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Frases del día 7. 1 .20
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. Última enfermedad de la santa
Los últimos años que la Sierva de Dios pasó en la tierra fueron el eco de su vida; no se desdijo ni un solo instante de su tierno abandono en Dios, de su paciencia, de su humildad Su semblante tenía una expresión de paz indefinible. Se veía que su alma había llegado a donde la habían conducido los deseos de toda su vida, dirigida hacia un fin único, ahora logrado. Corno Nuestro Señor antes de expirar, ella me dijo la víspera de su muerte con una grave entonación de voz:
«Todo está bien, todo se ha cumplido, lo único que cuenta es el amor».
Los sufrimientos físicos que soportó los últimos meses eran atroces, pues a la enfermedad de pecho se añadió la tuberculosis intestinal, que produjo la gangrena, mientras se formaban úlceras a causa de su extremada flaqueza: males que no podíamos en manera alguna aliviar.
Estuve muy cerca de mi querida Hermanita durante su enfermedad, pues siendo segunda enfermera, se me confió su cuidado. Yo dormía en una celda contigua y no la dejaba más que para las horas del Oficio divino y para dispensar algunos cuidados a otras enfermas. Durante este tiempo me reemplazaba la Madre Inés de Jesús, la cual anotaba en hojas sueltas todas las palabras de nuestra Hermanita a medida que las pronunciaba. Gracias a estos documentos ciertos hemos conservado el recuerdo de los hechos, que están hoy tan vivos como el primer día.
Fortaleza en el sufrimiento físico
2 Después de su primera hemoptisis del Viernes Santo de 1896, Sor Teresa del Niño Jesús estuvo santamente gozosa de obtener el permiso para terminar la Cuaresma en todo su rigor, aquel día y el siguiente. Viéndola seguir de ese modo todos los ejercicios, yo no sospechaba lo que le había pasado. Supe después que había sufrido mucho a causa del ayuno de aquel año, pero según su costumbre no se había quejado.
De igual modo, no reclamó alivio alguno en la extrema fatiga que experimentaba cada día en la recitación del Oficio divino, el cual coincidía precisamente con la hora en que más ardiente era la fiebre. Se guardaba bien de decirnos, en el momento oportuno, que ciertos trabajos la hacían sufrir más, por ejemplo lavar y tender la ropa.
3 ¡Y qué ánimo para soportar las curas dolorosas!
Aún la veo sufriendo más de quinientos botones de fuego en la espalda (yo llegué a contarlos). Mientras el médico operaba, la angelical paciente, sin dejar de hablar a nuestra Madre sobre cosas indiferentes, estaba de pie, apoyada contra una mesa. Ofrecía -me dijo luego- sus sufrimientos por las almas. y pensaba en los mártires. Después de la sesión, subía a su celda, sin esperar a que se le dirigiese una palabra de compasión; se sentaba, toda temblando, sobre el borde de su pobre jergón, y, allí, soportaba sola el efecto del penoso tratamiento.
Llegada la noche, no teniendo permiso para ponerle un colchón, no me quedaba otro recurso que plegar en cuatro la manta y pasársela por sobre el jergón, lo que mi pobrecita Hermana aceptaba con agradecimiento, sin que se escapase de sus labios una sola palabra de crítica acerca de la manera primitiva con que se cuidaba entonces a las enfermas.
Es verdad que en medio de los más agudos dolores ella mantenía una gran serenidad y alegría. Como interiormente yo me admiraba, pensando que era porque no sufría tanto como creíamos, deseaba sorprenderla en un momento de crisis. Poco tiempo después la vi sonreír con un aire angelical, y le pregunté la causa. Ella me dijo: «Es porque siento un dolor muy vivo en el costado: he cogido la costumbre de poner buena cara al sufrimiento,».