ello, uno de nuestros entretenimientos
era sentarnos en un peñasco del monte y pronunciar nombres
en alta voz. El nombre que mejor eco hacía, era el de María.
Jacinta decía a veces, el Ave María entero, repitiendo la palabra
siguiente sólo cuando la anterior había terminado su eco.
Nos agradaba también entonar cantos; entre varios profanos
–de los que, infelizmente, sabíamos bastantes–, Jacinta prefería:
«Salve, nobre Padroeira», «Virgem Pura», «Anjos cantai comigo».
Éramos, sin embargo, muy aficionados al baile; cualquier instrumento
que oíamos tocar a los otros pastores, nos hacía bailar; Jacinta
a pesar de ser tan pequeña, tenía para eso un arte especial.
Nos habían recomendado que, después de la merienda, rezáramos
el Rosario, pero como todo el tiempo nos parecía poco para
jugar, encontramos una buena manera de acabar pronto: pasábamos
las cuentas diciendo solamente: ¡Ave María, Ave María, Ave
María! Cuando llegábamos al fin del misterio, decíamos muy despacio
simplemente: ¡Padre Nuestro!, y así, en un abrir y cerrar de
ojos, como se suele decir, teníamos rezado el Rosario.
A Jacinta le agradaba mucho tomar los corderitos blancos,
sentarse con ellos en brazos, abrazarlos, besarlos y, por la noche,
traérselos a casa a cuestas, para que no se cansasen.
Un día, al volver a casa, se puso en medio del rebaño.
– Jacinta ¿para qué vas ahí en medio de las ovejas? – pregunté.
– Para hacer como Nuestro Señor, que, en aquella estampa
que me dieron, también estaba así, en medio de muchas y con una
en los hombros.
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- Primera Aparición
He aquí, Excmo. y Rvmo. Señor Obispo, poco más o menos,
cómo pasaron los siete años que tenía Jacinta cuando apareció
hermoso y risueño, como tantos otros, el día 13 de mayo de 1917.
Escogimos este día, por casualidad –si es que en los designios
de la Divina Providencia existe la casualidad–, para apacentar nuestro
rebaño, la propiedad perteneciente a mis padres, llamada: Cova
de Iría.
Determinamos como de costumbre el lugar de apacentar, junto
al Barreiro, del que ya hablé a V. Excia. Rvma. Tuvimos, por eso,
que atravesar el erial, lo que nos hizo el camino doblemente largo.
Por ello fuimos muy despacio, para que las ovejas fuesen pastando
por el camino; y así, llegamos casi al mediodía.
No me detengo ahora a contar lo que pasó en este día, porque
- Excia. Rvma. ya lo sabe todo, y sería perder tiempo. Como
perderlo me parece, a no ser por obedecer, con todo lo que estoy
escribiendo; yo no veo qué utilidad puede sacar de aquí V. Excia.
Rvdma., a no ser el conocimiento de la inocencia de vida de esta
alma.
Antes de comenzar a contar a V. Excia. Rvma. lo que recuerdo
del nuevo periodo de la vida de Jacinta, debo decir que hay algunas
cosas, en las manifestaciones de Nuestra Señora, que habíamos
convenido no decirlas; y tal vez ahora me vea obligada a decir
algo de ello, para aclarar dónde fue Jacinta a beber tanto amor a
Jesús, al sufrimiento y a los pecadores, por la salvación de los
cuales tanto se santificó.
- Excia. Rvma. sabe bien que fue ella, quien no pudiendo contener
para sí tanta alegría, quebrantó nuestro contrato de no decir
nada a nadie. Cuando, aquella misma tarde, embebidos por la sorpresa,
permanecíamos pensativos, Jacinta de vez en cuando exclamaba
con entusiasmo:
– ¡Ay qué Señora tan bonita!
– Estoy viendo – le dije – que lo vas a decir a alguien.
– No lo diré, no; estáte tranquila.
Al día siguiente cuando su hermano corrió a darme la noticia
de que la noche anterior lo había dicho en casa, ella escuchó la
acusación en silencio.
–¿Ves cómo yo sabía que lo ibas a decir? – le dije.
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– Yo tenía dentro de mí una cosa que no me dejaba estar callada
– respondió con lágrimas en los ojos.
– Bueno, ahora no llores, y en lo sucesivo no digas a nadie
nada de lo que esa Señora nos dijo.
– Yo ya lo he dicho.
– ¿Qué dijiste?
– Dije que esa Señora prometió que nos llevaría al Cielo.
– ¿Y enseguida fuiste a contar eso?
– Perdóname; ya no diré nada a nadie.
- Meditación sobre el infierno
Cuando llegamos ese día con nuestras ovejas al lugar escogido
para pastar, Jacinta se sentó pensativa en una piedra.
– Jacinta ven a jugar.
– Hoy no quiero jugar.
– ¿Por qué no quieres jugar?
– Porque estoy pensando que aquella Señora nos dijo que
rezásemos el Rosario e hiciésemos sacrificios por la conversión
de los pecadores. Ahora cuando recemos el Rosario, tenemos que
rezar las Avemarías y el Padrenuestro entero. ¿Y qué sacrificios
podemos hacer?
Francisco penso enseguida en un sacrificio:
– Vamos a darle nuestra comida a las ovejas y así haremos el
sacrificio de no comer.
En poco tiempo, habíamos repartido nuestro zurrón entre el
rebaño. Y así pasamos un día de ayuno más riguroso que el de los
más austeros cartujos. Jacinta seguía pensativa, sentada en su
piedra, y preguntó:
– Aquella Señora también dijo que iban muchas almas al infierno.
¿Pero qué es el infierno?
– Es una cueva de bichos y una hoguera muy grande (así me
lo explicaba mi madre), y allá van los que hacen pecados y no se
confiesan; y permanecen allí siempre ardiendo.
– Y ¿nunca más salen de allí?
– No.
– ¿Ni después de muchos, muchos años?
– No, el infierno nunca se termina.
– Y ¿el Cielo tampoco acaba?
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– Quien va al Cielo nunca más sale de allí.
– Y ¿el que va al infierno tampoco?
– ¿No ves que son eternos; que nunca se acaban?
Hicimos por primera vez en aquella ocasión, la meditación del
infierno y de la eternidad. Tanto impresionó a Jacinta la eternidad,
que, a veces, jugando preguntaba:
– Pero, oye, ¿después de muchos, muchos años, el infierno
no se acaba?
Y, otras veces:
– ¿Y los que allí están, en el infierno ardiendo, nunca se mueren?
¿Y no se convierten en ceniza? ¿Y si la gente reza mucho por
los pecadores, el Señor los libra de ir allí? ¿Y con los sacrificios
también? ¡Pobrecitos! Tenemos que rezar y hacer muchos sacrificios
por ellos.
Después añadía:
– ¡Qué buena es aquella Señora! ¡Y nos prometió llevarnos
al Cielo!
- Amor a los pecadores
Jacinta, tomó tan a pecho el sacrificio por la conversión de los
pecadores que no dejaba escapar ninguna ocasión. Había allí unos
niños, hijos de dos familias de Moita (13), que pedían de puerta en
puerta. Los encontramos un día que íbamos con las ovejas. Jacinta,
cuando los vio, nos dijo:
– ¿Damos nuestra merienda a aquellos pobrecitos por la conversión
de los pecadores?
Y corrió a llevársela. Por la tarde me dijo que tenía hambre.
Había algunas encinas y robles. Las bellotas estaban todavía bastante
verdes, sin embargo le dije que podíamos comer de ellas.
Francisco subió a la encina para llenarse los bolsillos, pero a Jacinta
le pareció mejor comer bellotas amargas de los robles para hacer
mejor los sacrificios. Y así, saboreamos aquella tarde aquel delicioso
manjar. Jacinta, tomó esto por uno de sus sacrificios habituales;
cogía las bellotas amargas o las aceitunas de los olivos.
Le dije un día:
– Jacinta, no comas eso, que amarga mucho.
(13) Pequeña población, al norte de la Cova de Iría, de la feligresía de Fátima.
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– Las como porque son amargas, para convertir a los pecadores.
No fueron solamente éstos nuestros ayunos; acordamos dar a
los niños nuestra comida, siempre que los encontrásemos y las
pobres criaturas, contentas con nuestra generosidad, procuraban
encontrarnos esperándonos en el camino. En cuanto los veíamos,
corría Jacinta a llevarles toda nuestra comida de ese día, con tanta
satisfacción como si no nos hiciese falta.
Nuestro sustento era entonces: piñones, raíces de campánulas
(es una florecita amarilla que tiene en la raíz una bolita del
tamaño de una aceituna), moras, hongos y unas cosas que cogíamos
de las raíces de los pinos, que no recuerdo como se llamaban,
y también fruta, si es que la había ya en las propiedades de
nuestros padres.
Jacinta parecía insaciable practicando sacrificios. Un día, uno
de nuestros vecinos ofreció a mi madre un campo donde apacentar
nuestro rebaño; pero estaba bastante lejos y nos encontrábamos
en pleno verano. Mi madre aceptó el ofrecimiento hecho con tanta
generosidad y nos mandó allá. Como estaba cerca una laguna
donde el ganado podía ir a beber, me dijo que era mejor pasar allí
la siesta, a la sombra de los árboles. Por el camino encontramos a
nuestros queridos pobrecitos, y Jacinta corrió a llevarles nuestra
merienda. El día era hermoso, pero el sol muy ardiente; y en aquel
erial lleno de piedras, árido y seco parecía querer abrasarlo todo.
La sed se hacía sentir y no había una gota de agua para beber; al
principio, ofrecíamos este sacrificio con generosidad, por la conversión
de los pecadores; pero pasada la hora del mediodía, no se
resistía más.
Propuse entonces a mis compañeros ir a un lugar cercano a
pedir un poco de agua. Aceptaron la propuesta y fui a llamar a la
puerta de una viejecita, que al darme una jarra con agua me dio
también un trocito de pan que acepté agradecida y corrí para repartirlo
con mis compañeros. Di la jarra a Francisco y le dije que
bebiese:
– No quiero – respondió.
– ¿Por qué?
– Quiero sufrir por la conversión de los pecadores.
– Bebe tú, Jacinta.
– ¡También quiero ofrecer el sacrificio por los pecadores!
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Derramé entonces el agua de la jarra en una losa, para que la
bebiesen las ovejas, y después fui a llevarle la jarra a su dueña. El
calor se volvía cada vez más intenso, las cigarras y los grillos unían
sus cantos a los de las ranas de una laguna cercana, y formaban
un griterío insoportable. Jacinta, debilitada por la flaqueza y por la
sed, me dijo con aquella simplicidad que le era natural:
– Diles a los grillos y a las ranas que se callen; ¡me duele tanto
la cabeza!
Entonces Francisco le preguntó:
– ¿No quieres sufrir esto por los pecadores?
– Sí, quiero; déjalos cantar – respondió la pobre criatura apretando
la cabeza entre las manos.
- Resistencia de la familia
Entre tanto, la noticia del acontecimiento se había extendido.
Mi madre empezaba a afligirse y quería a toda costa que yo dijera
que era mentira lo que había dicho. Un día, antes de salir con el
rebaño, quiso obligarme a decir que había mentido, no escatimó
para ello, ni el cariño, ni las amenazas, ni la escoba. No consiguiendo
obtener otra cosa que mi silencio, o la confirmación de lo
que yo había dicho, me mandó abrir el rebaño, diciéndome que
pensase bien durante el día que, si nunca había consentido una
mentira a sus hijos, mucho menos iba a consentir ahora una de
aquella especie; que, por la noche, me obligaría ir a ver a aquellas
personas que había engañado para confesar que había mentido y
pedir perdón.
Me fui con mis ovejas; mis compañeros en ese día ya me esperaban.
Al verme llorar, acudieron a preguntarme la causa. Les
contesté lo que me había pasado y añadí:
– Ahora, decidme lo que voy a hacer; mi madre quiere que
diga que he mentido. Y ¿cómo voy a decirlo?
Entonces, Francisco le dijo a Jacinta:
– ¿Ves? Tú eres quien tiene la culpa. ¿Para qué lo dijiste?
La pobre niña, se puso de rodillas, con las manos juntas pidiéndonos
perdón.
– Hice mal –decía llorando– pero nunca diré ya nada a nadie.
Ahora preguntará V. Excia. que quién le enseñó a hacer este
acto de humildad. No lo sé. Tal vez el hecho de haber visto a sus
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hermanos pedir perdón a sus padres la víspera de la comunión; o
porque fue a Jacinta, según me parece, a la que la Santísima Virgen
comunicó mayor abundancia de gracias y conocimiento de
Dios y de las virtudes. Cuando algún tiempo después, el señor
Prior (14) nos mandó llamar para interrogarnos, Jacinta bajó la cabeza
y con dificultad consiguió su reverencia obtener de ella dos o
tres palabras.
Cuando nos marchamos después, le pregunté:
– ¿Por qué no querías responder al señor Prior?
– Porque te prometí que no diría nada a nadie.
Un día preguntó:
– ¿Por qué no podemos decir que aquella Señora nos dijo que
hiciésemos sacrificios por los pecadores?
– Para que no nos pregunten qué sacrificios hacemos.
Mi madre se afligía cada vez más con la marcha de los acontecimientos.
Por lo que se esforzaba más aún en obligarme a decir
que había mentido. Un día se levantó por la mañana y me dijo que
iba a llevarme a casa del señor Prior:
– Cuando lleguemos, ponte de rodillas, le dices que has mentido
y pides perdón.
Al pasar por casa de mi tía, mi madre entró unos minutos. Aproveché
esta ocasión para contar a Jacinta lo que ocurría. Al verme
afligida, dejó caer algunas lágrimas y me dijo:
– Me voy a levantar y voy a llamar a Francisco; iremos a tu
pozo a rezar. Cuando vuelvas, ve allá enseguida.
A la vuelta, corrí al pozo y allí estaban los dos rezando. Cuando
me vieron, Jacinta corrió a abrazarme preguntándome qué había
pasado. Se lo conté. Después, me dijo:
– ¿Ves? No debemos tener miedo de nada. Aquella Señora
nos ayuda siempre. Es nuestra amiga.
Desde que Nuestra Señora nos enseñara a ofrecer a Jesús
nuestros sacrificios, siempre que pensábamos hacer algunos, o
que teníamos que sufrir alguna prueba, Jacinta preguntaba:
– ¿Le has dicho ya a Jesús que es por su amor?
Si le decía que no…
– Entonces lo diré yo.
(
.
50
Y, juntando las manos y levantado los ojos al cielo, decía:
–
¡Oh Jesús! es por tu amor y por la conversión de los pecadores.
- Amor al Santo Padre
Fueron a interrogarnos dos sacerdotes, que nos recomendaron
que rezásemos por el Santo Padre.
Jacinta preguntó que quién era el Santo Padre; y los buenos
sacerdotes nos explicaron quién era y cómo necesitaba mucho de
oraciones.
En Jacinta arraigó tanto el amor al Santo Padre, que siempre
que ofrecía un sacrificio a Jesús, añadía: “Y por el Santo Padre”. Al
final del Rosario, rezaba siempre tres avemarías por el Santo Padre;
y algunas veces decía:
– ¡Quién me diera ver al Santo Padre! ¡Viene aquí tanta gente
y el Santo Padre no viene nunca! (15).
En su inocencia de niña, creía que el Santo Padre podía hacer
este viaje como las otras personas.
Un día, mi padre y mi tío (16) fueron avisados para que nos
llevasen al día siguiente a la Administración del Concejo (17). Mi tío
dijo que no llevaba a sus hijos, porque, decía:
– No tengo por qué llevar a un tribunal a dos criaturas que no
son responsables de sus actos; además ellos no aguantan a pie el
camino hasta Vila Nova de Ourém. Voy a ver lo que ellos quieren.
Mi padre pensaba de otra manera:
– A la mía, la llevo: que se las arregle con ellos; que yo de
estas cosas no entiendo nada.
Aprovecharon entonces la ocasión para meternos todo el miedo
posible. Al día siguiente, al pasar por casa de mi tío, mi padre le
esperó un momento. Corrí a la cama de Jacinta a decirle adiós. En
la duda de no volver a vernos, la abracé y la pobre niña me dijo
llorando:
(
– Si ellos te matan, les dices que Francisco y yo somos también
como tú, y que queremos morir contigo. Y yo voy ahora con
Francisco al pozo a rezar mucho por ti.
Cuando por la noche volví, corrí al pozo; y allí estaban los dos
de rodillas echados sobre el brocal, con la cabecita entre las manos,
llorando. Cuando me vieron, quedaron sorprendidos:
– ¿Tú, estás aquí? Vino tu hermana a buscar agua y nos dijo
que ya te habían matado. ¡Hemos rezado y llorado tanto por ti…!
- En la prisión de Ourém
Cuando, pasado algún tiempo estuvimos presos, a Jacinta lo
que más le costaba era el abandono de los padres; y decía
corriéndole las lágrimas por las mejillas:
– Ni tus padres ni los míos vienen a vernos; ¡no les importamos
nada!
– No llores –le dice Francisco–; ofrezcámoslo a Jesús por los
pecadores.
Y levantando los ojos y las manos al cielo hizo él el ofrecimiento.
– ¡Oh mi Jesús, es por tu amor y por la conversión de los
pecadores!
Jacinta añadió:
– Y también por el Santo Padre y en reparación de los pecados
cometidos contra el Inmaculado Corazón de María.
Cuando después de habernos separado, volvieron a juntarnos
en una sala de la cárcel, diciendo que dentro de poco nos iban a
buscar para freírnos, Jacinta se acercó a una ventana que daba a
la feria de ganado. Pensé al principio que estaría distrayéndose;
pero enseguida vi que lloraba. Fui a buscarla y le pregunté por qué
lloraba; respondió:
– Porque vamos a morir sin volver a ver a nuestros padres, ni
a nuestras madres. Y, con lágrimas, decía:
– Al menos yo quería ver a mi madre.
– Entonces, ¿tú no quieres ofrecer este sacrificio por la conversión
de los pecadores?
– Quiero, quiero.
Y con las lágrimas bañándole la cara, las manos y los ojos
levantados al cielo, hizo el ofrecimiento:
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–¡Oh mi Jesús! Es por tu amor, por la conversión de los pecadores,
por el Santo Padre y en reparación de los pecados cometidos
contra el Inmaculado Corazón de María.
Los presos que presenciaban esta escena querían consolarnos.
– Pero –decían– todo lo que tenéis que hacer es decir al señor
Administrador ese secreto. ¿Qué os importa que esa Señora no
quiera?
– Eso, nunca –respondió Jacinta con viveza– ; prefiero morir.
- El Rosario en la prisión.
Determinamos entonces rezar nuestro Rosario. Jacinta sacó
una medalla que llevaba al cuello, y pidió a un preso que la colgara
de un clavo que había en la pared y, de rodillas delante de la medalla,
comenzamos a rezar. Los presos rezaban con nosotros, si es
que sabían rezar; al menos, se pusieron de rodillas.
Terminado el Rosario, Jacinta volvió a la ventana a llorar.
Jacinta, ¿entonces, tú no quieres ofrecer este sacrificio al Señor?
– le pregunté.
– Quiero, pero me acuerdo mucho de mi madre y lloro sin
querer.
Como la Santísima Virgen nos había dicho también que ofreciésemos
nuestras oraciones y sacrificios en reparación de los
pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María, quisimos
combinarnos escogiendo cada uno una intención. Uno lo ofreció
por los pecadores, otro por el Santo Padre, y otro en reparación
de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María.
Puestos de acuerdo, pregunté a Jacinta cuál era la intención por la
que lo ofrecía ella:
– Yo lo ofrezco por todas, porque todas me agradan mucho.
- Su afición por el baile
Entre los presos, había uno que sabía tocar el acordeón; y,
para distraernos un poco, comenzaron a tocar y cantar. Nos preguntaron
si sabíamos bailar; dijimos que sabíamos el «fandango»
y la «vira».
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Jacinta, fue entonces la compañera de un pobre ladrón, que,
viéndola tan pequeña, terminó bailando con ella en los brazos. ¡Ojalá
Nuestra Señora haya tenido compansión de su alma y lo haya convertido!
Ahora dirá V. Excia.
– ¡Qué bellas disposiciones para el martirio!
Es verdad; pero éramos niños y apenas pensábamos; Jacinta
tenía para el baile una inclinación especial y mucho arte. Me acuerdo
que un día lloraba por uno de sus hermanos que estaba en la
guerra y creía muerto. Para distraerla empecé a bailar con dos de
sus hermanos; y la pobre criatura comenzó a bailar y al mismo
tiempo a limpiarse las lágrimas que le corrían por la cara.
Sin embargo, a pesar de esta inclinación que tenía por el baile, –
a veces le bastaba oír cualquier instrumento que tocaban los otros
pastores, para ponerse a bailar aunque fuera sola– cuando se
aproximó el día de S. Juan o el carnaval, ella misma nos dijo:
– Yo, ahora ya no bailo más.
– ¿Por qué?
– Porque quiero ofrecer este sacrificio al Señor.
Y como éramos los cabecillas de los bailes de los niños,
finalizaron los bailes que se acostumbraban a hacer en estas
ocasiones.