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Fatima, Español.15
- DESPUES DE LAS APARICIONES
- Oraciones y sacrificios en el Cabezo
Mi tía, cansada de tener que mandar continuamente a buscar
a sus hijos para satisfacer los deseos de las personas que querían
hablar con ellos, mandó que llevara a pastar el rebaño su hijo
Juan (18).
A Jacinta le costó mucho esta orden por dos motivos: porque
tenía que hablar con toda la gente que la buscaba y por no poder
estar todo el día conmigo. Sin embargo tuvo que resignarse. Y, para
ocultarse de las personas que la buscaban, solía esconderse con
su hermano en una cueva formada por unas rocas, situadas en la
(18) Juan Marto, hermano de Francisco y de Jacinta (†28.IV.2000),
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falda de un monte que había frente a nuestro pueblo (19); tiene encima
un molino de viento. La roca queda en la falda que da al naciente;
y está tan bien dispuesta, que nos resguardaba perfectamente
de la lluvia y de los rayos calurosos del sol. Además, la ocultaban
numerosos olivos y robles. ¡Cúantas oraciones y sacrificios
ofreció ella allí a nuestro buen Dios!
En la falda de aquel monte había muchas y variadas flores.
Entre ellas había innumerables lirios que le gustaban mucho; y siempre
que por la noche salía a esperarme al camino, me traía un lirio
y cuando no lo había, otra flor cualquiera. Disfrutaba mucho cuando
me encontraba; entonces, la deshojaba y me tiraba los pétalos.
Mi madre se conformó con indicarme los sitios donde debía
pastorear, y así sabía dónde estaba para mandarme llamar cuando
fuera preciso. Cuando estaba cerca, avisaba a mis compañeros,
que enseguida iban allí. Jacinta corría hasta estar cerca de mí.
Después, cansada, se sentaba y me llamaba; no callándose hasta
que yo le respondía e iba a su encuentro.
- La molestia de los interrogatorios
Mi madre, cansada de ver cómo mi hermana perdía el tiempo
por ir a buscarme continuamente y a quedarse en mi lugar con el
rebaño, determinó venderlo, y, de acuerdo con mi tía, nos mandaron
ir a la escuela. A Jacinta le gustaba, durante el recreo, ir a
hacer algunas visitas al Santísimo; pero decía:
– Parece que lo adivinan; en cuanto entra uno en la iglesia,
hay mucha gente que quiere hacernos preguntas y a mí me gustaría
estar mucho tiempo sola, hablando con Jesús escondido; pero
¡no me dejan!
Era verdad, aquella gente sencilla de la aldea no nos dejaba.
Nos referían con sencillez, todas sus necesidades y problemas.
Jacinta se entristecía, sobre todo si se trataba de algún pecador;
entonces decía:
(19) La concavidad, formada por esas rocas, llámase «Loca do Cabeço»; fue
identificada por la Hermana Lucía, en su primera visita a los lugares después
de su salida en 1921, el día 20 de mayo de 1946.
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– Tenemos que rezar y ofrecer muchos sacrificios al Señor
para que lo convierta y así no vaya al infierno, pobrecito.
Ahora puedo contar un hecho que muestra todo lo que hacía
Jacinta por huir de las personas que la buscaban. Un día, cuando
íbamos ya por la mitad del camino de Fátima, vemos que, de un
automóvil, se baja un grupo de señoras y algunos caballeros. Sabíamos
sin duda que nos buscaban, y no podíamos huir sin que se
dieran cuenta; seguimos adelante con la esperanza de no ser conocidos.
Al llegar junto a nosotros las señoras nos preguntaron si
conocíamos a los pastorcillos a los cuales se les había aparecido
Nuestra Señora. Les respondimos que sí; y como querían saber
dónde vivían, les dimos toda clase de explicaciones para que llegasen
bien a casa y corrimos a escondernos en el campo, en un
zarzal. Jacinta, contenta con el resultado de la experiencia, decía:
– Hemos de hacer esto siempre que no nos conozcan.
- El Padre Cruz
Un día fue el señor doctor Cruz de Lisboa (20), a interrogarnos;
después de su interrogatorio, nos pidió que le mostrásemos el lugar
donde se nos había aparecido Nuestra Señora. Por el camino
ibamos cada uno al lado de su reverencia, que iba montado en un
burro tan pequeño que casi arrastaba los pies por el suelo. Nos fue
enseñando una letanía de jaculatorias, de las cuales Jacinta escogió
dos, que después no dejaría de repetir: “¡Dulce Corazón de
María, sed la salvación mía!”
Un día, durante su enfermedad, me dijo:
– ¡Me agrada tanto decirle a Jesús que le amo! Cuando lo digo
muchas veces parece como si tuviera fuego en el pecho, pero no
me quema.
Otras veces decía:
– Me encantan tanto Nuestro Señor y Nuestra Señora, que no
me canso de decirles que les amo.
(20) P. Francisco Rodrigues da Cruz S.J. (1858-1948), cuya causa de beatificación
ha sido introducida.
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- Gracias alcanzadas por Jacinta
Había en nuestro pueblo una mujer que nos insultaba siempre
que nos veía. Nos la encontramos cuando salía de la taberna; y la
pobre, como no estaba en sí, no se conformó esta vez solamente
con insultarnos. Cuando terminó su tarea, Jacinta me dijo:
– Tenemos que pedir a Nuestra Señora y ofrecer sacrificios
por la conversión de esta mujer; dice tantos pecados, que, como
no se confiese, va a ir al infierno.
Unos días después pasábamos corriendo por delante de la
casa de esta mujer. De repente, Jacinta se detiene y, volviéndose
atrás, pregunta:
– Oye. ¿Es mañana cuando vamos a ver a esa mujer?
– Sí.
– Entonces, no juguemos más; hacemos este sacrificio por la
conversión de los pecadores.
Y, sin pensar que alguien la podia ver, levanta las manos y los
ojos al cielo, y hace el ofrecimiento.
La mujercita estaba espiando por el postigo de casa; después
dijo a mi madre que le había impresionado tanto aquella acción de
Jacinta, que no necesitaba más prueba para creer en la realidad
de los hechos. Desde entonces no sólo dejó de insultarnos, sino
que también nos pedía continuamente que intercediésemos por
ella a Nuestra Señora, para que le perdonase sus pecados.
Nos encontró un día una pobre mujer, y, llorando, se puso de
rodillas delante de Jacinta, pidiendo que consiguiese de Nuestra
Señora ser sanada de una terrible enfermedad. Jacinta, al verla de
rodillas, se afligió y le cogió las manos trémulas, para que se levantase.
Pero viendo que no lo conseguía, se arrodilló también y rezó
con la mujer tres avemarías. Después le pidió que se levantara,
que Nuestra Señora había de curarla; y no dejó de rezar nunca por
ella, hasta que, pasado algún tiempo, volvió a aparecer para agradecer
a Nuestra Señora su curación.
En otra ocasión fue un soldado al que encontramos llorando
como un niño; había recibido orden de partir a la guerra y dejaba a
su mujer enferma en la cama con tres hijos pequeños. El pedía, o
la salud de la mujer, o bien la anulación de la orden.
Jacinta le invitó a rezar con ella el Rosario. Después le dijo:
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– No llore; Nuestra Señora es tan buena, que seguro que le
concede la gracia que le pide.
Y no se olvidó jamás de su soldado. Al final del Rosario, siempre
rezaba un avemaría por el soldado. Pasados algunos meses,
apareció con su esposa y sus tres hijos para agradecer a Nuestra
Señora las dos gracias recibidas. A causa de unas fiebres que le
habían dado la víspera de la partida, quedó libre del servicio militar;
y su esposa, decía él, fue curada milagrosamente por intercesión
de Nuestra Señora.
- Nuevos sacrificios
Un día nos dijeron que vendría un sacerdote santo a interrogarnos,
y que adivinaba lo que pasaba en el interior de cada uno,
por lo que descubriría si era o no cierto lo que decíamos. Entonces
Jacinta llena de alegría decía:
– ¿Cuándo llegará ese Señor Padre que adivina? Si adivina,
ha de saber bien que lo que decimos es verdad.
Jugábamos un día sobre el pozo ya mencionado; la madre de
Jacinta tenía allí, lindando, una viña. Cortó algunos racimos y nos
los trajo, para que nos los comiésemos; pero Jacinta no se olvidaba
de sus pecadores nunca:
– No los comamos –nos dijo–, y ofrezcamos este sacrificio por
los pecadores.
Enseguida corrió a llevar las uvas a unos niños que jugaban
en la calle. A la vuelta venía radiante de alegría; aquellos niños que
jugaban, eran nuestros antiguos pobrecitos.
Otra vez, mi tía nos fue a llamar para que comiésemos unos
higos que habían traído y que, en realidad, abrían el apetito a
cualquiera; Jacinta se sentó con nosotros, satisfecha, ante la cesta
y cogió uno para empezar a comer, pero de repente, acordándose,
dijo:
– ¡Es verdad!, hoy aún no hemos hecho ningún sacrificio por
los pecadores. Tenemos que hacer éste.
Puso el higo en la cesta, hizo el ofrecimiento, y nos fuimos
dejando allí los higos, para convertir a los pecadores. Jacinta repetía
con frecuencia estos sacrificios, pero no me detengo a contar
más, porque no acabaría nunca.
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