Flora Cantábrica

Matias Mayor

Democracia, poder y soberanía en la Europa de hoy


 

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Democracia, poder y soberanía en la Europa de hoy

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Trasnational Insitute

 

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Estado del poder 2016
18 January 2016
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En 2015, Yanis Varoufakis, exministro griego de Finanzas, se enfrentó a las poderosas instituciones europeas. En esta entrevista comparte sus experiencias y habla sobre las amenazas que se ciernen sobre Europa hoy en día, así como posibles formas para democratizarla.

 
 
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Yanis Varoufakis entrevistado por Nick Buxton en diciembre de 2015

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¿Cuáles considera que son las principales amenazas a la democracia hoy en día?

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La amenaza a la democracia siempre se ha encontrado en el desdén que siente por ella el establishment. La democracia, por su propia naturaleza, es muy frágil y la antipatía que le profesa el establishment siempre es muy marcada; por eso este siempre ha intentado anularla.

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Esta historia se remonta a la antigua Atenas, cuando el desafío de establecer una democracia era enorme. La idea de que los pobres libres, que eran la gran mayoría, podían asumir el control del gobierno siempre fue disputada. Platón escribió La República como un tratado contra la democracia, abogando por un gobierno de expertos.

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En la misma línea, en el caso de la democracia estadounidense, si lees El Federalista y a Alexander Hamilton, te darás cuenta de que se trataba de un intento por contener la democracia, no por impulsarla. La idea detrás de una democracia representativa era que los mercaderes representaran al resto, ya que se consideraba que la plebe no estaba a la altura de poder decidir importantes asuntos de Estado. Hay infinidad de ejemplos. Mira lo que le sucedió al Gobierno de Mosaddeq en el Irán de la década de 1950 o al Gobierno de Allende en Chile. Siempre que las urnas dan unos resultados que no gustan al establishment, el proceso democrático se ve invalidado o amenazado con ello

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Si lo que me pregunta es quiénes son y siempre han sido los enemigos de la democracia, la respuesta es que los que tienen poder económico.

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Parece que este año la democracia está siendo especial blanco de ataques por parte de ese poder tan establecido. ¿Comparte esta impresión?

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Este año es especial en este sentido, ya que tuvimos la experiencia de las elecciones en Grecia, en que la mayor parte de los griegos decidió apoyar un partido contrario al establishment, Syriza, que llegó a la presidencia plantándole cara al poder y cuestionando el orden establecido en Europa.

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Cuando la democracia produce lo que el establishment desea oír, esta no es un problema. Pero cuando genera fuerzas y demandas en contra del establishment, ahí es cuando la democracia se convierte en una amenaza. Fuimos elegidos para hacer frente a la Troika de los acreedores y fue entonces cuando la Troika dejó muy claro que no se puede permitir que la democracia cambie nada.

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De su experiencia como ministro de Finanzas griego, ¿qué aprendió sobre el carácter de la democracia y el poder? ¿Qué cosas le sorprendieron especialmente?

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Asumí el cargo sabiendo lo que podía esperar. No me hacía ilusiones. Siempre supe que las instituciones de la Unión Europea en Bruselas, el Banco Central Europeo y todos los demás se crearon, de forma deliberada, como zonas al margen de la democracia. No era que un déficit democrático estuviera ganando terreno en la UE; desde la década de 1950, la UE se estableció fundamentalmente como un cártel de la industria pesada, y más tarde atrajo a los agricultores, especialmente a los franceses. Y su administración era la de un cártel; nunca se concibió como el principio de una república o de una democracia donde seamos ‘nosotros, los pueblos de Europa’, los que llevemos la batuta.

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En cuanto a su pregunta, me sorprendieron un par de cosas. La primera fue el descaro con el que se me hizo saber que la democracia era algo irrelevante. Ya en la primera reunión del Eurogrupo a la que asistí, cuando intenté plantear un argumento que creí que nadie podría rebatir —que estaba allí representando a un Gobierno recién elegido cuyo mandato se debía respetar en cierta medida y que debía contribuir al debate sobre qué políticas económicas se deberían aplicar a Grecia— me quedé de piedra al oír al ministro de Finanzas alemán decirme, literalmente, que no se puede permitir que unas elecciones modifiquen la política económica. En otras palabras: que la democracia está muy bien siempre que no amenace con cambiar algo. Aunque esperaba que ese fuera el tono general, no estaba preparado para escucharlo tan descaradamente.

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La segunda cosa para la que diría que estaba menos preparado fue, parafraseando la famosa expresión de ‘la banalidad del mal’ acuñada por Hannah Arendt, la banalidad de la burocracia. Esperaba que los burócratas de Bruselas despreciaran la democracia, pero suponía que se mostrarían afables y que demostrarían estar técnicamente cualificados. En lugar de ello, me sorprendió comprobar lo banales que eran y, desde un punto de vista tecnocrático, lo mediocres que eran.

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Así pues, ¿cómo actúa el poder en la Unión Europea?

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Lo más importante que uno puede destacar sobre la UE es que todo el operativo en Bruselas se basa en un proceso de despolitización de la política, de tomar lo que son, fundamental e irrevocablemente, decisiones políticas y arrojarlas al ámbito de una tecnocracia que se rige por reglas y por un enfoque matemático. Esta es la pretensión de que las decisiones sobre las economías europeas son simples problemas técnicos que necesitan soluciones técnicas, y que dependen de unos burócratas que siguen unas reglas preestablecidas, como si fuera una fórmula matemática.

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Así que cuando intentas politizar el proceso, acabas con una forma de hacer política especialmente tóxica. Por ponerle solo un ejemplo: en el Eurogrupo, estábamos discutiendo la política económica con respecto a Grecia. El programa que heredé como ministro de Finanzas fijaba el objetivo de alcanzar un superávit presupuestario primario del 4,5% del PIB, un porcentaje que a mí me parecía escandalosamente alto. Y lo que hice fue poner en tela de juicio ese objetivo, basándome en argumentos teóricos macroeconómicos y puramente técnicos.

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En seguida me preguntaron cuál creía yo que debía ser el superávit primario. E intenté dar una respuesta sincera, diciendo que era algo que se debía estudiar a la luz de tres factores y cifras clave: la inversión en relación con el ahorro, el calendario de los pagos de la deuda y el déficit o superávit por cuenta corriente. Intenté explicar que, si queríamos hacer que el programa griego funcionara después de cinco años de estrepitoso fracaso, que había llevado a la pérdida de casi un tercio de la renta nacional, debíamos analizar estas variables en su conjunto.

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Pero me dijeron que las reglas dicen que solo debíamos tener en cuenta un número. Y yo contesté: ‘¿Y entonces, qué hacemos?’. Si tenemos una regla que no funciona, deberíamos cambiarla. La respuesta fue: ‘¡Una regla es una regla!’. A lo que repliqué diciendo: ‘Sí, esta es la regla, ¿pero por qué tiene que seguir siéndolo?’. Llegados a ese punto, recibí una respuesta tautológica: ‘Porque es la regla’. Esto es lo que pasa cuando te apartas de un proceso político y abrazas un proceso basado en reglas: acabamos con un proceso de despolitización que conduce a una forma tóxica de hacer política y a un mal planteamiento económico.

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Otro ejemplo que podría darle es cuando, en cierto momento, estábamos discutiendo el programa griego y debatiendo la redacción de un comunicado que debía salir de esa reunión del Eurogrupo. Yo dije, de acuerdo, hablemos de la estabilidad financiera, de la sostenibilidad fiscal —de todas las cosas que la Troika y otros querían decir—, pero hablemos también de la crisis humanitaria y del hecho de que estamos lidiando con problemas como una situación generalizada de hambre. La respuesta que recibí es que eso sería ‘demasiado político’. Que no podíamos incluir unos ‘términos tan políticos’ en el comunicado. Así que los datos sobre la estabilidad financiera y el superávit presupuestario estaban bien, pero los datos sobre el hambre y el número de hogares sin acceso a electricidad y calefacción en invierno no lo estaban, ya que eran ‘demasiado políticos’.

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¿Pero todo este intento de despolitización no es profundamente político al fin y al cabo? No debemos olvidar que el neoliberalismo es un proceso político.

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Pero ellos no lo ven así. Se han convencido de que ciertas reglas pertenecen a variables y ecuaciones naturales, y que todo lo demás no es importante ni pertinente. Así es como lo conciben.

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¿La democracia en Europa siempre estuvo destinada al fracaso o se han desarrollado procesos o iniciativas concretos que la han socavado, como el Tratado de Maastricht?

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Lo que le voy a explicar ahora es más o menos el tema de mi libro, que se publicará en inglés en abril y cuyo título se podría traducir como ¿Y los pobres sufren lo que deben? La crisis de Europa, el futuro económico de Estados Unidos. El título está tomado del antiguo escritor griego Tucídides y el debate que relata entre los generales atenienses y los melianos derrotados, a los que los generales acabaron aplastando.

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Lo que quiero decir es lo siguiente. A diferencia del Estado estadounidense, alemán o británico, que surgieron de siglos de evolución, durante los que el Estado fue desarrollándose como un instrumento funcional para resolver diferentes tipos de conflictos sociales, la UE no siguió esa misma trayectoria. Pensemos, por ejemplo, en el Estado británico. La Revolución Gloriosa de 1688 perseguía imponer restricciones al poder de la monarquía como consecuencia de unas serie de enfrentamientos entre los barones y el rey. Las reformas posteriores fueron fruto de conflictos entre los aristócratas y los mercaderes, y después, entre los comerciantes y la clase trabajadora. Así es como se desarrolla un Estado normal y así fue como se materializaron las democracias liberales.

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Pero la UE no ha seguido una trayectoria parecida. Su creación, como comentaba antes, tuvo lugar en 1950 en tanto que Comunidad Europea del Carbón y del Acero, que era básicamente un cártel como la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo). Y Bruselas se estableció como administradora de ese cártel. Por lo que fue algo muy distinto de un Estado. No se trataba de apaciguar los enfrentamientos entre clases y grupos sociales. La razón de ser de un cártel es estabilizar los precios y limitar la competencia entre sus miembros.

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En un principio, el reto de Bruselas consistía en estabilizar el precio del carbón y del acero, y después del resto de materias primas y bienes, en un cártel que abarcaba varios regímenes monetarios y, por lo tanto, seis tipos de cambio distintos. Sin unos tipos de cambio estables entre las divisas de esta unión, habría resultado imposible estabilizar los precios del cártel europeo entre sus seis miembros originales. Mientras funcionó el sistema de Bretton Woods (que vinculaba los tipos de cambio al dólar, cuyo valor estaba fijado en 35 dólares por onza de oro), mantener las divisas europeas alineadas entre sí era algo automático. Pero cuando el secretario del Tesoro estadounidense, John Connally, y otros actores hicieron volar por los aires este sistema en 1971, los tipos de interés de distintos países europeos se desequilibraron. El marco alemán empezó a subir, la lira italiana empezó a bajar y el franco francés empezó a hacer todo lo posible para evitar seguir el camino de la lira. Esto dio lugar a grandes fuerzas que podían generar el desmembramiento de la UE. Bruselas ya no podía estabilizar su cártel. Y de ahí es de donde surgió la necesidad de crear una moneda común.

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Desde principios de la década de 1970, en Europa se habían producido varios intentos, aunque infructuosos, de sustituir el tipo de cambio fijo, que hasta entonces controlaban los estadounidenses, con un sistema europeo. El primero fue el mecanismo conocido como ‘Serpiente Monetaria Europea’ en 1972; en la década de 1990, por supuesto, tuvimos el Mecanismo Europeo de Cambio y después, finalmente, de 1992 a 1993, se introdujo el euro con el Tratado de Maastricht, que vinculaba monetariamente a varios Estados europeos bajo una sola divisa, una moneda única.

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Pero en el momento en que dieron ese paso (sin contar con forma alguna de gestionar políticamente esta zona monetaria), de repente el proceso de despolitización de la política (que siempre fue una parte integrante de la Unión Europea) cobró una tremenda fuerza y empezó a destruir la soberanía política.

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Una de las pocas personas que entendió esto muy bien no era de la izquierda, sino de la derecha. Me refiero a Margaret Thatcher, que lideró la oposición a la moneda única y que, de hecho, expuso sus peligros muy claramente. Yo era contrario a Thatcher en todo lo demás, pero sobre este tema tenía razón. Thatcher decía que la persona que controla el dinero, la política monetaria y los tipos de interés, controla la dinámica política de la economía social. El dinero es político y solo puede ser político, y cualquier intento por despolitizarlo y entregárselo a un puñado de burócratas de Frankfurt (donde se encuentra la sede del Banco Central Europeo) a los que nadie ha elegido y que no deben rendir cuentas constituye, de hecho, un acto de abdicación de la democracia.

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¿Por qué Thatcher fue la única voz que se opuso a la iniciativa, teniendo en cuenta que esta protegía los intereses neoliberales de los que tan acérrima defensora era ella misma?

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Thatcher era una conservadora, una tory. Aunque era una pionera del neoliberalismo, también creía en la soberanía y el control del Parlamento sobre el proceso político. Para ella, el neoliberalismo era un proceso político en el que creía, pero no por eso dejaba de ser importante que el Parlamento británico pudiera controlar la dinámica política del neoliberalismo. La eurozona no tenía ni tiene un Parlamento. El Parlamento Europeo es un chiste cruel, ya que no existe como un verdadero Parlamento. Es, en el mejor de los casos, un simulacro de Parlamento, no un Parlamento real. Así que para una tory británica, para la que la legitimidad de la democracia emana de la legitimidad del poder soberano, del Parlamento, el euro se dibujaba como una zona monetaria predestinada al más absoluto fracaso.

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Curiosamente, uno de mis mayores defensores mientras fui ministro de Finanzas de Grecia fue un exministro de Thatcher y en su día ministro de Hacienda tory, Norman Lamont. Incluso nos hemos hecho amigos. Lo que tenemos en común es un compromiso con la democracia. Tenemos opiniones muy distintas sobre qué tipo de políticas se deberían aplicar en el marco del sistema de gobierno, pero estaba indignado por la forma en que unos funcionarios no elegidos han gestionado las políticas monetarias y fiscales de Grecia, y han arrasado por completo con su economía.

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Entonces, teniendo en cuenta que el Reino Unido se mantuvo al margen del euro, ¿no se ve afectado por las políticas de la eurozona?

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Bueno, como sabemos, Gran Bretaña está viviendo las primeras etapas de una campaña para un referendo sobre la pertenencia a la UE. Se trata de un debate muy emotivo. Estoy convencido de que para los británicos fue maravilloso quedarse fuera del euro, un verdadero golpe de suerte. Pero dicho esto, su economía está totalmente determinada por la prisión de la eurozona, así que la idea de que pueden escapar de su influencia votando a favor de abandonar la UE es demasiado optimista. No pueden irse.

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Ahora bien, los conservadores británicos que están abogando por salir de la UE arguyen que no necesitan a la Unión Europea; que pueden gozar del Mercado Común sin someterse a las restricciones que impone Bruselas. Pero este es un argumento muy discutible, ya que el Mercado Común no se puede imaginar sin una protección común para los trabajadores, formas comunes de evitar la explotación de la mano de obra o normas comunes para el medio ambiente y la industria. Así que la idea de que puedes gozar de un Mercado Común sin una unión política choca con la realidad política de que la única forma de garantizar un libre comercio hoy en día es contar con una legislación común en materia de patentes, estándares industriales, normas para la competencia, etcétera. ¿Y cómo puedes tener esta legislación a no ser que esté controlada por algún tipo de institución o proceso democrático que sea aplicable en todas las jurisdicciones? Así que si rechazas la posibilidad de que exista una Unión Europea democratizada, también rechazas la posibilidad de un Parlamento británico soberano y acabas con tratados comerciales espantosos, como el TTIP (Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión).

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Así pues, ¿dónde se halla el poder en Europa?

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Esta es una pregunta interesante. A primera vista, las únicas personas poderosas en Europa son Mario Draghi, jefe del Banco Central Europeo, y Angela Merkel, la canciller alemana. Pero dicho esto, ni siquiera ellos son tan poderosos. He visto a Mario Draghi sumamente frustrado en reuniones del Eurogrupo, por lo que se estaba diciendo, por su propia impotencia, por tener que hacer cosas que opinaba que eran terribles para Europa. Al mismo tiempo, es evidente que Angela Merkel se siente limitada por las demandas de su propio Parlamento, su propio partido, y por la necesidad de mantener una especie de convivencia con los franceses con la que no está de acuerdo.

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Así que la respuesta a su pregunta es que hemos conseguido crear un monstruo en Europa, donde la eurozona es sumamente poderosa como entidad pero donde nadie está al mando. Las instituciones y normas que se han establecido para mantener el equilibrio político que desplegó todo el proyecto del euro menoscaba prácticamente a cualquier actor que tenga algo que ver con la legitimidad democrática.

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¿Pero este proceso no ha otorgado un enorme poder a los mercados financieros?

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Los mercados financieros no tienen más poder en Europa que en los Estados Unidos o en cualquier otro lugar.

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Volvamos a 2008. Ese año, tras años de despilfarro del sector financiero y la creación de un crédito criminal por su parte, las instituciones financieras implosionaron y los capitanes de las finanzas se dirigieron a los Gobiernos y les pidieron: ‘Salvadnos’. Y eso es lo que hicimos, traspasando un enorme valor de los contribuyentes a los bancos. Esto sucedió en los Estados Unidos y en Europa; ahí no hubo ninguna diferencia sustantiva. El problema es que la arquitectura de la UE, y del euro en particular, era tan lamentable que este traspaso masivo de valor de los contribuyentes, y especialmente de los sectores más débiles de la sociedad, a los bancos, no fue suficiente para estabilizar el sistema financiero.

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Déjeme ponerle un ejemplo. Compare el estado de Nevada con Irlanda. Puede que su clima sea muy distinto, pero ambos territorios son de igual tamaño en términos de población y tienen economías parecidas. Ambas economías se basan en el sector inmobiliario, en el sector financiero y en atraer a grandes empresas con unos impuestos sobre sociedades muy bajos. Después de 2008, ambas economías entraron en una profunda recesión, que afectó fundamentalmente al sector inmobiliario y a la industria de la construcción, a promotores que quebraron cuando los precios de la vivienda se hundieron con el mercado de las hipotecas de alto riesgo y la consiguiente crisis del crédito.

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La diferencia está en la capacidad que tuvieron para responder. Imagine que las zonas del dólar en los Estados Unidos se hubieran construido de la misma forma que la eurozona. El estado de Nevada tendría que haber buscado el dinero necesario para rescatar a los bancos y, además, pagar el subsidio de desempleo a los trabajadores de la construcción en paro; y todo eso sin ayuda de la Reserva Federal. En otras palabras, Nevada tendría que haber pasado la gorra para poder tomar prestado del sector financiero. Como los inversores sabrían que el gobierno de Nevada no tiene un Banco Central como respaldo, o no concederían préstamos al estado o no lo harían con unos tipos de interés razonables. Así que Nevada quebraría, y también sus bancos, y la gente de Nevada perdería el subsidio de desempleo o los servicios de salud y educación. Imagine, entonces, que el estado acudiera al Banco Federal, con la gorra en la mano, y pidiera ayuda. Y suponga que la Reserva Federal le dijera que le garantizaría el rescate y le prestaría dinero con la condición de que recortara los salarios, las pensiones, los subsidios de desempleo y las pensiones un 20%. Eso permitiría al estado de Nevada cumplir con sus pagos en el corto plazo, pero la austeridad y la rebaja de las rentas y las pensiones reduciría los ingresos del estado hasta tal punto e incrementaría la deuda por los préstamos del rescate que Nevada habría tocado fondo. Si eso hubiera sucedido en Nevada, habría sucedido también en Missouri, en Arizona, desencadenando un efecto dominó en todos los Estados Unidos.

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Lo que quiero decir es lo siguiente. No existe ninguna diferencia en lo que se refiere a la importancia del sector financiero y su tiranía sobre la democracia en los Estados Unidos o en Europa; la diferencia estriba en que los Estados Unidos cuentan con unas instituciones consolidadas que están en mejor disposición de abordar crisis como estas y evitar que se acaben convirtiendo en una crisis humanitaria. Los estadounidenses aprendieron la lección en la década de 1930. El New Deal estableció instituciones que actúan como amortiguadores, mientras que en Europa hemos vuelto a donde estábamos en 1929. Estamos permitiendo que esta austeridad competitiva y los préstamos del rescate destruyan a un país tras otro, hasta que la Unión Europea se vuelva en su propia contra.

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¿Así que llegó el momento de promover la salida del euro? ¿La recuperación de la divisa nacional no ofrecería más posibilidades de alcanzar una transparencia democrática?

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Esa es, por supuesto, una lucha abierta que mantengo con mis camaradas en Grecia. Yo crecí en una economía capitalista periférica griega bastante aislada, con nuestra propia moneda, el dracma, y una economía con cuotas y aranceles que impedía la libre circulación de bienes y capitales. Y le puedo asegurar que era una Grecia bastante desoladora; nada más lejos de un paraíso socialista. Así que la idea de que debemos volver al Estado-nación para crear una sociedad mejor me resulta especialmente absurda y poco plausible.

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Eso sí, ojalá no hubiéramos creado el euro; ojalá hubiéramos mantenido nuestras monedas nacionales. Es cierto que el euro fue un desastre. Creó una unión monetaria que estaba destinada al fracaso y que acarreó unas penurias indecibles para los pueblos de Europa. Pero dicho esto, es distinto decir que no deberíamos haber creado el euro que decir que ahora deberíamos salir de él. Por eso que, en matemáticas, llamamos ‘histéresis’. Es decir: salir del euro no nos hará volver a donde estábamos antes de entrar en él ni a donde estaríamos de no haber entrado en él.

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Hay quien se refiere al ejemplo de Argentina, pero Grecia no se encontraba en la misma situación que Argentina en 2002. No tenemos una divisa que devaluar con respecto al euro. ¡Tenemos el euro! Salir del euro significaría crear una nueva divisa, lo cual llevaría aproximadamente un año, para después poder devaluarla. Eso sería como si Argentina hubiera anunciado la devaluación de su moneda con 12 meses de antelación. Y eso sería catastrófico, porque si avisaras a los inversores con tanto tiempo —o incluso a los ciudadanos de a pie—, lo liquidarían todo; sacarían el dinero anticipándose a la devaluación y en el país no quedaría absolutamente nada.

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Incluso si pudiéramos volver colectivamente a nuestras respectivas monedas nacionales en toda la zona euro, países como Alemania, cuya divisa fue suprimida como consecuencia del euro, verían cómo se dispara su tipo de cambio. Esto significaría que Alemania, que en estos momentos tiene una tasa de desempleo muy baja, pero un alto porcentaje de trabajadores pobres, vería cómo esos trabajadores pobres se convertirían en desempleados pobres. Y esto se repetiría en todos los países del noreste de Europa y de Europa Central, en los Países Bajos, Austria, Finlandia… en lo que yo llamo los ‘países con superávit’. Mientras tanto, en lugares como Italia, Portugal y España, y también en Francia, se produciría una caída muy drástica de la actividad económica (por la crisis en países como Alemania) y, al mismo tiempo, un gran aumento de la inflación (ya que las nuevas divisas en esos países se devaluarían de forma muy significativa, provocando un incremento en los precios de las importaciones, del petróleo, la energía y productos básicos).

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Así que, si volvemos al espíritu del Estado-nación, nos encontraremos con una línea de fractura en algún lugar no muy lejos del río Rin y los Alpes. Todo lo que quedara al este del Rin y al norte de los Alpes se convertiría en una economía deprimida y el resto de Europa se encontraría en una zona de estanflación, de altos niveles de desempleo y altos precios.

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Una Europa así podría incluso dar lugar a una gran guerra o, aunque no fuera una guerra real, a tantas dificultades que los países se volverían unos contra otros. En cualquiera de los dos casos, Europa, una vez más, hundiría la economía mundial. China quedaría devastada y la tibia recuperación estadounidense se esfumaría. Habríamos condenado a todo el mundo a, al menos, una generación perdida. Por este motivo, advierto a mis amigos que la izquierda nunca se beneficia. Siempre son los ultranacionalistas, los racistas, los fanáticos y los nazis los que se benefician.

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Entonces, ¿es posible democratizar el euro o la Unión Europea?

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Asumamos que son lo mismo. ¿Se puede democratizar Europa? Sí, creo que sí. ¿Y se democratizará realmente? Sospecho que no. Entonces, ¿qué sucederá? Si me pide mi pronóstico, soy muy pesimista. Creo que el proceso de democratización tiene muy pocas probabilidades de éxito. En cuyo caso tendremos una situación de desintegración y un futuro sombrío. Pero la diferencia cuando hablamos sobre la sociedad o sobre el tiempo es que al tiempo no le importan lo más mínimo nuestras previsiones, por lo que nos podemos permitir el lujo de sentarnos relajadamente y mirar al cielo y decir: ‘Creo que va a llover’. Porque lo que digamos no influirá en las probabilidades de lluvia. Pero creo que con los temas que atañen a la sociedad y a la política tenemos una obligación moral y política de ser optimistas y de preguntarnos: ‘Bien, de todas las opciones que están a nuestro alcance, ¿cuál tiene menos probabilidades de provocar una catástrofe?’. Para mí, ese es un intento de democratizar la Unión Europea. ¿Que si pienso que lo conseguiremos? No lo sé, pero si no confío en que podamos hacerlo, no me puedo levantar de la cama por la mañana y ponerme a trabajar.

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¿Es democratizar Europa una cuestión de reivindicar unos principios fundamentales o de desarrollar un nuevo concepto de soberanía?

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Son ambas cosas. No hay nada nuevo bajo el sol. El concepto de soberanía no cambia, pero la forma en que se aplica a zonas multiétnicas y con varias jurisdicciones como Europa se debe replantear. Existe un debate interesante que se está produciendo fundamentalmente en Gran Bretaña, ya que el resto de Europa no parece estar interesada. Resulta siempre frustrante intentar convencer a los franceses y a los alemanes de que existe una profunda diferencia entre una Europa de las Naciones y una Unión Europea. Los británicos lo entienden mejor, y sobre todo, los conservadores, aunque resulte irónico. Son seguidores de Edmund Burke, anticonstructivistas que creen que debe existir una correspondencia unívoca entre nación, parlamento y moneda: una nación, un parlamento, una moneda.

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Cuando les pregunto a mis amigos tory: ‘¿Y qué pasa con Escocia? ¿No son los escoceses una nación de buena fe? Y en ese caso, ¿no deberían tener su propio Estado y moneda?’, la respuesta que obtengo es algo así como: ‘Sí, claro, existe una nación escocesa, galesa e inglesa, y no una nación británica, pero contamos con una identidad común, forjada durante guerras de conquista, la participación en el Imperio, etcétera’. Si eso es así, y puede que lo sea, entonces se puede decir que diferentes nacionalidades se pueden agrupar en torno a una identidad común que se va transformando. Así es como me gustaría verlo. Nunca tendremos una nación europea, pero podemos tener una identidad europea que se corresponda con un pueblo europeo soberano. Así que mantenemos el anticuado concepto de soberanía pero lo vinculamos con una identidad europea en desarrollo, que después se vincula con la soberanía única y un Parlamento que mantiene mecanismos de control sobre el poder ejecutivo en el ámbito de Europa.

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En estos momentos, el Ecofin, el Eurogrupo y el Consejo Europeo están tomando decisiones importantes en nombre del pueblo europeo, pero estas entidades no deben responder ante ningún Parlamento. No basta con decir que los miembros de estas instituciones rinden cuentas ante su Parlamento nacional, ya que esos miembros, cuando vuelven a su país para comparecer ante su propio Parlamento, dicen: ‘No me miren a mí; yo no estuve de acuerdo con nada en Bruselas, pero no tenía poder para influir en las decisiones, por lo que no se me puede responsabilizar por la decisión del Eurogrupo o del Consejo o del Ecofin’. A no ser que los organismos institucionales puedan ser censurados o reprendidos en tanto que organismo por un Parlamento común, no tienes una democracia soberana. Así que ese debería ser el objetivo de Europa.

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Hay quien dirá que eso ralentizaría los procesos de toma de decisiones y la harían poco eficaz.

No, no creo que eso ralentizara la toma de decisiones; la potenciaría. En estos momentos, como no tenemos este tipo de mecanismos de rendición de cuentas, no se toma ninguna decisión hasta que resulta imposible no actuar. No hacen más que aplazar y aplazar las cosas, negando un problema durante años y, después, siempre apañando alguna solución de última hora. Es el sistema más ineficiente que uno pueda imaginar.

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Ahora mismo está participando en la presentación de un Movimiento por la Democracia en Europa. ¿Qué nos puede explicar sobre esta iniciativa?

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Uno de los aspectos positivos de la forma en que nuestro Gobierno fue aplastado el pasado verano es que millones de europeos tomaron conciencia de la manera en que se dirige Europa. La gente está muy muy enfadada; incluso gente que no estaba de acuerdo conmigo y con nosotros.

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Así que ahora estoy recorriendo Europa, visitando varios países, intentando sensibilizar sobre los desafíos comunes a los que nos enfrentamos y la toxicidad que se desprende de la falta de democracia. Ese fue el primer paso. El segundo paso ha consistido en elaborar un proyecto de manifiesto, ya que los manifiestos son importantes porque concentran el pensamiento y pueden convertirse en un punto de referencia para la gente que está enfadada y preocupada, y desea participar en un proceso de democratización de Europa.

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En las próximas semanas, organizaremos un evento importante en Berlín (9 de febrero), una ciudad escogida por evidentes motivos simbólicos, en que presentaremos el manifiesto e invitaremos a los europeos de los 28 Estados miembros a sumarse a nosotros en un movimiento que tiene una agenda muy simple: o democratizar Europa o eliminarla. Porque si permitimos que las actuales estructuras e instituciones burocráticas y antidemocráticas de Bruselas, Frankfurt y Luxemburgo sigan aplicando políticas en nuestro nombre, acabaremos en la situación de distopia que he comentado antes.

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Después del evento del 9 de febrero en Berlín, tenemos previstos una serie de eventos en toda Europa que brindarán a nuestro movimiento el impulso necesario. No somos una coalición de partidos políticos. La idea es que cualquiera pueda adherirse, independientemente de su afiliación a un partido político o a una ideología, porque la democracia puede ser el tema aglutinador. Incluso pueden sumarse mis amigos tory, o liberales que se dan cuenta de que la UE no solo no es bastante democrática, sino que es más bien antidemocrática y, por este motivo, incompetente desde el punto de vista económico.

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¿Cómo contemplamos nuestra intervención en la práctica? El modelo de hacer política en Europa se ha basado en partidos políticos de países concretos. Así que un partido político crece en un país determinado, tiene un programa que atrae a los ciudadanos de ese país y, después, cuando el partido se encuentra en el Gobierno, solo entonces (como algo secundario) intenta construir alianzas con partidos afines en Europa, en el Parlamento Europeo, en Bruselas, etcétera. En lo que a mí respecta, este modelo de hacer política está acabado. La soberanía de los Parlamentos se ha visto disuelta por la eurozona y el Eurogrupo; la capacidad de cumplir con el mandato recibido en el ámbito del Estado-nación ha sido erradicada y, por lo tanto, cualquier programa dirigido a los ciudadanos de un Estado miembro concreto se convierte en un puro ejercicio teórico. Ahora mismo, los mandatos electorales son, por naturaleza, imposibles de cumplir.

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Así que, en lugar de ir del nivel del Estado-nación al nivel europeo, pensamos que deberíamos ir en dirección contraria; que deberíamos construir un movimiento europeo transfronterizo, mantener una conversación en ese espacio para identificar políticas comunes, para abordar problemas comunes y, una vez tengamos un consenso sobre estrategias comunes a nivel europeo, ese consenso pueda encontrar expresión de ello en los niveles del Estado-nación, regionales y municipales. Así que le estamos dando la vuelta al proceso, empezando por el nivel europeo para intentar encontrar un consenso y, después, yendo hacia abajo. Esta será nuestra forma de funcionar.

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En cuanto al calendario, hemos dividido la próxima década en varios marcos temporales porque disponemos, como máximo, de una década para cambiar Europa. Si no lo conseguimos para 2025, no creo que haya una Unión Europea que salvar o incluso sobre la que hablar. Para aquellos que desean saber qué es lo que queremos ahora, la respuesta es: transparencia. Como mínimo, exigimos que las reuniones del Consejo de la UE, el Ecofin y el Eurogrupo se retransmitan en directo por la web, que las actas del Banco Central Europeo se hagan públicas, y que documentos relacionados con negociaciones comerciales como el TTIP se puedan consultar en línea. En el corto a medio plazo, abogaremos por la reestructuración de las instituciones existentes de la UE, dentro del marco de los tratados vigentes (por terribles que sean), con vistas a estabilizar las crisis que nos afectan en el ámbito de la deuda pública, la falta de inversión, la banca y la creciente pobreza. Por último, en el medio a largo plazo, instaremos a que los pueblos de Europa convoquen una Asamblea Constitucional, con facultades para decidir sobre una futura constitución democrática que reemplace todos los tratados europeos existentes.

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Parece que estamos viviendo una época llena de esperanza, pero también difícil. Estamos presenciando la creciente popularidad de partidos como Podemos en España, la izquierda en Portugal y Jeremy Corbyn en el Reino Unido, por citar algunos. Pero al mismo tiempo, tenemos la experiencia de Syriza, que fue aplastado por la Troika sin miramientos. ¿Qué espera de estas señales de rechazo popular a las políticas de austeridad teniendo en cuenta la experiencia de Syriza?

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Creo que el auge de estos partidos y movimientos contra la austeridad demuestra claramente que los pueblos de Europa, no solo en España y Grecia, están más que hartos de la antigua forma de hacer política, de las políticas basadas en el consenso que han reproducido la crisis y han abocado a Europa a un camino que lleva a la desintegración. De eso no hay ninguna duda.

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La cuestión es: ¿cómo podemos aprovechar ese descontento? En nuestro caso, en Grecia, hemos fracasado. Estamos experimentando una tremenda desconexión entre la cúpula del partido y las personas que votaron por él. Por eso opino que el acento en el Estado-nación es algo muy obsoleto. Si Podemos entra en el Gobierno, lo hará bajo las mismas condiciones, extremadamente limitantes, impuestas por la Troika, igual que el nuevo Gobierno que se está intentando formar en Portugal. A menos que esos partidos progresistas se vean impulsados por un movimiento paneuropeo que ejerza una creciente presión en todos los países y de forma simultánea, acabarán frustrando a sus votantes y viéndose obligados a aceptar todas las normas que les impiden cumplir sus mandatos.

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Es por ese motivo por el que pongo el énfasis en construir un movimiento paneuropeo. Es porque la única forma de cambiar Europa es mediante una oleada que surja en toda Europa. De lo contrario, el voto de protesta que se ha manifestado en Grecia, España, el Reino Unido y Portugal, si no se sincroniza en todos los países, terminará disipándose, dejando tras de sí nada más que la amargura y la inseguridad generada por la imparable fragmentación de Europa.

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