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Frases del día15,6,16
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.2.º Palabras de Lucia de Fatima
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…. www.corazones.org/maria/fatima/memorias_de_lucia.pdf
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- La prisión de Ourém
Entretanto, amanecía el día 13 de agosto. Las gentes llegaban
de todas partes desde la víspera. Todos querían vernos e interrogarnos
y hacernos sus peticiones para que las transmitiésemos a
la Santísima Virgen. Eramos, en las manos de aquellas gentes,
como una pelota en las manos de los niños. Cada uno nos empujaba
para su lado y nos preguntaba por sus cosas, sin darnos tiempo
a responder a ninguno.
En medio de esta lucha, aparece una orden del Sr. Administrador,
para que fuera a casa de mi tía, que me esperaba allí. Mi
padre era el intimidado y fue a llevarme. Cuando llegué, estaba él
en un cuarto con mis primos. Allí él nos interrogó e hizo nuevas
tentativas para obligarnos a revelar el secreto y a prometer que no
volveríamos a Cova de Iría. Como nada consiguió, dio orden a mi
padre y a mi tío para que nos llevasen a casa del Sr. Cura.
Todo lo que nos pasó después en la prisión, no me detengo
ahora a contarlo, porque V. Excia. Rvma. lo conoce ya. Como ya
dije a V. Excia., a lo que en ese tiempo fui más sensible y lo que
más me hizo sufrir, lo mismo que a mis primos, fue el abandono
completo de nuestra família.
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A la vuelta de este viaje o prisión, que no sé cómo lo he de
llamar –que a mi parecer fue el día 15 de agosto,– como satisfechos
de mi llegada a casa, me mandaron inmediatamente sacar el rebaño
y llevarlo a pastar. Mis tíos quisieron quedarse con sus hijos en
casa, y por ello mandaron en su lugar a su hermano Juan. Como ya
era tarde, nos quedamos junto a nuestra aldea, en los Valinhos.
- Excia. Rvma. ya conoce también cómo pasó esta escena,
por ello no me detengo a describirla. La Santísima Virgen nos recomendó
de nuevo la práctica de la mortificación, diciendo al final de
todo:
– Rezad, rezad mucho y haced sacrifícios por los pecadores;
que van muchas almas al infierno, porque no hay quien se sacrifique
y pida por ellas.
- Mortificaciones y sufrimientos
Pasados algunos días, íbamos con las ovejas por un camino,
donde encontré un trozo de cuerda de un carro. La cogí y jugando la
até a uno de mis brazos. No tardé en notar que la cuerda me lastimaba;
dije entonces a mis primos:
– Oíd: esto hace daño. Podíamos atarla a la cintura y ofrecer a
Dios este sacrificio.
Las pobres criaturas aceptaron mi idea, y tratamos enseguida
de divirla para los tres. Las aristas de una piedra, a la que pegábamos
con otra, fue nuestra navaja. Fuese por el grosor o aspereza de
la cuerda, fuese porque a veces la apretábamos mucho, este instrumento
nos hacía, a veces, sufrir horriblemente. Jacinta deja-ba, en
ocasiones, caer algunas lágrimas debido al daño que le causaba; yo
le decía entonces que se la quitase; pero ella me respondía:
– ¡No!, quiero ofrecer este sacrificio a Nuestro Señor en reparación
y por la conversión de los pecadores.
Otro día, jugábamos cogiendo de las paredes unas hierbas, que
producen un estallido cuando se aprietan con las manos. Jacinta, al
recoger estas hierbas, cogió sin querer también una ortiga, con la
que se produjo picor. Al sentir el dolor, las apretó más con las manos,
y nos dijo:
– Mirad, mirad, otra cosa con la que nos podemos mortificar.
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Desde entonces quedamos con la costumbre de darnos, de vez
en cuando, con las ortigas un golpe en las piernas, para ofrecer a
Dios también aquel sacrificio.
Si no me engaño, fue también en el transcurso de este mes
cuando adquirimos la costumbre de dar nuestra merienda a nuestros
pobrecitos, como ya conté a V. Excia. Rvma., en el escrito sobre
Jacinta. Mi madre comenzó, también, en el transcurso de este mes,
a estar más en paz. Ella solía decir:
– Si hubiese, aunque sólo fuera una persona, que viese alguna
cosa, yo tal vez creería: ¡pero, entre tantas gentes, ver sólo ellos!
Ahora, en este último mes, varias personas decían que veían
algunas cosas: unos, que habían visto a Nuestra Señora; otras, varias
señales en el sol, etc., etc. Mi madre decía entonces:
– A mí antes me parecía que si hubiese otras personas que
también viesen algo, creería; pero, ahora, hay tantas que dicen que
ven, y yo no acabo de creer.
Mi padre comenzó también, por entonces, a tomar mi defensa,
imponiendo silencio siempre que comenzaban a reñir conmigo; y
solía decir:
– No sabemos si es verdad; pero tampoco sabemos si es
mentira.
Por este tiempo mis tíos, cansados de las impertinencias de
las personas de fuera, que continuamente pedían vernos y hablarnos,
comenzaron a mandar a su hijo Juan a pastorear el rebaño,
quedando ellos con Jacinta y Francisco en casa. Poco después,
acabaron por venderlo. Y yo comencé a ir sola con mi rebaño, porque
no me gustaba andar con otra compañía. Como ya conté a V. Excia.,
Jacinta y su hermano iban conmigo, cuando yo iba cerca; y si el
pastoreo era lejos, iban a esperarme al camino. Puedo decir que
fueron verdaderamente felices esos días para mí en que, sola, en
medio de mis ovejas, desde la cima de un monte o desde las profundidades
de un valle, yo contemplaba los encantos del cielo y agradecía
a nuestro buen Dios las gracias que desde allá me había
mandado. Cuando la voz de alguna de mis hermanas interrumpía mi
soledad, llamándome para que fuera a casa para hablar con tal o
cual persona que me buscaba, yo sentía un profundo disgusto, y
sólo me consolaba el poder ofrecer a nuestro buen Dios, una vez
más, este sacrificio.
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Vinieron un día a hablarnos tres caballeros. Después de su
interrogatório, bien poco agradable, se despidieron diciendo:
– Mirad si os decidís a decir ese secreto; si no, el señor Administrador
está dispuesto a quitaros la vida.
Jacinta, dejando traslucir su alegría en el rostro, dijo:
– ¡Qué bien! ¡Con lo que me agradan Nuestro Señor y Nuestra
Señora! ¡Así vamos a verlos enseguida!
Corriendo el rumor de que, efectivamente, el Administrador
nos quería matar, una de mis tías, casada en Casais, vino a nuestra
casa, con la intención de llevarnos a la suya, porque decía
ella:
– Yo vivo en otro Ayuntamiento y por eso el Administrador no os
puede ir a buscar allí.
Pero su intención no se realizó, debido a que nosotros no quisimos
ir y respondimos:
– Si nos matan, es lo mismo; vamos al Cielo.
- El trece de septiembre
Así se aproximó el día trece de septiembre. En este día la Santísima
Virgen, después de lo que ya he narrado, nos dijo:
– Dios está contento con vuestros sacrificios, pero no quiere
que durmáis con la cuerda. Ponéosla solamente durante el día.
Excusado será decir que obedecimos puntualmente sus órdenes.
Como en el mes pasado Nuestro Señor, según parece, había querido
manifestar alguna cosa extraordinaria, mi madre tenía la esperanza
de que en ese día, esos hechos serían más claros y evidentes. Pero
como nuestro buen Dios, tal vez para darnos la ocasión de poder
ofrecerle algún sacrificio más, permitió que en este día no trasluciese
ningún rayo de su gloria, mi madre se desanimó de nuevo y la
persecución en casa comenzó otra vez.
Eran muchos los motivos por los que se aflijía. A la pérdida total
de Cova de Iría, que era un bonito pastizal para nuestro rebaño, y de
los comestibles que allí se recogían, se venía a juntar la convicción,
casi cierta, como ella decía, de que los acontecimientos no pasaban
de simples quimeras y fantasías de imaginaciones infantiles.
Una de mis hermanas no hacía otra cosa que ir a llamarme y
quedar en mi lugar pastoreando nuestro rebaño, para que yo fuese a
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hablar con las personas que pedían verme y hablarme. Esta pérdida
de tiempo, para una familia rica, no sería nada; pero para nosotros,
que teníamos que vivir de nuestro trabajo, era algo importante. Mi
madre se vio obligada, pasado no mucho tiempo, a vender nuestro
rebaño, que hacía, para el sustento de la família, no poca falta. De
todo esto se me culpaba y todos me lo echaban en cara en los
momentos críticos. Espero que nuestro buen Dios me lo haya aceptado
todo, pues yo se lo ofrecí, siempre contenta, por poder sacrificarme
por Él y por los pecadores. A su vez, mi madre sufría todo
esto con una paciencia y resignación heroicas; y si me reprendía y
castigaba, era porque me creía mentirosa.
A veces, completamente conforme con los disgustos que Nuestro
Señor le enviaba, decía:
– ¿Será todo esto el castigo que Dios me manda por mis pecados?
Si así es, bendito sea Dios.
- Sin espíritu de lucro
Una vecina se acordó un día, no sé cómo, de decir que unos
señores me habían dado, no recuerdo qué cantidad de dinero. Mi
madre, sin más, me llamó y me preguntó por ello. Como yo le dije
que no lo había recibido, quiso entonces obligarme a entregarlo; y,
para ello, se sirvió del palo de la escoba. Cuando yo ya tenía el polvo
de la ropa bien sacudido, intervino una de mis hermanas, Carolina,
con otra muchacha, vecina nuestra, llamada Virgínia, diciendo que
habían asistido al interrogatório de esos senõres y que habían visto
que ellos no me habían dado nada. Pude, así defendida, retirarme a
mi pozo predilecto y ofrecer, una vez más, este sacrificio a nuestro
buen Dios.
- Una visita curiosa
Si no me engaño, fue también en el trascurso de este mes,
cuando apareció por allí un joven que, por su elevada estatura, me
hizo temblar de miedo (21). Cuando vi entrar en casa, buscándome, a
(21) Se refiere a la visita del Dr. Carlos de Azevedo Mendes, el día 8 de septiembre
de 1917.
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un señor que tuvo que inclinarse para poder entrar por la puerta, me
creí en la presencia de un alemán. Y como en ese tiempo estábamos
en guerra y las famílias solían meter miedo a los niños diciendo: “Ahí
viene un alemán a matarte”, yo pensé que había llegado mi último
momento. Mi susto no pasó desapercibido a dicho joven que procuró
tranquilizarme, sentándome en sus rodillas, y preguntándome con
toda amabilidad. Terminado su interrogatório, pidió a mi madre que
me dejara ir a enseñarle el sitio de las apariciones y rezar allí con él.
Mi madre accedió a su petición y nos fuimos allá. Pero yo me estremecía
de pavor al verme sola, por aquellos caminos, en compañía
del desconocido. Me tranquilizó, sin embargo, la idea de que si me
mataba iría a ver a Nuestro Señor y Nuestra Señora.
Llegados al lugar, puestos de rodillas, me pidió que rezase un
Rosario con él para pedir a la Santísima Virgen una gracia que él
deseaba mucho: que una tal muchacha consintiese recibir con él el
sacramento del matrimonio. Me extrañó la petición, y pensé: “si ella
te tuviese tanto miedo como yo, nunca te diría que sí”. Terminado el
rezo de nuestro Rosario, el buen joven me acompañó hasta cerca de
nuestro pueblo y me despidió amablemente recomendándome su
intención. Empecé entonces una carrera desenfrenada hasta llegar a
casa de mis tíos, temiendo que él volviese atrás.
Cuál no fue mi espanto cuando el día 13 de octubre, me encontré
de repente, después de las apariciones, en los brazos de
dicho personaje, nadando por encima de las cabezas de la gente.
Realmente estaba bien para que todos pudiesen satisfacer su curiosidad
de verme; al poco rato, como el buen señor no veía donde
ponía los pies, tropezó en unas piedras, y cayó; yo no caí porque
quedé apretujada entre el gentío que me rodeaba. Otras personas
me recibieron y dicho personaje desapareció, hasta que pasado algún
tiempo apareció de nuevo allí, con dicha muchacha, ya entonces
su esposa, para agradecer a la Santísima Virgen la gracia recibida
y pedirle una abundante bendición. Este joven es hoy el señor Dr.
Carlos Mendes, de Torres Novas.
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- El trece de octubre
Estamos, pues, Exmo. Rvmo. Señor Obispo, en el día trece de
octubre. Ya sabe V. Excia. Rvma. todo lo que pasó en este día (22). De
esta aparición, las palabras que más se me grabaron en el corazón,
fue la petición de Nuestra Santísima Madre del Cielo:
– No ofendan más a Dios, Nuestro Señor, que ya está muy
ofendido.
¡Qué amorosa queja y qué tierna petición! ¡Cómo me gustaría
que los hombres de todo el mundo y todos los hijos de la Madre del
Cielo escuchasen su voz!
Se había extendido el rumor de que las autoridades habían
decidido hacer explotar una bomba junto a nosotros, en el momento
de la aparición. No sentimos, por ello, miedo alguno y hablando
de esto con mis primos, dijimos:
– ¡Qué bien si nos fuera concedida la gracia de subir, desde
allí con Nuestra Señora al Cielo!
Sin embargo, mis padres se asustaron, y por primera vez quisieron
acompañarme, diciendo:
– Si mi hija va a morir, yo quiero morir a su lado.
Mi padre me llevó, entonces, de la mano hasta el lugar de las
apariciones. Pero, desde el momento de las apariciones, no lo volví
a ver más, hasta que por la noche me encontré en el seno de la
familia.
La tarde de este día la pasé con mis primos, como si fuésemos
algún bicho raro que la multitud procuraba ver y observar. Llegué
a la noche verdaderamente cansada de tantas preguntas e
interrogatorios, los cuales no acabaron ni con la noche. Varias personas,
porque no habían podido interrogarme, quedaron haciendo
turno para la mañana siguiente. Aún quisieron algunos hablarme
por la noche; pero yo, vencida por el sueño, me dejé caer en el
suelo para dormir. Gracias a Dios, el respeto humano y el amor
propio en aquella edad aún no los conocía, y por ello estaba tranquila
ante cualquier persona, como si estuviese con mis padres.
Al día siguiente continuaron los interrogatorios, o, mejor dicho,
en los días siguientes, porque, desde entonces, casi todos los días
(22) Tenemos el precioso informe del Párroco de Fátima; en los interrogatorios se
mencionan los mismos acontecimientos.
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iban personas a implorar la protección de la Madre del Cielo a Cova
de Iría, y todos querían ver a los videntes, hacerles sus preguntas y
rezar con ellos el Rosario. A veces me sentía tan cansada de tanto
repetir lo mismo y de rezar, que buscaba un pretexto para excusarme
y escapar. Pero aquella pobre gente insistía tanto, que yo tenía
que hacer un esfuerzo, a veces no pequeño, para satisfacerla. Repetía,
entonces, mi oración habitual en el fondo de mi corazón: “Es por
tu amor, Dios mío, en reparación de los pecados cometidos contra el
Inmaculado Corazón de María, por la conversión de los pecadores y
por el Santo Padre”.
- Interrogatorios de sacerdotes
Ya dije a V. Excia. Rvma., en el escrito sobre mi prima, cómo
fueron dos venerables sacerdotes, quienes nos hablaron de Su
Santidad y de la necesidad que tenía de oraciones. Desde entonces,
no ofrecíamos a Dios oración o sacrificio alguno, en que no
dirigiésemos una súplica por Su Santidad. Y concebimos un amor
tan grande al Santo Padre que, cuando un día el Sr. Cura dijo a mi
madre que seguramente yo iba a tener que ir a Roma, para ser
interrogada por el Santo Padre, batía las palmas de alegría y decía
a mis primos:
– ¡Qué bien, si voy a ver al Santo Padre!
Y a ellos se les caían las lágrimas, y decían:
– Nosotros no vamos, pero ofrecemos este sacrificio por él.
El Sr. Párroco me hizo también su último interrogatorio. El tiempo
determinado para los hechos había concluido y su Rvcia. no
sabía qué decir a todo esto. Comenzó también a demostrar su descontento:
– ¿Para qué va esa cantidad de gente a postrarse en oración a
un descampado, cuando el Dios Vivo, el Dios de nuestros altares,
sacramentado, permanece solitario, abandonado en el Tabernáculo?
¿Para qué ese dinero que dejan, sin fin alguno, debajo de
esa carrasca, mientras la iglesia en obras no hay manera de acabarla,
por falta de medios?(23)
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