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Alexis Carrel.Premio nobel de medicina y Lourdes
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Alexis Carrel.Premio nobel de medicina y Lourdes
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Por sus contribuciones a las ciencias médicas fue galardonado con el premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1912.
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Carrel estaba impresionado por los milagros y expresó públicamente su intención de estudiar científicamente las curaciones de Lourdes. Se ganó la enemistad tanto del clero francés como de los miembros de la Facultad de Medicina de Lyon.
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El Dr. Carrel intrigado por las curaciones de Lourdes
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El Dr. Alexis Carrel era un hombre de ciencia y por haber sido educado en la escuela laica, había perdido por completo la Fe; pero intrigado por lo que tanto se decía de las maravillosas curaciones de Lourdes, resolvió investigar por sí mismo lo que pudiera haber de cierto en ellas.
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Él mismo escribió el relato de lo que ahí presenció, usando en su narración el seudónimo de Lerrac, su mismo nombre leído al revés, para evitarse la andanada de ataques de sus colegas, de la iglesia francesa y de la prensa masónica.
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Un resumen de su libro fue publicado en el número del mes de diciembre de 1950, de la Revista “Selecciones del Reader’s Digest”, nada sospechosa de parcialidad. Ahí encontrará el lector, expuesto con relativa amplitud, lo que aquí nosotros podemos apuntar tan sólo:
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El Dr. Carrel parte para Lourdes …
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Aprovechando la oportunidad que en el año de 1903 se le presentó, de ocupar el puesto del médico que acostumbra acompañar las peregrinaciones de enfermos a Lourdes, el Dr. Carrel partió para esta Ciudad, e invitado por el Abate Bernole, Sacerdote encargado de la peregrinación, se instaló en el compartimento del tren marcado “Administración”, donde se puso a trabajar en la clasificación dé las observaciones que acerca de los enfermos había podido hacer antes de iniciarse la peregrinación, pues como miembro que era de la Facultad de Medicina de la Universidad de Lyon, había recogido muchos datos acerca de los enfermos que en el mismo tren iban y estaba así en circunstancias de poder comprobar la autenticidad de las curaciones de Lourdes.
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Pasada la primera noche de camino, encontró Carrel en el tren al Abate Olivier, Subdirector de la peregrinación, quien le dijo: “Va ahí una joven a quien me han recomendado cuidar especialmente agradecería a usted mucho que se encargara de ella. Está tan débil que temo un desastre”.
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El estado de María Ferrand era desesperado.
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El Dr. Carrel encontró a esta joven, que se llamaba María Ferrand, yaciendo sobre un colchón que obstruía completamente la entrada del compartimiento del tren en que se hallaba, su rostro estaba enjuto y pálido, sus labios desposeídos de todo color.
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Sufro mucho, le dijo, pero me alegro de haber venido. Las Hermanas no querían darme permiso.
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Después de haberle auscultado, dijo Carrel al Abate Olivier: “No da muchas esperanzas el estado de su enferma”.
Pasada la segunda noche de camino y antes de que amaneciera, la enfermera voluntaria que se había encargado toda la noche del cuidado de María Ferrand, mandó; llamar apresuradamente a Carrel.
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Parecía que agonizaba con cada parada brusca del tren le dijo: “yo creía que iba a desmayarse y no sabía qué hacerle”.
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El Doctor la encontró tendida en su colchón casi inconsciente,¡No llegaré a Lourdes! Dijo suspirando angustiada.
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El Doctor la ausculta con cuidado: la piel del vientre, abultado en exceso, estaba lustrosa y sumamente tensa y a los lados sobresalían muy pronunciadas las costillas, la hinchazón Parecía causada por masas sólidas y se percibía una bolsa de fluido bajo el ombligo.
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Tenía también las piernas hinchadas,la temperatura era superior a la normal, el pulso y la respiración acelerados. El Doctor diagnosticó: un caso típico de peritonitis tuberculoso..
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Carrel comprobó entonces lo que le había informado la monja que llevó a María Ferrand al tren: los padres de la muchacha habían muerto de males semejantes, María había estado enferma durante toda su vida; a los 17 años había padecido una tos seca y esputado sangre; a los 18 había sufrido una pleuresía y le habían extraído fluido del pulmón izquierdo. Nunca había podido restablecerse del todo y desde hacía 8 meses, cuando entró al Hospital, el abdomen había empezado a hinchársele, se sostenía la fiebre y el médico le había diagnosticado también peritonitis tuberculoso. Pocos días antes de la peregrinación se había pensado en operarla, pero el cirujano Jefe conceptuó que el estado de la joven era demasiado delicado y se resolvió avisarle a la familia que el caso era desesperado. Pero María se había mostrado tan decidida a hacer el viaje a Lourdes, que al fin había sido necesario convenir en ello.
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La llegada a Lourdes
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A eso de las dos de la tarde, el tren iba llegando a su destino. Una voz empezó a entonar el himno sagrado: “Ave María Stella, Del Mater alma…” oración que fue propagándose de vagón en vagón y saliendo de todos los pechos. En medio de gran Murmullo, se distinguían las voces agudas de los niños, las voces fuertes y graves le los Sacerdotes y las voces de las mujeres y, acompañado por este himno de felicidad y esperanza, fue entrando el tren en la estación de Lourdes.
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Encuentra Carrel un condiscípulo.
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Poco antes del medio día, salió de su hotel el Dr. Alexis Carrel y dirigió sus pasos hacia el gran edificio del Hospital de Nuestra Señora de los Siete Dolores.
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El jefe de camilleros voluntarios, condecorado por S. S. el Papa, rodeado de un grupo de camilleros, nerviosa, ansiosamente y con mirada de arrobamiento, daba órdenes a sus subordinados cual un general antes de la batalla.
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Entre estos voluntarios distinguió Carrel a un antiguo condiscípulo suyo, Antonin Duval, que era uno de los camilleros; y como faltara aún hora y media para llevar a los enfermos a las piscinas, lo invitó a que salieran a caminar un poco. Y caminaron hasta llegar a un cafetín en el que se hicieron servir un café. Duval pidió pluma y papel y empezó a escribir una carta para su joven esposa que estaba en París esperando la llegada de un niño.
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Carrel, mientras tanto, estudiaba la fisonomía de su amigo: le sorprendía que un hombre de mundo como Antonin Duval hubiera querido viajar en coche de tercera clase con todos esos seres desvalidos, malolientes, repugnantes, para consagrarse a cuidarlos y después a tirar de uno de esos carritos de los enfermos por las calles públicas, rezando mientras tanto oraciones en voz alta.
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Reflexionaba Carrel sobre la diferencia de caminos que habían seguido los dos amigos. Bien clara estaba la firmeza de la fe de Duval y en cambio las ideas religiosas de él, absorbido por sus estudios científicos, había sido destruida al fin, dejándole solo el amado recuerdo de un bello y delicado sueño, habiéndose refugiado en un escepticismo tolerante que ocultaba en el fondo de su corazón un dolor secreto, una sed insaciable de certidumbre, de tranquilidad y de amor.
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Cuando su amigo hubo terminado su carta le preguntó: ¿Sabes tú si esta mañana hubo enfermos curados en las piscinas? – No; contestó Duval; pero en la gruta presencié un milagro: el de una monja anciana que a consecuencia de una torcedura que sufrió hace unos dos meses, contrajo una enfermedad incurable en un pie. Quedó curada y arrojó las muletas.
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Carrel niega la intervención de Dios en las curaciones extraordinarias
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Carrel examinó rápidamente las páginas de su libreta de notas y preguntó:
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– ¿No es la Hermana Luisa que estuvo enferma en el Hospital General de Lyon?
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– Sí, la misma.
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– Esa curación es un caso interesante de autosugestión. Ocurre que ella es uno de los pacientes a quienes me tocó examinar. El pie de la torsión estaba perfectamente sano, pero la buena Hermana había llegado a persuadirse de que nunca volvería a andar normalmente. Se había vuelto neurasténica. Vino a Lourdes y quedó curada. ¿Habrá cosa más natural?
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– Pero ¿cómo explicas tú que Lourdes lograra curarla cuando otros tratamientos no habían dado resultado ninguno?
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– Porque en una peregrinación hay un poder de sugestión increíble. Una multitud exaltada y unida en la oración puede provocar efectos tremendos sobre el sistema nervioso, pero ninguno sobre una enfermedad orgánica. Yo mismo presencié esta mañana un fiasco que prueba que Lourdes es impotente contra la enfermedad orgánica.
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– A pesar de todo, replicó Duval, la enfermedad orgánica real, como un tumor por ejemplo, puede desaparecer. Pero tú no lo crees porque estás convencido de que los milagros son imposibles. Con todo, está enteramente en el poder de Dios suspender las Leyes de la naturaleza, puesto que Él mismo es quien las ha dictado.
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– Naturalmente, contestó Carrel. Si Dios existe los milagros son posibles. Pero ¿Existe Dios objetivamente? ,¿Cómo lo sabemos? Lo único que yo sé es que no hay milagro alguno que se haya observado científicamente. Para el entendimiento científico el milagro es un absurdo.
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-¿Qué clase de enfermedad desearías tú ver curada para convencerte de que sí ocurren milagros?
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– Tendría que ver curada una enfermedad orgánica: la reproducción de una pierna después de amputada; la desaparición de un cáncer; una dislocación congénita desaparecida súbitamente; Si alguna vez vieran mis ojos semejantes fenómenos, echaría a la basura todas las teorías e hipótesis del mundo; pero hay muy poco peligro de que tal suceda. Te aseguro que si en verdad una herida se cierra y sana ante mi vista, o me convierto en un creyente fanático o me vuelvo loco.
Carrel piensa que sólo un milagro sanaría a María Ferrand
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Sin embargo, continuó diciendo Carrel, no es ello muy probable, porque he tenido ocasión de examinar los pocos pacientes de enfermedades orgánicas; los demás son víctimas de parálisis nerviosas o histerias traumáticas y los enfermos de esta clase pueden ser curados fácilmente o por lo menos mejorados; pero hay una paciente que está más cerca de la tumba que ningún otro de los demás enfermos. Se llama María Ferrand; si se curara un caso como el suyo sería indudablemente un milagro; yo no volvería a dudar jamás. Sería realmente un milagro si alcanzara a regresar viva a su casa. Ven conmigo, vamos a verla un momento.
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Cuando llegaron los Doctores a la sala de la Inmaculada, donde se encontraba María Ferrand, la enfermera voluntaria que la atendía dijo a Carrel: Doctor, lo hemos estado esperando ansiosamente. Ya apenas puede hablar. Temo que esté acabándose rápidamente,
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-¿Cómo se siente? Le preguntó Carrel. La enferma no fue capaz ni de pronunciar una palabra inteligible. El Doctor le tomó el pulso que encontró muy rápido e irregular; el corazón flaqueaba; tuvo que ponerle una inyección de cafeína.
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Volvió a auscultarla: el, abdomen permanecía tan distendido como antes; ahí estaban las masas sólidas; en el centro, bajo el ombligo, pudo el médico percibir el fluido.
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Volviéndose Carrel hacia Duval le observó: ¿Ves ahí precisamente lo que te habla dicho? Peritonitis tuberculoso muy avanzado; puede vivir unos días más, pero está sentenciada a muerte. Su fin está muy cerca.
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Se disponía a salir Carrel, cuando la enfermera lo detuvo: – Doctor ¿podemos llevar a María Ferrand a las piscinas?
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Carrel la miró con sorpresa, ¿Y si muere en el camino? – Pero ella está decidida a hacerse bañar; para eso hizo este viaje tan largo.
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El Dr. Journet opina también que María Ferrand está a punto de Morir
En ese momento entró en la sala el Dr. Journet, que ejercía su profesión en un pueblo vecino de Burdeos y que habla acompañado a sus pacientes a Lourdes.
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Carrel le pidió su opinión acerca de si seria conveniente llevar a María Ferrand a las piscinas.
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Una vez más se despojó de cobertores el cuerpo de la enferma, para que lo examinara el Dr. Journet.
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– Está a punto de morir, dijo éste, bien puede suceder que fallezca en la piscina.
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– La muchacha no tiene nada qué perder. dijo la Madre Superiora que estaba también presente, y sería cruel privaría de la felicidad suprema de llevarla a la gruta, aunque bien me temo que no alcance a llegar viva.
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– En todo caso yo estaré en las piscinas, dijo Carrel. Si entra en coma llámenme.
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A las 2 de la tarde Mario Ferrand estaba moribunda
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Cerca de las 2 de la tarde Carrel se dirigió a las piscinas y se sentó en un banco cercano a la puerta de la piscina de mujeres.
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Entre los peregrinos descubrió a Duval, que con otro voluntario, llevaba la camilla en la que yacía María Ferrand. La enferma parecía estar inconsciente. Carrel le tomo el pulso que era más rápido que nunca. Tenía la cara cenicienta y era indudable que estaba moribunda.
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Carrel vio cuando entraban a María Ferrand en las piscinas y minutos después la vio salir de ellas. Corrió a su lado. El estado de la enferma era el mismo de antes.
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– Apenas pudimos verter una poca de agua sobre el abdomen, dijo la señorita que la atendía; no se atrevieron a sumergirla, la llevamos ahora a la gruta de Massabielle.
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– Estaré con ustedes dentro de un momento, dijo Carrel, no veo cambio ninguno, si me necesitan háganme llamar.
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Cuando Carrel llegó a la gruta un Sacerdote estaba arrodillado dando frente a la fila de pacientes. Levantó los brazos y los extendió en cruz para exclamar con emoción: “Virgen santísima cura a nuestros enfermos”, etc. “Jesús te adoramos, Jesús te bendecidos;”, etc.
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Las voces de la multitud atronaban el espacio; la gente mantenía en alto los brazos; los enfermos trataban de incorporarse en, las camillas; el Sacerdote se puso de pie y exclamó: –“¡Hermanos míos, levantemos los brazos y oremos!”…
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Un bosque de brazos se levantaron a estas palabras. Parecía como si soplara un vendaval sobre la multitud: silencioso, intangible, poderoso, irresistible, azotándolos a todos como la tempestad en la montaña. Carrel sintió su impacto. A la orilla del arroyo observó entre la muchedumbre al Doctor Gouyot joven interno de un hospital de Burdeos, a quien había conocido el día anterior. después de saludarlo le preguntó:
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-¿Han registrado ustedes algunas curaciones?
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– No, unos pocos casos de histeria han mejorado, pero no ha habido nada extraordinario.
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– Venga usted conmigo a ver a mi enferma, le dijo Carrel. Este caso nada tiene de extraño, pero me parece que está a punto de morir.
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– La vi hace unos pocos minutos, contestó Gouyot, ¡Qué pena que la hayan dejado venir a Lourdes!
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Eran ya cerca de las 2.30. Entre la multitud Carrel reconoció la esbelta figura de la enfermera de María Ferrand. Él y Gouyot se dirigieron ahí y deteniéndose cerca de la cama de la enferma, se apoyaron contra el pequeño muro. María Ferrand no hacía movimiento alguno. Su respiración se sostenía acelerada y poco profunda, parecía moribunda.
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A las 2.40 María Ferrand empezó a dar muestras de alivio
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El Dr. Carrel dirigió una vez más la vista hacia Maria Ferrand. De pronto se quedó mirándola fijamente. Le parecía que se habla verificado un cambio, que las duras sombras de la cara le habían desaparecido, que la piel aparecía menos cenicienta, anotó apresuradamente la hora: faltaban, 20 minutos para las 3. Volviéndose a Gouyot le dijo:
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– Mire a nuestra paciente otra vez. ¿No le parece que está un poco reanimada?
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– A mí me parece igual que antes, contestó el otro, lo único que puedo notar es que no está peor.
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– Ahora es menos rápida la respiración, notó Carrel. – Ello debe deberse a que se está muriendo.
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Nada contestó Carrel. Para él era claro que se había presentado una mejoría notable. Algo estaba pasando. Se hacía fuerza para resistir el estremecimiento de la emoción y concentró en María Ferrad todo su poder de observación. No le quitaba un momento los ojos de encima: María Ferrand continuaba cambiando lentamente. Esos ojos, antes tan apagados, ahora se abrían estáticos mirando hacia la gruta.
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Súbitamente Carrel se puso pálido. La frazada que le cubría el distendido cuerpo a la enferma iba aplanándose lentamente.
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A las 3 de la tarde, María Ferrand estaba curada
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Cuando la campana de la basílica daba las 3, ya no se notaba nada de distensión en el abdomen de María Ferrand.
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Carrel se creía a punto de volverse loco. De pie junto a la enferma observaba fascinado los movimientos respiratorios y la pulsación de la región del cuello, el ritmo era regular.
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-¿Cómo se siente? Le preguntó Carrel.
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– Muy bien, contestó ella desfallecida. Todavía débil, pero me siento curada.
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Ya no quedaba duda alguna, el estado de María Ferrand había mejorado tanto que casi estaba irreconocible.
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Carrel permanecía de pie, silencioso, profundamente desconcertado, incapaz de analizar lo que presenciaba. Este suceso, justamente lo contrario de lo que había esperado, no podía ser otra cosa que un sueño.
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La señorita que atendía a María Ferrand, le ofreció una taza de leche que ella apuró totalmente. A los pocos minutos levantó la cabeza, volvió a mirar a su alrededor, movió un poco las piernas y en seguida se volvió sobre un lado sin dar muestras del menor dolor.
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Carrel se separó bruscamente. Se alejó de la gruta abriéndose paso en medio de la multitud de peregrinos cuyas oracíones en coro apenas oía. Eran ya las 4 de la tarde.
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Carrel regresó a su hotel decidido a abstenerse de sacar ninguna conclusión, hasta que pudiera descubrir con toda exactitud que era lo que había sucedido.
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A las 7.30 expectante y ardiendo de curiosidad, se dirigió al Hospital. Se llegó con presteza al lado de la cama de la joven. Con grande asombro se quedó contemplándola. La mudanza era desconcertante. María Ferrand estaba sentada en la cama con una chaqueta blanca. Aún cuando todavía tenía demacrada la cara, asomaba en ella un destello de vida, los ojos le brillaban y un débil color le apuntaba en las mejillas. Dirigiéndose a Carrel le dijo:
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– Doctor, estoy completamente curada, me siento muy débil, pero creo que podría caminar.
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Carrel le tomó la mano para observar el pulso que ahora era calmado y regular. También la respiración era completamente normal. Una gran confusión invadía el ánimo del médico. ¿Era esa una curación aparente, resultado de un violento estímulo de autosugestión?, ¿O se trataba de un hecho nuevo, un suceso pasmoso, un milagro en fin? Por un momento vaciló antes de someter a María Ferrand a la prueba suprema de examinarle el abdomen; más luego, tras la lucha de la esperanza con el temor, hizo a un lado la frazada. La piel aparecía lisa y blanca. Sobre las angostas caderas se extendía el pequeño abdomen ligeramente cóncavo de una niña desnutrida. Suavemente el médico recorrió con las manos la pared abdominal para palpar huellas de la distensión y de las masas duras que había encontrado antes. Todo había desaparecido como en un sueño.
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El sudor inundó la frente de Carrel. Sintió como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. El corazón empezó a palpitarle violentamente pero se sostuvo con voluntad férrea en su determinación inicial.
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Los Doctores Journet y Gouyot, testifican la curación de María Ferrand
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De pronto notó que estaban de pie a su lado los Doctores Journet y Gouyot.
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– Parece estar curada, les dijo; no encuentro nada anormal, sírvanse ustedes examinarle.
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Mientras los dos colegas palpaban cuidadosamente el abdomen de María Ferrand, Carrel permanecía a un lado mirándolos con ojos brillantes. No cabía duda que la muchacha estaba curada. Era ese un milagro de aquellos que sobrecogían al público como una tempestad y lo lanzaban en hordas sobre Lourdes. Otra vez pensó Carrel cuán afortunado era porque entre todos los pacientes que acudían a Lourdes aquél día, fue la enferma que él había conocido y estudiado cuidadosamente la que vio curar.
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Volviéndose a Gouyot que estaba palpándole el abdomen a María Ferrand, le preguntó si encontraba síntomas de la enfermedad.
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– No encuentro nada, contestó Gouyot, pero quisiera auscultarla.
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María Ferrand fue de nuevo auscultada, probada, palpada, sobada y resobada; estaba radiante.
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– Está curada, afirmó el Doctor Journet profundamente conmovido.
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– No le encuentro nada anormal, dijo Gouyot; la respiración es regular, ya está buena; se puede levantar.
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No tiene explicación esta curación, opinó el Doctor Journet.
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La conversión de Carrel.
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Después de examinar otros pocos pacientes más, Carrel salió a la calle. Era ya de noche. Al final de la vía alzaba hacia el cielo su mole la Basílica. Una cadena continua de luces se extendía hasta la entrada principal. La procesión de antorchas de los peregrinos formaba una serpentina luminosa, a medida que iban siguiendo las tortuosidades de la vía a lo largo de la explanada. De todas partes surgían las voces de la inmensa multitud que cantaba el himno de Lourdes con sus Avé, Avé, Avé, repetidos una y otra vez. Todo lo que antes había creído se le presentaba ahora al reves. Los moribundos se curaban en pocas horas. Estas peregrinaciones tenían de suyo un poder que producía resultados; sobre todo, enseñaban humildad.
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Llegó a la gruta en la que permaneció largo rato sentado, contemplando los cirios que llameando en la obscuridad, lanzaban en su contorno un resplandor rojo. Miraba fijamente la estatua de la Virgen, la fila de espitas de cobre de donde salía el agua milagrosa…
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Llegó la noche y cuando ya la luna apareció tras el cerro, todavía Carrel se hallaba en la gruta.
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¿Cómo iba a explicar las curaciones de Lourdes? No se podía negar que era penosamente desagradable verse envuelto en ese milagro. La mayoría de los médicos se mostraban tan celosos de su prestigio, que aún cuando hubieran venido a Lourdes y visto lo que ahí pasa, no se atrevían a admitirlo, Temían que si mostraban algún interés se les tuviera por fanáticos, cuando no por tontos.
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Pero Carrel era demasiado orgulloso para evadirse de responsabilidades. Determinó seguir adelante costara lo que costara. Pensaba que antes de que se descubriera que el trueno y el rayo son fenómenos naturales, los hombres los tenían erradamente como expresión de la cólera de Dios. Posible era, por lo tanto, que existieran leyes naturales todavía desconocidas para el hombre, que nos dieran la explicación de fenómenos tan extraordinarios como son los milagros de Lourdes.
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Absorto en sus meditaciones Carrel recorrió de arriba abajo la terraza amurallada a la entrada de la Basílica. La quietud de una paz infinita parecía suspendida sobre la campiña. Seguía el conflicto en el alma de Carrel. Como él no conocía las pruebas de la existencia de Dios, dudaba de ella, pero se imponía a su razón que de ninguna manera podría negarla. Se maravillaba de pensar cómo los grandes hombres como Pasteur habían podido reconciliar su fe en la Religión con la Ciencia. Y llegó a pensar que tal vez la Religión y la Ciencia tenían cada una su sistema especial y se dio cuenta de que no es la Ciencia lo que alimenta la vida íntima del hombre, sino la fe del alma.
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Subió los escalones de la Iglesia en medio del resplandor de las luces, mientras resonaban las notas del órgano y un millar de voces entonaban cánticos. Sentose en una silla en la parte posterior del templo, cerca de un viejo campesino y ahí permaneció por largo tiempo inmóvil con las manos en la cara escuchando los himnos. Luego, sin darse cuenta, empezó a rezar.. . “Señor, creo en Ti. Respondiste a mi súplica con un milagro resplandeciente. Todavía estoy ciego frente a él, todavía dudo. Pero el gran deseo de mi vida es creer, creer apasionadamente… Bajo la honda prevención de mi orgullo intelectual persiste un oculto anhelo. ¡Ay! Todavía no es más que un sueño, pero el más encantador de todos. Es el sueño de creer en ti y el de amarte con el espíritu resplandeciente de los hombres de Dios”.
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Lentamente regresó Carrel a su cuarto del hotel y se puso a escribir las observaciones de ese día. Dieron las 3 de la mañana. La pálida luz de oriente empezó a rasgar el velo de la noche. Carrel sintió que la serenidad de la naturaleza le invadía dulcemente y le calmaba el alma. Se desvanecieron todas sus preocupaciones de la vida diaria, todas sus dudas intelectuales. Creyó tener ya una certidumbre y le pareció sentir la paz maravillosa que proporcionaba y que desterró hasta la última amenaza de impertinentes dudas.
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En la inefable belleza del amanecer, el sueño le cerró los ojos.
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