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Nuestras tierras valen más que el carbono
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Nuestras tierras valen más que el carbono
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En mayo pasado, en la sede de la Convención Marco de la ONU sobre el Cambio Climático en Bonn, las discusiones sobre este sector generaron tensiones entre los Estados que evitaron escrupulosamente el tema clave de la diferenciación de modelos agrícolas en función de su impacto sobre los cambios climáticos y su capacidad para garantizar la soberanía alimentaria de los pueblos. Al mismo tiempo, y fuera de los espacios oficiales de negociación, se han ido multiplicando las iniciativas voluntarias, especialmente del sector privado, con el riesgo real de que se impongan en las futuras políticas públicas de los Estados.
Mientras que el 94% de los Estados mencionan la agricultura en su estrategia para afrontar y luchar contra los desajustes climáticos, el Acuerdo de París no utiliza ni una sola vez la palabra “agricultura”. Hay que leer entrelíneas para entender los verdaderos retos. La expresión “pozos de carbono” es la que esconde realmente la cuestión altamente política de la agricultura. Es cierto que los suelos juegan un papel importante en el almacenamiento del CO2 (dióxido de carbono) al convertirse en verdaderos “pozos de carbono”, al igual que los bosques. Sin embargo, esa no es la única función de los suelos, especialmente cuando se trata de tierras agrícolas que son esenciales para la soberanía alimentaria. Lamentablemente, su utilización (tal y como se entiende en la expresión “sector de tierras”) en la lucha contra el cambio climático constituye una gran oportunidad para los promotores de falsas soluciones y sirve de excusa para la inacción pública.
Al prever un equilibrio entre las emisiones y las absorciones a través de los pozos de carbono, el Acuerdo de París ratificó el principio de compensación para afrontar la crisis climática. Esta noción no significa que las emisiones deban bajar efectivamente, sino que las emisiones y las absorciones deben compensarse entre sí. Este enfoque ya se puso en práctica con los bosques a través del polémico mecanismo REDD+ y pretende extenderse a las tierras agrícolas, el nuevo eldorado del carbono. Es importante recordar que a la inversa de las emisiones que se logra evitar, el almacenamiento natural del carbono es reversible y tiene una duración limitada. En vez de tratar de reducir drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero, la agricultura se convierte en un elemento contable que permite mantener o incluso seguir aumentando las emisiones.
De este modo, han ido surgiendo en torno a las discusiones sobre el clima, diversas iniciativas muy cuestionadas por la sociedad civil y los movimientos sociales por representar lo que muchos consideran como falsas soluciones. Es el caso de la Agricultura Climáticamente Inteligente y de su alianza global (GACSA) que, a falta de criterios claros, promueve soluciones contradictorias como la agroecología y el uso de semillas OGM y sus pesticidas. Por otro lado, el 60% de los representantes del sector privado en la GACSA son empresas productoras de pesticidas o insumos químicos. Esta alianza y su concepto no son más que una cascara vacía que utilizan las multinacionales de la agroindustria para seguir con la industrialización de la agricultura, poniendo en peligro a campesinos y campesinas. Asimismo, la iniciativa 4 por 1000 no logra tomar decisiones claras que permitan la transición de lossistemas agrícolas. Su visión fragmentada le impide abarcar problemáticas más amplias que vayan más allá del almacenamiento de carbono, como por ejemplo el uso de herbicidas. Sin un cuestionamiento real del modelo agroindustrial, altamente dependiente de insumos químicos y orientado a la exportación, este tipo de iniciativas no tienen cabida en la lista de soluciones.
Más allá de la cuestión del modelo agrícola, también se plantea el riesgo de presión sobre las tierras y la financiarización de los recursos naturales. Por lo tanto, transformar las tierras agrícolas en herramientas de lucha contra el cambio climático a través de la compensación, incrementa la presión ejercida sobre dichas tierras. Al ser las primeras víctimas de los impactos de los desajustes climáticos, los campesinos y campesinas sufren una doble amenaza. Si se quiere favorecer las inversiones, especialmente privadas, en la agricultura para almacenar más carbono, serán necesarias extensiones gigantescas de tierras con un riesgo creciente de acaparamiento. Un riesgo que sería aún mucho mayor si se asociara esta búsqueda desenfrenada de tierras con mecanismos relacionados con las finanzas carbono. Muchos estudios sobre mecanismos similares desarrollados para los bosques (como REDD+) ya han demostrado el peligro que representa este enfoque y su escasa consideración por los derechos humanos. Esta forma de lucha contra el cambio climático es la puerta abierta a que se pongan aún más en peligro los derechos de las campesinas y campesinos y sus conocimientos, la soberanía alimentaria y la integridad de los ecosistemas.
Nuestras organizaciones denuncian este enfoque frente a la crisis climática que inicia una carrera desenfrenada para compensar las emisiones de carbono. Solo una reducción drástica e inmediata de las emisiones de gases de efecto invernadero permitirá reducir, o por lo menos impedir un incremento dramático de los impactos de esta crisis. Las tierras agrícolas no pueden transformarse en herramientas contables para administrar la crisis climática. Son fundamentales para unos mil millones de personas en el mundo que trabajan por la soberanía alimentaria, derecho inalienable de los pueblos, que ya está siendo socavado. Defendemos la existencia de una agricultura capaz de responder a los desafíos agrícolas hoy en día amplificados por la crisis climática. Una agricultura, basada en la agroecología campesina que, más allá de un corpus de prácticas, defiende una agricultura social y ecológica arraigada en los territorios y que rechaza la financiarización de nuestra naturaleza.
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