Flora Cantábrica

Matias Mayor

Archivo del 3 agosto, 2023

lIl. DESPUES DE LAS APARACIONES

 

  1. Lucía va a la escuela

 

Estoy escribiendo hasta aquí, sin ton ni son, como se suele

decir; y ya voy dejando atrás algunas cosas. Pero estoy haciendo

lo que V. Excia. Rvma. me dijo: que escribiese según lo fuera recordando

con toda sencillez. Pues así lo quiero hacer, sin que me

importe el orden ni el estilo. Me parece que así mi obediencia es

más perfecta; y, por tanto, más agradable a Nuestro Señor y al

Inmaculado Corazón de María.

Vuelvo, pues, a la casa paterna. Ya dije a V. Excia. que mi madre

tuvo que vender nuestro rebaño, quedando sólo con tres ovejas

que llevábamos con nosotros al campo; y, cuando no íbamos,

les dábamos de comer algunas cosas en el corral. Mi madre me

mandó, entonces, a la escuela; y, en el tiempo que me quedaba

libre, quería que aprendiese a tejer y a coser. Así, me tenía segura

en casa y no tenía que perder tiempo en buscarme.

Un hermoso día hablaban mis hermanas de ir a hacer la vendimia

de un rico señor de Pé de Cão (27), con otras chicas. Mi madre

decidió que ellas irían, pero que yo iría también con ellas. (También

ya dije al principio, que mi madre tenía la costumbre de no dejarlas ir

a ningún sitio sin que me llevasen).

 

  1. Actitud del Párroco

Por entonces, el Sr. Cura comenzó también a preparar a los

niños para una Comunión solemne. Como desde los seis años yo

repetía la Comunión solemne, mi madre decidió que este año yo

no la haría, por lo cual no fui a la explicación de la doctrina. Al salir

de la escuela, cuando los demás niños iban para la puerta del Sr.

Cura, yo me marchaba para mi casa a seguir con mi costura o con

mi tejido. Al buen Párroco no le agradó mi falta a la doctrina; y su

hermana, al salir yo de la escuela, mandó a llamarme por otra niña.

(27) Esta propiedad, en las proximidades de Torres Novas, perteneció al ingeniero

Mario Godinho. El mismo hizo, el día 13 de julio de 1917, la primera fotografía

que tenemos de los niños.

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Ésta me encontró ya camino de Aljustrel, junto a la casita de un

pobre hombre, al que llamaban ‘el Caracol’; me dijo que la hermana

del Sr. Cura me mandaba llamar; y que, por tanto, fuera hacia allá.

Pensando que era para algún interrogatorio, me disculpé diciendo

que mi madre me había mandado ir enseguida a casa; y, sin más,

eché a correr como una tonta a través de los campos, en busca de

un escondrijo, donde no pudiese ser encontrada. Pero esta vez el

juego me salió caro.

Pasados algunos días, hubo en la feligresía una fiesta, cuya

Misa vinieron a cantar varios sacerdotes de fuera. Al terminar la

fiesta, el Sr. Cura me mandó llamar, y delante de todos aquellos

sacerdotes me reprendió severamente por no haber ido a la doctrina,

y por no haber acudido al llamamiento de su hermana; en fin,

todas mis debilidades aparecieron allí y el sermón se fue prolongando

por largo rato. Por fin, no sé cómo apareció allí un venerable

sacerdote que procuró defender mi causa. Quiso disculparme, diciendo

que tal vez fue mi madre la que no me dejaba. Pero el buen

Párroco respondió:

– ¿La madre? ¡La madre es una santa! ¡Esta sí que es una

criatura que aún estamos por ver lo que va a salir de aquí!

El buen sacerdote, que venía a ser Sr. Vicario de Torres Novas,

me preguntó entonces amablemente el motivo de no haber ido a la

doctrina. Expuse entonces la determinación que había tomado mi

madre. No creyéndome el Sr. Cura, me mandó que llamase a mi

hermana Gloria, que estaba en el atrio, para informarse de la verdad.

Después de saber que las cosas eran como yo acababa de

decir, concluyó:

– Pues bien, o la niña viene ahora, estos días que faltan, a la

doctrina, y, después de hacer la confesión conmigo, recibe la Comunión

solemne con los demás niños, o, bien, en la feligresía no

vuelve a recibir la Comunión.

Al oír tal propuesta, mi hermana manifestó que, cinco días antes

yo debía partir con ellas y que nos hacía un gran transtorno; que

si su Rvcia. quería, yo iría a confesar y comulgar un día antes de

partir. El buen Párroco no entendió la petición y se mantuvo firme

en su propuesta.

Al llegar a casa, informamos a mi madre, que, al enterarse de

lo ocurrido, fue también a pedir a su Rvcia., que me confesara y

diese la comunión otro día. Pero todo fue inútil. Mi madre decidió,

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entonces, que a pesar de la distancia del viaje y de las dificultades

de hacerlo –porque, además de ser larguísimo, era necesario ir por

caminos malos, atravesar montes y sierras–, después del día de la

Comunión solemne, mi hermano haría el viaje para llevarme allá. Yo

creo que sudaba tinta, sólo con la idea de tenerme que confesar

con el Sr. Cura. ¡Qué miedo el que le tenía! Lloraba de aflicción.

Llegó la víspera, y su Rvcia. mandó que todos los niños fuesen

por la tarde a la iglesia para confesarse. Allá fui, pues, con el

corazón más encogido que si estuviese en una prensa; al entrar en

la iglesia, vi que había varios sacerdotes confesando. En un confesionario,

al fondo, estaba el Padre Cruz, de Lisboa. Yo ya había

hablado con su Rvcia. y me había agradado mucho. Sin tener en

cuenta que en un confesionario abierto, en medio de la iglesia,

estaba el Sr. Cura fijándose en todo, pensé: primero voy a confesarme

con el P. Cruz y a preguntarle cómo he de hacer; y, después,

voy al Sr. Cura.

El P. Cruz me recibió con toda amabilidad, y después de oírme,

me dio consejos, diciéndome que si no quería ir al Sr. Cura que

no fuese; que, por ello, el Sr. Cura no podría negarme la Comunión.

Radiante de alegría con estos consejos, recé la penitencia y me

escapé de la iglesia con miedo de que alguien me llamara. Al día

siguiente, fui allí con mi vestido blanco, recelando aún de que la

Comunión me fuese negada. Pero su Rvcia. se contentó, por entonces,

con hacerme saber, al fin de la fiesta, que no le había pasado

desapercibida mi falta de obediencia en irme a confesar con

otro sacerdote.

El buen Párroco continuó mostrándose cada vez más descontento

y confuso con relación a los hechos; y, un buen día, dejó la

parroquia. Se extendió, entonces, la noticia de que su Rvcia. se

había ido por mi culpa (28), por no haber querido asumir la responsabilidad

de los hechos. Como era un párroco celoso y querido por el

pueblo, no me faltaron, por ello, motivos para sufrir. Algunas piadosas

mujeres, cuando me encontraban, desahogaban su disgusto,

dirigiéndome insultos, y, a veces, me despedían con un par de bofetadas

o puntapiés.

.

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  1. Comunión en el sufrimiento

Jacinta y Francisco pocas veces tomaban parte en estos mimos

que el Cielo nos enviaba, porque sus padres no consentían

que nadie les tocase. Pero sufrían al verme sufrir, y no pocas veces

las lágrimas les corrían por la cara al verme afligida y mortificada.

Un día Jacinta me decía:

– Ojalá mis padre fueran como los tuyos, para que esta gente

también me pudiera pegar, porque así tendría más sacrificios que

ofrecer a Nuestro Señor.

No obstante, ella sabía aprovechar bien las ocasiones de mortificarse.

También teníamos por costumbre, de vez en cuando, ofrecer

a Dios el sacrificio de pasar un novenario o un mes sin beber.

Una vez hicimos este sacrificio en pleno mes de agosto, en el que

el calor era sofocante. Volvíamos un día, después de rezar nuestro

Rosario, de Cova de Iría, y al llegar junto a una laguna que queda

al lado del camino, me dijo Jacinta

– ¡Oye: tengo tanta sed y me duele tanto la cabeza! Voy a

beber un poco de este agua.

– De ésta no –le respondí–, mi madre no quiere que bebamos

de aquí, porque hace daño. Vamos allá, a pedir una poquita a tía

María dos Anjos. (Era una vecina nuestra que hacía poco tiempo

se había casado y vivía allí en una casita).

– No, de esa agua buena no quiero. Beberé de ésta, porque en

vez de ofrecer a Nuestro Señor la sed, le ofreceré el sacrificio de

beber de esta agua sucia.

Verdaderamente, el agua de esta laguna era muy sucia. Varias

personas lavaban allí la ropa, y los animales iban a beber y a bañarse.

Por ello, mi madre tenía el cuidado de recomendar a sus

hijos que no bebiesen de esta agua.

Otras veces decía:

– Nuestro Señor debe de estar contento con nuestros sacrificios,

porque yo ¡tengo tanta, tanta sed!; pero no quiero beber, quiero

sufrir por su amor.

Un día estábamos sentados en el portal de la casa de mis tíos,

cuando nos dimos cuenta que se aproximaban varias personas.

Francisco y yo, enseguida, corrimos cada uno a nuestro cuarto a

escondernos debajo de las camas. Jacinta dijo:

– Yo no me escondo; voy a ofrecer a Dios este sacrificio.

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Y aquellas personas se aproximaron, hablaron con ella, esperaron

mucho tiempo mientras me buscaban y, por fin, se marcharon.

Salí entonces de mi escondrijo y le pregunté:

– ¡Qué respondiste cuando te preguntaron si sabías dónde

estábamos?

– No respondí nada; bajé la cabeza y los ojos hacia el suelo y

no dije nada. Hago siempre así cuando no quiero decir la verdad. Y

mentir tampoco quiero, porque es pecado.

En verdad, ella tenía mucho la costumbre de proceder así, y

era inútil cansarse de hacer preguntas, que no obtenían ni la mínima

respuesta. Sacrificios de esta clase, de ordinario, si nosotros

podíamos escapar, no estábamos dipuestos a ofrecerlos.

Otro día, estábamos sentados a unos pasos de su casa, a la

sombra de dos higueras que hay sobre el camino. Francisco se

apartó un poco, jugando. Notando que se aproximaban varias señoras,

corre a darnos la noticia. Como en aquel tiempo se usaban

unos sombreros con unas alas casi del tamaño de una criba, pensamos

que con semejantes cartapacios no nos verían; y, sin más,

subimos a la higuera. Después que las señoras pasaron, descendimos

apresuradamente y, en precipitada fuga, fuimos a escondernos

en un campo de maíz.

Esta manera nuestra de escaparnos siempre que podíamos,

constituía también un motivo de queja del Sr. Cura; y en especial

su Rvcia.se quejaba de que nos escapábamos de los sacerdotes.

Era cierto y su Rvcia. tenía razón. Pero era porque también los

sacerdotes nos interrogaban, nos reinterrogaban y nos volvían a

interrogar. Cuando nos veíamos en la presencia de un sacerdote,

ya nos disponíamos a ofrecer a Dios uno de nuestros mayores

sacrificios.

 

  1. Prohibición de la peregrinación

 

Entretanto, el Gobierno no se conformaba con la marcha de

los acontecimientos. Se habían puesto en el lugar de las apariciones

unos palos, a modo de arcos, con unas linternas que algunas

personas tenían el cuidado de mantener encendidas. Mandaron,

pues, una noche a algunos hombres con un automóvil para

derribar dichos palos, cortar la encina donde se había dado la aparición

y llevarla arrastrando detrás del automovil.

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Por la mañana, se extendió rápidamente la noticia del hecho.

Allá fui corriendo para ver si era verdad. Pero cuál no sería mi alegría

al ver que los pobres hombres se habían equivocado, y en

lugar de la encina auténtica habían arrancado una de las colindantes.

Pedí, entonces, a Nuestra Señora perdón por aquellos pobres

hombres y recé por su conversión.

Pasado algún tiempo, en un día 13 de mayo, no recuerdo si de

1918 o 19 (29), al amanecer, corrió la noticia de que en Fátima había

una fuerza de caballería, para impedir al pueblo la ida a Cova de Iría.

Toda la gente, muy asustada, me iba a dar la noticia, diciendo que

seguramente aquel día era el último de mi vida. Sin hacer caso de lo

que me decían, me puse en camino de la iglesia. Al llegar a Fátima,

pasé por entre los caballos que llenaban la plaza, entré en la iglesia,

oí la Misa que celebró un sacerdote desconocido, comulgué y, después

de dar gracias, volví en paz a casa, sin que nadie me dijese

una sola palabra. No sé si no me vieron o si no me dieron importancia.

Por la tarde, a pesar de las noticias que constantemente llegaban,

de que la tropa hacía esfuerzos para apartar al pueblo, sin

conseguirlo, allá fui también para rezar mi Rosario. En el camino,

se juntó conmigo un grupo de mujeres que habían venido de fuera.

Cuando me aproximaba ya al lugar, vienen al encuentro del grupo

dos militares, fustigando apresuradamente sus caballos para alcanzarnos.

Al llegar junto a nosotros, preguntaron para dónde íbamos.

Al oír la respuesta osada de las mujeres – “que no les importaba”

-, fustigaron los caballos, haciendo intención de querer atropellarnos.

Las mujeres huyeron, cada una por su lado, y en un

momento me encontré sola en la presencia de los jinetes. Me preguntaron

entonces mi nombre, a lo que respondí sin tardar. Entonces

me preguntaron si yo era la tal vidente. Respondí que sí. Me

dieron entonces la orden de ponerme en medio del camino y de

caminar en medio de los dos caballos, indicándome el camino a

Fátima.

Al aproximarme a la laguna, de la que ya hablé, una pobre

mujer que allí vivía, de la que hace poco también hablé, al verme a

(29) Fue el 13 de mayo de 1920. Hay fechas que ni la misma Lucía puede identificar.

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alguna distancia, así entre los caballos, salió al medio del camino

y, como si fuera otra Verónica, procuró inculcarme coraje. Los soldados

la obligaron a retirarse sin pérdida de tiempo y la pobre mujer

quedó deshecha en llanto, lamentando mi desgracia. Algunos

pasos más adelante, me mandaron parar y me preguntaron si aquella

mujer era mi madre. Respondí que no. Ellos no lo creyeron y

preguntaron si aquella casa no era la mía. De nuevo, les dije que

  1. Ellos entonces, que parecía que no me creían, me mandaron

seguir un poco más adelante, hasta la casa de mis padres. Al llegar

a un terreno, que queda un poco antes de entrar en Aljustrel, junto

a una pequeña fuente, al ver allí abiertos unos hoyos para plantar

árboles, me mandaron parar y, tal vez para asustarme, le dijo el

uno al otro:

– Aquí hay hoyos abiertos. Con una de nuestras espadas le

cortamos la cabeza y aquí la dejamos, ya enterrada. Así acabamos

con esto de una vez para siempre.

Al oír estas palabras, creí realmente llegado mi último momento;

pero quedé tan tranquila, como si nada de aquello fuese conmigo.

Pasado un momento, en que pareció quedaron pensativos, el otro

respondió:

– No, no tenemos autorización para eso.

Y me mandaron continuar mi camino. Atravesé así, nuestra

pequeña aldea, hasta llegar a casa de mis padres. Toda la gente

salía a las puertas y ventanas para ver lo que pasaba. Unos se

reían con burla, otros lamentaban con pena mi suerte. Al llegar a

mi casa, me mandaron llamar a mis padres. No estaban. Uno se

bajó, entonces, para ver si estaban escondidos. Dio una vuelta por

la casa; y después, al no encontrarlos, me dio la orden de no salir

de allí más en aquel día; y, montando en sus caballos, se fueron.

Al caer la tarde, corrió la noticia de que la tropa se había retirado,

vencida por el pueblo; y al ponerse el sol, yo rezaba mi Rosario

en Cova de Iría, acompañada por centenares de personas. Según

me contaron después, cuando yo iba prisionera, algunas personas

fueron a avisar a mi madre de lo que pasaba; ella respondió:

– Si es cierto que ella vio a Nuestra Señora, Nuestra Señora la

defenderá; y si ella miente, está bien que sea castigada.

Y permaneció, como antes, tranquila.

Ahora, alguien me ha de preguntar:

– Y mientras pasó todo eso, ¿qué fue de tus compañeros?

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– No lo sé. No recuerdo nada de ellos en este momento. Tal

vez los padres, en vista de las noticias que corrían, no los dejaron

salir de casa en ese día.

 

  1. La madre de Lucía enferma gravemente

 

El Señor debía complacerse en verme sufrir, pues me preparaba

aún un cáliz mucho más amargo, que dentro de poco me

daría a beber: mi madre cayó gravemente enferma, hasta tal punto

que un día la creíamos agonizante. Fuimos, entonces, todos sus

hijos junto a su cama, para recibir su última bendición y besarle su

mano moribunda. Por ser la más joven fui la última. Mi pobre madre,

al verme, se reanimó un poco, me echó los brazos al cuello y,

suspirando, exclamó:

– ¡Mi pobre hija!, ¿qué será de ti sin madre? Muero con el

corazón atravesado por ti.

Y, prorrumpiendo en amargos sollozos, me apretaba cada vez

más a su pecho. Mi hermana mayor me arrancó de sus brazos a la

fuerza; y, llevándome a la cocina, me prohibió volver más al cuarto

de la enferma; y concluyó diciendo.

– Madre muere amargada con los disgustos que tú le has dado.

Me arrodillé, incliné la cabeza sobre un banco y con una profunda

amargura, como nunca había experimentado, ofrecí a nuestro

buen Dios este sacrificio. Pocos momentos después, mis dos

hermanas mayores, viendo el caso perdido, vuelven junto a mí y

me dicen:

– Lucía, si es cierto que viste a Nuestra Señora, vete ahora a

Cova de Iría. Pídele que cure a nuestra madre. Prométele lo que

quieras, que lo haremos; y entonces, creeremos.

Sin detenerme un momento, me puse en camino. Para no ser

vista, me fui por un atajo que hay entre los campos, rezando hasta

allí el Rosario. Hice a la Santísima Virgen mi petición; desahogué

allí mi dolor, derramando copiosas lágrimas, y volví a casa, confortada

con la esperanza de que mi querida Madre del Cielo me daría

la salud de la madre de la tierra. Al entrar en casa, mi madre ya

sentía alguna mejoría; y, pasados tres días, ya podía desempeñar

sus trabajos domésticos.

Yo había prometido a la Santísima Virgen, si Ella me concedía lo

que yo le pedía, ir allá, durante nueve días seguidos, acompaña109

da de mis hermanas, rezar el Rosario e ir de rodillas desde lo alto del

camino hasta los pies de la encina; y el último día llevar nueve niños

pobres y darles al fin una comida. Fuimos, pues, a cumplir mi promesa,

acompañadas de mi madre, que decía:

– ¡Qué cosa!, Nuestra Señora me curó, y yo parece que aún

no creo. No sé cómo es esto.

 

  1. Muerte del padre

 

Nuestro buen Dios me dio este consuelo, pero de nuevo llamaba

a la puerta con otro sacrificio, no menos pequeño. Mi padre

era un hombre sano, robusto, que no sabía qué era un dolor de

cabeza. Y, en menos de 24 horas, casi de repente, una pulmonía

doble, lo llevó a la eternidad (30). Mi dolor fue tal que creí que moría.

El era el único que continuaba mostrándose mi amigo, y en las

discusiones que contra mí se levantaban en familia, era el único

que me defendía.

– ¡Dios mío, Dios mío! –exclamaba yo retirada en mi cuarto–

nunca pensé que me tuvieses guardado tanto sufrimiento. Pero

sufro por tu amor, en reparación de los pecados cometidos contra

el Inmaculado Corazón de María, por el Santo Padre y por la conversión

de los pecadores.

 

  1. Enfermedad y muerte de Jacinta y Francisco

 

Por este tiempo, Jacinta y Francisco comenzaron también a

empeorar (31). Jacinta me decía algunas veces:

– ¡Siento un dolor tan grande en mi pecho! Pero no digo nada

a mi madre; quiero sufrir por Nuestro Señor, en reparación de los

pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María, por el

Santo Padre y por la conversión de los pecadores.

Cuando un día por la mañana llegué junto a ella, me preguntó:

– ¿Cuántos sacrificios ofreciste esta noche a Nuestro Señor?

– Tres: me levanté tres veces para rezar las oraciones del Ángel.

– Pues yo le ofrecí muchos, muchos; no sé cuántos fueron,

porque tuve muchos dolores y no me quejé.

Francisco era más callado. Hacía habitualmente todo lo que

nos veía hacer a nosotras, y raras veces sugería algo. En su dolencia

sufría con una paciencia heroica, sin dejar nunca escapar ningún

gemido, ni la más leve queja. Le pregunté un día poco antes de

morir.

– Francisco, ¿sufres mucho?

– Sí; pero lo sufro todo por amor de Nuestro Señor y de Nuestra

Señora.

Un día me dio la cuerda de la que ya hablé y me dijo:

– Toma, llévatela antes que mi madre la vea. Ahora ya no soy

capaz de ponermela en la cintura.

Tomaba todo lo que la madre le llevaba, y nunca llegué a saber

si alguna cosa le repugnaba.

Así llegó el día feliz de partir para el Cielo (32). La víspera nos

dijo, a mí y a su hermanita:

– Voy al Cielo, pero allí he de pedir mucho a Nuestro Señor y a

Nuestra Señora que os lleve también allá en breve.

Me parece que ya describí, en el escrito sobre Jacinta, lo

mucho que nos costó esta separación. Por ello, no lo repito ahora

aquí.

 

  1. Paciencia de Jacinta en la enfermedad

 

Jacinta se quedó, pues, allí con su dolencia que poco a poco

se fue agravando. Tampoco voy ahora a describirla, porque también

lo hice ya. Sólo voy a contar algún que otro acto de virtud que

le vi practicar y que me parece que aún no describí.

Su madre sabía que le repugnaba la leche. Un día le llevó,

junto con la taza de leche, un hermoso racimo de uvas.

– Jacinta, le dijo, toma; si no puedes tomar la leche, déjala y

tómate las uvas.

– No, madre mía; las uvas no las quiero, llévatelas; dame más

bien la leche, que si la tomo.

 

Y, sin mostrar la mínima repugnancia, la tomó. Mi tía se retiró

contenta, pensando que el fastidio de su hijita iba desapareciendo.

Jacinta se volvió después a mí y me dijo:

– ¡Me apetecían tánto aquellas uvas y me costó tánto tomar la

leche! Pero quise ofrecer este sacrificio a Nuestro Señor.

Otro día, por la mañana, la encontré muy desfigurada y le pregunté

si se encontraba peor.

– Esta noche, dijo, tuve muchos dolores, y quise ofrecer a

Nuestro Señor el sacrificio de no moverme en la cama; por eso no

dormí nada.

Otra vez me dijo:

– Cuando estoy sola, dejo la cama para rezar las oraciones

del Ángel; pero ahora ya no soy capaz de llegar con la cabeza al

suelo, porque me caigo. Rezo sólo de rodillas.

Un día, en que tuve ocasión de hablar con el Sr. Vicario, su Rvcia.

me preguntó por Jacinta y su estado de salud. Le dije lo que me

parecía de su estado de salud, y después, conté a su Rvcia. lo que

ella me había dicho: que ya no era capaz de inclinarse hasta el suelo

para rezar. Su Rvcia. me mandó, entonces, decirle que no quería

que descendiese más de la cama para rezar; que echada en la

cama rezase sólo lo que pudiese, sin cansarse. Le di el recado en

la primera ocasión que tuve y ella me preguntó:

– ¿Y Nuestro Señor quedará contento?

– Sí, le respondí; Nuestro Señor quiere que se haga lo que el

Sr. Vicario nos manda.

– Entonces está bien, nunca más me volveré a levantar.

A mí me agradaba, siempre que podía, ir al Cabezo, a nuestra

cueva predilecta, para rezar. Como a Jacinta le agradaban mucho

las flores, a la vuelta cogía un ramo, en la cuesta, de lirios y peonias,

cuando las había, y se lo llevaba, diciendo:

– Toma, son del Cabezo:

Ella las abrazaba, y a veces decía, con el rostro bañado en

lágrimas:

– ¡Nunca más volveré allá, ni a los Valinhos, ni a Cova de Iría;

y tengo tántas añoranzas!

– Pero, ¿qué te importa, si vas al Cielo a ver a Nuestro Señor

y a Nuestra Señora?

– Pues es verdad, respondía.

112

Y quedaba contenta, deshojando su ramo de flores, y contando

los pétalos de cada flor.

Pocos días después de enfermar, me entregó la cuerda que

usaba, diciendo:

– Guárdamela, que tengo miedo que me la vea mi madre. Si

mejoro, la quiero otra vez.

Esta cuerda tenía tres nudos y estaba algo manchada de sangre.

La conservé escondida hasta que salí definitivamente de casa

de mi madre. Después, no sabiendo qué hacer con ella, la quemé

junto con la de su hermanito.

 

  1. Enfermedad y viajes de Lucía

 

Varias personas de fuera que iban allí, al verme con una cara

amarillenta y medio anémica, pedían a mi madre que me dejase ir

unos días a sus casas, diciendo que tal vez el cambio de aire me

haría bien. Por este motivo, mi madre daba su consentimiento y así

me llevaban, ya a unos sitios, ya a otros.

En estos viajes no siempre encontraba estima y cariño. Al lado

de personas que me admiraban y creían santa, había siempre

otras que me vituperaban y me llamaban hipócrita, visionaria y

hechicera. Era nuestro buen Dios que echaba sal en el agua, para

que ésta no se corrompiese. Así, gracias a esta Divina Providencia,

pasé por el fuego sin quemarme, ni llegar a conocer aquel

bichillo de vanidad que acostumbra a carcomer todo. En estas

ocasiones, yo solía pensar: “Todos se engañan: ni soy una santa,

como dicen algunos; ni una mentirosa, como dicen otros; sólo Dios

sabe lo que soy”.

Al volver, corría junto a Jacinta, que me decía:

– Oye, no vuelvas a irte, ya tenía tantas ganas de verte; desde

que te fuiste no he hablado con nadie; con los otros, no sé hablar.

Llegó, por fin, para ella el día de partir a Lisboa. Ya escribí

nuestra despedida, por ello no la repito aquí. ¡Qué tristeza la que

yo sentí al verme sola! En tan poco tiempo, nuestro buen Dios me

llevó al Cielo a mi querido padre, en seguida a Francisco, y ahora a

Jacinta, que yo no volvería a ver en este mundo.

Enseguida que pude me retiré al Cabezo, me interné en la

cueva de Rocas, para desahogar allí, a solas con Dios, mi dolor y

derramar con abundancia las lágrimas de mi llanto.

113

Al descender la cuesta, todo me recordaba a mis queridos

compañeros: las piedras, donde tantas veces nos habíamos sentado;

las flores, que yo ya no cogía, por no tener a quién llevarlas;

los Valinhos, donde juntos habíamos gozado las delicias del Paraiso.

Tanto recordaba a Jacinta que, dudando de la realidad y medio

abstraída, entré un día en casa de mi tía, y dirigiéndome al

cuarto de Jacinta, la llamé. Su hermanita Teresa, al verme así, me

impidió el paso, diciéndome que Jacinta ya no estaba ahí.

Pasado poco tiempo, llegó la noticia de que había volado al

Cielo. (33) Trajeron, entonces, su cadáver a Vila Nova de Ourém. Mi

tía me llevó allá un día, junto a los restos mortales de su hijita, con

la esperanza de que así me distraería. Pero, durante mucho tiempo,

parecía que mi tristeza aumentaba cada vez más. Cuando encontraba

el cementerio abierto, me sentaba junto al sepulcro de

Francisco, o de mi padre, y allí pasaba largas horas.

Gracias a Dios que, pasado algún tiempo, mi madre decidió ir

a Lisboa y llevarme consigo (34). Por mediación del Señor Doctor

Formigão, una piadosa señora nos recibió en su casa y se ofreció

a pagar mi educación en un colegio si yo quería quedarme allí. Mi

madre y yo aceptamos, agradecidas, la caritativa oferta de la señora,

de nombre doña Asunción Avelar.

Mi madre, después de haber consultado a los médicos, y de

oír que necesitaba una operación de riñones y espalda, pero que

ellos no se responsabilizaban de su vida, en vista de que también

tenía una lesión de corazón, volvió a casa, dejándome entregada a

los cuidados de aquella señora. Cuando ya lo tenía todo preparado

y señalado el día para entrar en el colegio, dijeron que el Gobierno

había sabido que yo estaba en Lisboa y me buscaba. Me llevaron,

entonces, a Santarém, a casa del señor Dr. Formigão, donde estuve

algunos días escondida, sin que ni siquiera me dejaran ir a Misa.

Y por fin, la hermana de su Rvcia. vino a traerme a casa de mi

madre, prometiendo arreglar mi entrada en un colegio, que enton-

ces tenían las Religiosas Doroteas en España; y que, después que

estuviese todo arreglado, me irían a buscar. Con todas estas cosas,

me distraje un poco, y aquella tristeza abrumadora me fue

pasando.

 

  1. Primer encuentro con el Obispo

 

Por estas fechas, V. Excia. Rvma. entraba en Leiría (35) y nuestro

buen Dios confiaba a sus cuidados un pobre rebaño largos años

sin pastor. No faltó quien pensó asustarme con la llegada de V.

Excia. Rvma., como ya habían hecho otra vez con un venerable

sacerdote, diciendo que V. Excia. lo sabía todo, que adivinaba y

penetraba en lo íntimo de la conciencia, y que ahora iba a descubrir

todos mis embustes. En lugar de asustarme, ansiaba hablarle

y pensaba: “si es cierto que lo sabe todo, sabe que digo la verdad”.

Así, después de que una buena señora de Leiría se ofreció a

llevarme junto a V. Excia. Rvma., acepté gustosa la propuesta. Allá

me fui en la expectativa del feliz momento, Llegó, por fin, ese día. Y

al llegar a palacio me mandaron entrar con aquella señora a una

sala y esperar un poco. Vino, pasado algunos momentos, el Secretario

(36) de V. Excia. Rvma., que habló amablemente con la señora

doña Gilda, que me acompañaba, haciéndome, de vez en cuando,

algunas preguntas. Como ya me había confesado dos veces con

su Rvcia., ya le conocía; y por ello, su conversación me resultó

agradable. Pasado un rato, vino el señor doctor Marques dos Santos

(37), con sus zapatos de hebilla, y envuelto en su gran capa. Era

la primera vez que yo veía vestido así a un sacerdote, por ello me

llamó mucho más la atención. Comenzó, pues, a desenvolver su

repertorio de preguntas, que me parecía no tener fin. De vez en

cuando se reía, con un aire como de burla, de mis respuestas; y el

momento de hablar con el Señor Obispo no había manera de que

llegara. Por fin vino de nuevo el Secretario de V. Excia., a decir a la

señora que me acompañaba que, cuando el señor Obispo llegase,

(35) El nuevo Obispo, D.José Alves Correia da Silva, entró en la Diócesis el 5 de

agosto de 1920

(36

se disculpase diciendo que tenía que ir a hacer algunos recados, y

que se retirase: porque, decía su Rvcia., puede ser que su Excia. le

quiera alguna cosa en particular. Al oír este recado, exulté de alegría

y pensé: El Señor Obispo, como lo sabe todo, no me hará

muchas preguntas y estará sólo conmigo: ¡qué bien!

La buena señora supo hacer muy bien su papel cuando V. Excia.

Rvma. llegó; y así, tuve la dicha de hablar a solas con V. Excia. Lo

que en esta entrevista pasó, no lo voy a describir ahora, porque V.

Ex.cia Rvma., de cierto, lo recuerda mejor que yo. En verdad, cuando

os vi, Exmo. y Rvmo. Señor, recibirme con tanta bondad, sin hacerme

la más mínima pregunta curiosa o inútil, interesándoos sólo

por el bien de mi alma, y comprometiéndoos a tener cuidado de la

pobre ovejita que el Señor acababa de confiaros quedé, más que

nunca, creyendo que V. Excia. Rvma. lo sabía todo; y que no dudé

ni un momento en abandonarme a vuestras manos.

Las condiciones impuestas por V. Excia. Rvma. para conseguirlo,

para mi forma natural de ser, eran fáciles: guardar completo

secreto de todo lo que V. Excia. Rvma. me había dicho, y ser buena.

Allá me fui, guardando para mi mi secreto, hasta el día en que V.

Excia. Rvma. mandó pedir el consentimento de mi madre.

 

  1. Lucía se despide de Fátima

 

Se señaló, por fin, el día de mi partida. La víspera fui, pues,

con el corazón encogido por la nostalgia, a despedirme de todos

nuestros lugares, bien segura de que era la última vez que los pisaba:

el Cabezo, el Roquedal, los Valinhos, la iglesia parroquial,

donde el buen Dios había comenzado la obra de su misericordia, y

el cementerio, donde dejaba los restos mortales de mi querido padre

y de Francisco, que no había podido olvidar.

De nuestro pozo me despedí ya iluminado por la pálida luz de

la luna; y de la vieja era, donde tantas veces había pasado largas

horas contemplando el lindo cielo estrellado y las maravillosas salidas

y puestas de sol, que de cuando en cuando me encantaba,

haciendo brillar sus rayos en las gotas de rocio, que por las mañanas

cubrían las montañas, como si fuesen perlas; y por las tardes,

los copos de nieve, cuando ésta caía durante el día pendientes

de los pinos que hacían recordar las bellezas del Paraíso.

116

Sin despedirme de nadie, al día siguiente (38), a las dos de la

mañana, acompañada de mi madre y de un pobre trabajador que

iba a Leiría, llamado Manuel Correia, me puse en camino, llevando

inviolable mi secreto. Pasamos por Cova de Iría para hacer allí mis

últimas despedidas. Recé allí, por última vez, mi Rosario; y, hasta

que pude distinguir el lugar, me fui volviendo para atrás, como para

decirle mi último adiós.

Llegamos a Leiria sobre las nueve de la mañana. Allí me encontré

con la señora doña Filomena Miranda, que sería después

mi madrina de confirmación, encargada por V. Excia. Rvma. para

que me acompañase. El tren partía a las dos de la tarde, y allí

estaba yo, en la estación, para dar a mi pobre madre mi abrazo de

despedida que la dejó envuelta en abundantes lágrimas. El tren

partió; y, con él, mi pobre corazón quedó sumergido en un mar de

nostalgias y recuerdos, que me era imposible olvidar.´

 

EPÍLOGO

 

Pienso. Exmo. y Rvmo. Señor Obispo, haber acabado de recoger

las más bellas flores y los más delicados frutos de mi pequeñito

jardín, para ir ahora a depositarlos en las manos misericordiosas

de nuestro Buen Dios, representado por V. Excia. Rvma., rogándole

que lo haga fructificar en una abundante cosecha de almas para

la vida eterna. Y ya que nuestro Buen Dios se complace en la humilde

obediencia de la última de sus criaturas, termino con las palabras

de Aquella que Él, en su infinita misericordia, me dio como

Madre, Protectora y Modelo, con las cuales también comencé:

– “¡He aquí la esclava del Señor! ¡Que Él continúe sirviéndose

de ella como guste”.

.

117

 

  1. Testimonio de algunas datos sobre Jacinta

Post Scriptum. – Me olvidé de decir que Jacinta, cuando fue a

los hospitales de Vila Nova de Ourém y de Lisboa, sabía que no iba

para sanar sino para sufrir. Mucho antes de que nadie hablase de

su ingreso en el hospital de Vila Nova de Ourém me dijo ella un día:

– Nuestra Señora quiere que yo vaya a dos hospitales; pero no

es para curarme, es para sufrir más por amor a Nuestro Señor y

por los pecadores.

Las palabras exactas de Nuestra Señora, en estas apariciones

a ella sola, no las sé, porque nunca las pregunté. Me limitaba a

escuchar sólo estas frases sueltas que ella me decía.

En este escrito procuré no repetir lo que ya escribí en el otro

anterior, para no hacerlo tan extenso

.

  1. Poder atractivo de Lucía

 

Podrá parecer, tal vez, en este escrito, que en mi tierra no encontraba

amistad ni cariño en persona alguna. No es así. Había

una pequeña porción escogida del redil del Señor que mostraba

por mí una simpatía única: eran los niños. Corrían junto a mí con

 

 

una alegría loca. Y cuando sabían que yo pastoreaba mi rebaño

cerca de nuestra pequeña aldea, los grupos iban allá, para pasar

el día conmigo. Mi madre solía decir:

– No sé qué atractivos puedes tener; los niños corren hacia ti

como si fueran a una fiesta.

Yo era quien muchas veces no me sentía bien, en medio de

tantos gritos; y por ello intentaba ocultarme.

Lo mismo me pasó con mis compañeras en Vilar. Y, casi me

atrevería a decir, me pasa ahora con mis Hermanas en Religión.

Hace algunos años me decía la Madre Maestra, ahora Reverenda

Madre Provincial (39):

– La Hermana tiene una tal influencia sobre las Hermanas,

que, si quisiera, les podría hacer mucho bien.

Y hace poco, me decia la Reverenda Madre Superiora, en Pontevedra

).

118

– En parte, la Hermana es responsable, delante de Nuestro

Señor, del estado de fervor o negligencia de las hermanas en la

observancia, porque el fervor se alimenta o se enfría en los recreos,

y las Hermanas hacen los recreos que la Hermana hace.

Por tal o cual conversación que la Hermana suscitó en el recreo, tal

o cual Hermana obtuvieron un conocimiento más claro de la regla.

Y se decidieron a observarla con más exactitud.

¿Qué será esto? No lo sé. Tal vez una moneda más que el

Señor quiso confiarme, de la cual me pedirá cuentas. Ojalá yo sepa

negociar con ella para devolvérsela multiplicada mil veces.

 

  1. Buena memoria de la Vidente

 

Tal vez alguien quiera preguntar: ¿cómo es que la Hermana

se acuerda de todo esto? Cómo es, no lo sé. Nuestro buen Dios,

que reparte sus dones como quiere, me dio a mí este poquito de

memoria; y, por ello, solamente Él sabe cómo es. Además, entre

las cosas naturales y sobrenaturales, me parece encontrar una diferencia,

que es: cuando hablamos con simples criaturas, vamos

como olvidando lo que se va diciendo; mientras que estas otras

cosas, mientras las vamos viendo y oyendo, se van grabando tan

profundamente en nuestras almas, qu

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