Flora Cantábrica

Matias Mayor

Archivo del 1 agosto, 2023

  1. RETRATO DE FRANCISCO
  2. Espiritualidad ….
  3. Inclinaciones naturales …
  4. Participación en las Apariciones del Ángel …
  5. Influencia de la primera Aparición de N. Señora
  6. Influencia de la segunda Aparición ..
  7. Francisco anima a Lucía …
  8. Influencia de la tercera Aparición .
  9. Comportamiento en Ourém …..
  10. Influencia de las últimas apariciones..
  11. Anécdotas y canciones …
  12. Francisco, el pequeño moralista…
  13. Amor al recogimiento y a la oración ..
  14. Visión del demonio ..
  15. Florecillas de Fátima ..
  16. Otros casos ….
  17. Muerte santa ..
  18. Más canciones ..

 

 

 

 

  1. Espiritualidad

 

Comienzo, pues, Exmo. y Rvmo. Sr. Obispo, por escribir lo que

el buen Dios me quiere hacer recordar de Francisco. Espero que

Nuestro Señor le comunique en el cielo lo que escribo en la tierra

referente a él, para que, especialmente en estos días, interceda

por mí junto a Jesús y María.

La amistad que me unía a Francisco era sólo debido al parentesco

(4) y la que traía consigo las gracias que el Cielo se dignaba

concedernos.

Francisco no parecía hermano de Jacinta, sino en la fisonomia

del rostro y en la práctica de la virtud. No era tan caprichoso y vivo

como ella. Al contrario, era de un natural pacífico y condescendiente.

Cuando, en nuestros juegos, alguno se empeñaba en negarle

sus derechos de ganador, cedía sin resistencia, limitándose a decir

sólo:

– ¿Piensas que has ganado tú? Está bien. Eso no me importa.

No manifestaba, como Jacinta, la pasión por la danza; gustaba

más de tocar la flauta, mientras otros danzaban.

En los juegos, era muy animado, pero a pocos les gustaba

jugar con él, porque perdía casi siempre. Yo misma confieso que

simpatizaba poco con él, porque su natural tranquilidad excitaba a

veces los nervios de mi excesiva viveza. A veces, cogiéndole por el

brazo le obligaba a sentarse en el suelo, o en alguna piedra, mandándole

que se estuviera quieto; y él me obedecía como si yo tuviese

una gran autoridad. Después sentía pena e iba a buscarlo

asiéndole por la mano, y regresaba con el mismo buen humor como

si nada hubiera acontecido. Si alguno de los otros niños porfiaba

en quitarle alguna cosa que le era propia, decía:

– ¡Deja ya!, ¿a mi qué me importa?

Recuerdo que un día llegó a mi casa con un pañuelo en el que

estaba pintada Nuestra Señora de Nazaré que le habían traído de

esa misma playa. Me lo enseñó con una gran alegría y toda aquella

(4) Era primo carnal de Lucía porque la madre de Francisco y el padre de Lucía eran hermanos.

chiquillada le admiró. Andando de mano en mano, al rato el pañuelo

desaparició. Se buscó, pero no se encontró. Poco después lo

descubrí en el bolsillo de otro pequeño. Intenté quitárselo, pero él

porfiaba que era suyo, que también se lo habían traído de la playa.

Entonces Francisco, para acabar con la contienda, se acercó diciendo:

– ¡Déjalo ya!, ¿qué me importa a mi el pañuelo?

Me parece que si hubiera llegado a ser mayor, su defecto principal

hubiera sido el de “tú, Tranquilo”.

Cuando a los siete años comencé a pastorear mi rebaño, él

pareció estar indiferente. Allá iba por la noche a esperarme con su

hermanita; pero parecía ir por complacerla y no por amistad. Iban a

esperarme en el patio de mis padres. Y mientras Jacinta salía a mi

encuentro, corriendo, tan pronto sentía los balidos del rebaño, él

me esperaba sentado sobre las gradas de piedra que había delante

de la entrada de la casa. Después nos acompañaba a la vieja

era a jugar, mientras aguardábamos que Nuestra Señora y los ángeles

encendiesen sus candelas. Él se animaba también a contarlas,

pero nada le gustaba tanto como el bonito nacer y ponerse el

sol. Mientras se viese algún rayo de éste, no investigaba si ya había

alguna candela encendida.

– Ninguna candela es tan bonita como la de Nuestro Señor,

decia él a Jacinta, a la que le gustaba más la de Nuestra Señora;

porque, según ella, no hace daño a la vista.

Y, entusiasmado, seguía con la vista a todos los rayos que

centelleando en los cristales de las casas de las aldeas vecinas, o

en las gotas de rocío esparcidas en los árboles y matorrales de la

sierra, los hacían brillar como otras tantas estrellas, a su manera

de ver mil veces más bonitas que las de los Ángeles.

Cuando con tanta insistencia pedía a su madre que le dejase

ir con su rebaño para estar conmigo, era más bien por darle gusto

a Jacinta que le quería más que a su hermano Juan. Un día que la

madre, un poco enfadada, le negaba este permiso, contestó con

su paz natural:

– A mí, madre, poco me interesa. Es Jacinta la que quiere que

yo vaya.

En otra ocasión, confirmó esto mismo. Vino a mi casa una de

mis antiguas compañeras para invitarme a ir con ella, pues tenía

para ese día unos buenos pastos. Como el día se presentaba un

tanto feo, fui a casa de mi tía a preguntar si iba Francisco con Jacinta

o iba su hermano Juan; porque, caso de que fuera este último,

prefería la compañía de la otra antigua compañera. Mi tía había

decidido ya, que aquel día, por estar lluvioso, iría Juan. Francisco

quiso todavía insistir nuevamente con su madre. Al recibir un no

seco y rotundo, respondió:

– A mí, tanto me da. Es Jacinta la que tiene más pena.

 

  1. Inclinaciones naturales

 

Lo que más le entretenía, cuando andábamos por los montes,

era, sentarse en el peñasco más elevado y tocar su flauta o cantar.

Si su hermanita bajaba conmigo para echar algunas carreras, él se

quedaba entretenido allí con su música y sus cantos. Lo que cantaba

con más frecuencia era:

CORO

Amo a Dios en el cielo.

También lo amo en la tierra.

Amo el campo, las flores,

Las ovejas en la sierra.

Soy una pobre pastora,

Rezo siempre a María.

En medio de mi rebaño,

Soy el sol de mediodía.

Con mis corderitos

Aprendí a saltar.

Soy la alegría de la sierra,

Soy el lirio del valle.

En nuestros juegos, tomaba parte siempre que le invitábamos,

pero a veces manifestaba poco entusiasmo, diciendo:

– Voy; pero sé que perderé.

Los juegos que sabíamos y en los cuales nos entreteníamos

eran: el de las chinas, el de las prendas, pasar el aro, el del botón,

el de la cuerda, la malla, la brisca, descubrir los reyes, los condes y

las sotas, etc. Teníamos dos barajas: una mía y otra de ellos. El

juego de cartas preferido de Francisco era la brisca.

 

139

  1. Participación en las Apariciones del Ángel

 

En la Aparición del Ángel, se postró al igual que su hermana y

yo, llevado por una fuerza sobrenatural que a eso nos movía; pero,

sin embargo, la oración la aprendió de tanto repetirla nosotras, pues

decía que no había oído nada al Ángel.

Cuando después nos poniámos de rodillas para rezar esta oración,

él puesto en esta postura se cansaba el primero; pero permanecía

de rodillas o sentado rezando también hasta acabar con nosotros.

Después decía:

– Yo no soy capaz de estar así tanto tiempo como vosotras. Me

duelen tanto las espaldas, que no puedo.

En la segunda Aparición del Ángel, junto al pozo, pasados los

primeros momentos siguientes, preguntó:

– Tú hablaste con el Ángel; ¿qué fue lo que te dijo?

– ¿No oíste?

– No, vi que hablaba contigo; oí lo que tú le decías; pero lo que

él te dijo no lo sé.

Como el ambiente de lo sobrenatural en el que él nos dejaba,

no había pasado del todo, le dije que me lo preguntase al día siguiente,

o a Jacinta.

– Jacinta, cuéntame tú lo que te dijo el Ángel.

– Te lo diré mañana. Hoy no puedo hablar.

Al día siguiente, tan pronto como llegó junto a mí, me preguntó:

– ¿Dormiste esta noche? Yo pensé siempre en el Ángel y en

qué sería lo que él os dijo.

Le conté entonces lo que el Ángel había dicho en la primera y

segunda Apariciones. Pero él parecía no haber comprendido lo que

significaban las palabras, y preguntaba:

– ¿Quién es el Altísimo?, ¿qué quiere decir los Corazones de

Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas? Etc…

Y obtenida la respuesta, se quedaba pensativo para luego

hacer otra pregunta. Pero mi espíritu todavía no estaba del todo

libre y le dije que aguardase hasta el día siguiente. Que, en aquel

día aún no podía hablar. Esperó alegre, pero no dejaba perder las

primeras oportunidades para otras preguntas, lo que impulsó a

Jacinta a decirle:

– Atiende, ¡de estas cosas habla más bien poco!

140

Cuando hablábamos del Ángel, no sé lo que sentíamos. Jacinta

decía:

– No sé lo que siento. Yo no puedo hablar, ni cantar, ni jugar, ni

tengo fuerza para nada.

– Yo tampoco –respondió Francisco– mas ¿qué importa? El

Ángel es más bello que todo esto. Pensemos en él.

En la tercera Aparición, la presencia de lo sobrenatural fue

todavía mucho más intensa. En muchos días, Francisco ni siquiera

se atrevía a hablar. Decía después:

– Me alegró mucho ver el Ángel; pero lo malo es que después

no somos capaces de nada. Yo ni andar podía. No sé lo que tenía.

A pesar de todo fue él quien se dio cuenta, una vez pasada la

tercera Aparición del Ángel, de lo próxima que estaba la noche. El

fue quien nos lo advirtió y quien pensó en conducir el rebaño a casa.

Pasados los primeros días, y recuperado el estado normal,

Francisco preguntó:

– El Ángel, a ti te dio la Sagrada Comunión; pero a mí y a

Jacinta, ¿qué fue lo que nos dio?

– Fue también la Sagrada Comunión –respondió Jacinta con

una felicidad indecible. ¿No ves que era la Sangre que caía de la

Hostia?

– ¡Yo sentía que Dios estaba en mí, mas no sabía como era!

Y arrodillándose permaneció por largo tiempo, con su hermana,

repitiendo la oración del Ángel: Santísima Trinidad…

Poco a poco fue pasando aquella atmósfera y el día 13 de

mayo jugábamos ya casi con el mismo gusto y con la misma libertad

de espíritu.

 

  1. Influencia de la primera Aparición de Nuestra Señora

 

La Aparición de Nuestra Señora vino a concentrarnos una vez

más en lo sobrenatural, pero de una manera más suave. En lugar

de aquel aniquilamiento en la presencia divina que nos postraba,

incluso físicamente, nos quedó una gran paz y alegría expansiva,

que no nos impedía hablar a continuación de cuanto había pasado.

Mientras tanto, con respecto al reflejo que nos había comunicado

Nuestra Señora con las manos y de todo lo que con él se relacionaba,

sentíamos un no sé qué en el interior, que nos movía a callarnos.

141

Inmediatamente contamos a Francisco, todo cuanto Nuestra

Señora había dicho. Y él, feliz, manifestando lo alegre que se sentía

por la promesa de ir al Cielo, cruzando las manos sobre el pecho,

decía:

– Querida Señora mía, rezaré todos los rosarios que Tú

quieras.

Y desde entonces tomó la costumbre de separarse de nosotras

como paseando; y, si alguna vez le llamaba y le preguntaba

sobre lo que estaba haciendo, levantaba el brazo y me mostraba el

rosario. Si le decía que viniese a jugar, que después rezaríamos

todos juntos, respondía:

– Después rezo también. ¿No recuerdas que Nuestra Señora

dijo que tenía que rezar muchos rosarios?

Cierto día, me dijo:

– Gocé mucho al ver el Ángel, pero más aún me gustó Nuestra

Señora. Con lo que más gocé, fue ver a Nuestro Señor, en aquella

luz que Nuestra Señora nos introdujo en el pecho. ¡Gozo tanto de

Dios! ¡Pero Él está tan disgustado a causa de tantos pecados! Nunca

debemos cometer ninguno.

Ya dije, en el segundo escrito sobre Jacinta, cómo fue él quien

me dio la noticia de que ella había faltado a nuestro acuerdo de no

decir nada. Y como él era de la misma forma de pensar sobre la

guarda del secreto, añadió con aire triste:

– Yo, cuando mi madre me preguntó si era verdad, tuve que

decir que sí, para no mentir.

A veces decía:

– Nuestra Señora dijo que tendríamos que sufrir mucho. No

me importa; sufro todo cuanto ella quiera. Lo que yo quiero es ir al

Cielo.

Cierto día en que yo me mostraba descontenta con la persecución,

que tanto dentro como fuera de la familia comenzaba a

levantarse, él procuró animarme, diciendo:

– Deja ya. ¿No dijo Nuestra Señora que íbamos a tener que

sufrir mucho, para reparar a Nuestro Señor y a su Inmaculado Corazón

de tantos pecados con que son ofendidos? ¡Ellos están tan

tristes…! Si con estos sufrimientos podemos consolarlos, ya quedamos

contentos.

Pocos días después de la primera Aparición de Nuestra Señora,

al llegar al sitio del pasto, subió a un elevado peñasco y nos dijo:

142

– Vosotras no vengáis para acá; dejadme estar solo.

– Está bien. Y me puse con Jacinta a correr detrás de las mariposas,

que prendíamos para después dejarlas huir y así hacer un

sacrificio; sin acordarnos más de Francisco. Llegada la hora de la

merienda nos dimos cuenta de su ausencia y allá fui a llamarlo:

– Francisco, ¿no quieres venir a merendar?

– No; comed vosotras.

– ¿Y rezar el rosario?

– A rezar, después voy; vuelve a llamarme.

Cuando volví a llamarle, me dijo:

– Venid a rezar aquí, junto a mí.

Subimos a lo alto del peñasco, donde apenas cabíamos los

tres puestos de rodillas y le pregunté:

– Pero ¿qué estás haciendo aquí durante tanto tiempo?

– Estoy pensando en Dios que está muy triste debido a tantos

pecados. ¡Si yo fuera capaz de darle alegría! (5).

Un día nos pusimos a cantar a coro, las alegrías de la sierra.

CORO

Ai, trai lai, lai, lai,

trai lari, lai, lai,

lai, lai, lai.

1

Todo canta en esta vida,

conmigo, al desafío:

la pastora, allá en la sierra,

la lavandera, en el río.

2

Es la voz del petirrojo

que me viene a despertar,

luego de nacer el sol

cantando en el zarzal.

(5) Se puede afirmar que Francisco fue el que gozó de una gracia de contemplación

más alta.

143

3

De noche, canta la lechuza

que me quiere asustar

y en la esfoyaza canta

la niña al claror lunar.

4

El ruiseñor en la campiña,

pasa el día cantando;

canta el mirlo en el bosque,

canta el carro chirriando.

5

La sierra es un jardín,

que sonríe todo el día,

son las gotas de rocío.

que en las montañas brillan.

Terminada la primera vez, íbamos a repetirla, pero Francisco

interrumpió:

– No cantemos más. Desde que vino el Ángel y Nuestra Señora,

ya no me apetece cantar.

 

  1. Influencia de la segunda Aparición

 

En la segunda Aparición, el día 13 de junio de 1917, se impresionó

mucho con la comunicación del reflejo que, ya dije en el segundo

escrito; fue en el momento en que Nuestra Senõra dijo:

– Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te

llevará a Dios.

El parecía no tener, por el momento, la comprensión de los

hechos, tal vez por no haber oído las palabras que los acompanãban.

Por eso preguntaba después:

– ¿Por qué Nuestra Señora estaba con el Corazón en la mano,

esparciendo por el mundo esa luz tan grande que es Dios? Tú

estabas con Nuestra Señora en la luz que descendía a la tierra, y

Jacinta conmigo en la que subía para el Cielo.

144

– Es que –le respondí– tú, con Jacinta, irás en breve al Cielo, y

yo quedo algún tiempo más en la tierra con el Corazón Inmaculado

de María.

– ¿Cuántos años quedarás aquí? – preguntaba.

– No sé; bastantes.

– ¿Fue Nuestra Señora quien lo dijo?

– Fue. Yo lo entendí en esa luz que nos introducía en el pecho.

Y Jacinta afirmaba esto diciendo:

– Es así. Yo igualmente lo entendí así.

A veces, decía:

– Estas gentes quedan tan felices solamente porque nosotros

les decimos que Nuestra Señora nos mandó rezar el rosario y que

aprendamos a leer. ¿Qué sería si supiesen lo que Ella nos mostró

en Dios, en su Corazón Inmaculado, en esa luz tan grande? Pero

eso es secreto; no se le dice. Es mejor que nadie lo sepa.

Desde esta aparición, comenzamos a decir, cuando nos preguntaban

si Nuestra Señora no nos había dicho nada más:

– Si que dijo; pero es secreto.

Si nos preguntaban el motivo por el cual era secreto, nos encogíamos

de hombros y, bajando la cabeza, guardábamos silencio.

Pero pasado el día 13 de julio, decíamos:

– Nuestra Señora nos dijo que no se lo dijéramos a nadie –

refiriéndonos entonces al secreto impuesto por Nuestra Señora.

 

  1. Francisco anima a Lucía

 

En el transcurso de este mes, aumentó la afluencia de gente

de una manera considerable; y también los contínuos interrogatorios

y censuras. Francisco sufría bastante con esto y se lamentaba diciendo

a su hermana:

– ¡Qué pena! Si tú te hubieras callado, nadie lo sabría. Si no

fuese por ser mentira, diríamos a toda la gente que no vimos nada,

y todo acababa. Pero eso no puede ser.

Cuando me veía perpleja con la duda, echaba a llorar diciendo:

– ¿Pero, cómo es que tú puedes pensar que es el demonio?

¿No viste a Nuestra Señora y a Dios en aquella luz tan grande?

¿Cómo es que vamos a ir sin ti, si tú eres quien tiene que hablar?

Ya de noche, después de la cena, volvió otra vez a mi casa. Me

llamó a la vieja era y me dijo:

– Escucha, ¿tú vas mañana?

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– No voy; ya dije que no vuelvo más.

– ¡Pero, qué tristeza! ¿Por qué tú piensas ahora así? ¿No ves

que no puede ser el demonio? Dios ya está tan triste con tantos pecados

y ahora, si tú no vas, estará todavía más triste. Anda, ven.

– Ya te dije que no voy más; es inútil insistir.

Y bruscamente entré en casa.

Pasados algunos días, me decía:

– ¡Dios mío! Aquella noche no dormí nada; pasé toda la noche

rezando y llorando, para que Nuestra Señora te hiciese ir.

 

  1. Influencia de la tercera Aparición

 

En la tercera Aparición, Francisco parece que fue el que menos

se impresionó con la vista del infierno, a pesar de que también

le causase una sensación grande.

Lo que más le impresionó y absorbió era Dios, la Santísima

Trinidad, en esa luz inmensa que nos penetraba hasta en lo más

íntimo del alma. Después decía:

– Estábamos ardiendo en aquella luz y no nos quemábamos.

¡Cómo es Dios! ¡No se puede decir! Esto sí que nadie lo puede

decir. Da pena que esté tan triste. ¡si yo le pudiese consolar!

Cierto día me preguntaron si Nuestra Señora nos había mandado

rezar por los pecadores. Yo respondí que no. Luego cuando

pudo, mientras interrogaban a Jacinta, me llamó y me dijo:

– Tú ahora mentiste. ¿Como es que dijiste que Nuestra Señora

no nos mandó rezar por los pecadores?

– Por los pecadores, ¡no! Nos mandó rezar por la paz, para

que terminara la guerra. Por los pecadores nos ordenó hacer sacrificios.

– ¡Ah!, es verdad. Ya estaba pensando que habías mentido.

 

  1. Comportamiento en Ourém

 

Ya dije anteriormente cómo pasó el día llorando y rezando con

una aflicción en cierto modo mucho mayor que la mía, cuando mi

padre fue intimado a llevarme a Vila Nova de Ourém (6).

(

146

En la prisión mostróse muy animado, y procuraba animar a

Jacinta en las horas de mayor tristeza.

Cuando rezábamos el rosario en la prisión, él vio que uno de

los presos estaba puesto de rodillas con la boina en la cabeza. Se

fue junto a él y le dijo:

– Señor, si quiere rezar, haga el favor de quitarse la boina.

Y el pobre hombre sin más se la entrega, y él la pone encima

de su caperuza sobre un banco.

Mientras interrogaban a Jacinta, él me decía con inmensa paz

y alegría:

– Si nos matan como dicen, dentro de poco tiempo estamos

en el Cielo. Pero, ¡qué bien! No me importa nada.

Y pasado un momento de silencio, decía:

– Dios quiera que Jacinta no tenga miedo. Voy a rezar un

Avemaría por ella.

Sin más, se quita la caperuza y reza. El guardia, al verlo en

actitud de oración, le pregunta:

– ¿Qué estás diciendo?

– Estoy rezando un Avemaría para que Jacinta no tenga miedo.

El guardia hizo un gesto de desprecio y le dejó actuar.

Cuando después del regreso de Vila Nova de Ourém, comenzamos

a sentir que la presencia de lo sobrenatural nos envolvía,

sintiendo que alguna comunicación del Cielo se aproximaba,

Francisco se mostraba preocupado por no estar presente Jacinta.

– Qué pena –decía–, si Jacinta no llega a tiempo.

Y pedía al hermano que fuese corriendo:

– Dile que venga deprisa.

Después que partió el hermano, me decía:

– Jacinta, si no llega a tiempo, se va a quedar muy triste.

Después de la Aparición dijo a la hermana, que quería quedarse

allí por todo el resto de la tarde:

– No. Tú tienes que marcharte, porque madre hoy no te ha

dejado venir con las ovejas.

Y, para animarla, iba acompañándola a casa.

Cuando en la prisión vimos que se pasaba la hora del mediodía

y que no nos dejaban ir a Cova de Iría, Francisco dijo:

–Tal vez Nuestra Señora se nos aparezca aquí.

147

Pero, al día siguiente, manifestaba una gran pena y decía casi

llorando:

– Nuestra Señora puede haberse quedado triste porque no

hemos ido a Cova de Iría, y no volverá más a aparecérsenos. Y ¡me

gustaba tanto verla!

Cuando Jacinta lloraba en la prisión con la añoranza de su

madre y de la familia, él procuraba animarla, diciéndole:

– A madre, si no la volvemos a ver, paciencia. Lo ofreceremos

por la conversión de los pecadores. Lo peor es que Nuestra Señora

no vuelva más. Esto es lo que más me cuesta, pero también

esto lo ofrezco por los pecadores.

Después, me preguntaba:

– ¡Oye!: ¿Nuestra Señora no volverá más a aparecérsenos?

– No lo sé. Pienso que sí.

– Tengo tanta añoranza de Ella…

La Aparición en los Valinhos fue, pues, para él de doble alegría.

Se sentía con angustia por el recelo de que Ella no volviese,

Después decía:

– Ciertamente, no se nos apareció el día 13 para no ir a casa

del señor Administrador, tal vez porque él es tan malo.

 

  1. Influencia de las últimas Apariciones

 

Cuando, después del día 13 de septiembre, le dije que también

en octubre vendría Nuestro Señor, él manifestó una gran alegría:

– Ay ¡qué bien! Sólo lo hemos visto dos veces (7), y a mí me

gusta tanto ver a Nuestro Señor…

De vez en cuando, preguntaba:

– ¿Todavía faltan muchos días para el día 13? Estoy ansioso

de que llegue, para ver otra vez a Nuestro Señor.

Después pensaba un poco y decía:

– Pero, ¡oye!: ¿estará Él todavía tan triste? Tengo tanta pena de

que esté así tan triste. Le ofrezco todos los sacrificios que puedo

hacer. A veces, ya no huyo de esa gente, para hacer sacrificios.

(7) Francisco está refiriéndose a la Luz que les comunicaba la Virgen, en junio y

julio. De ella dice Lucía que «era el mismo Dios».

148

Después del día 13 de octubre, decía:

– Gocé mucho al ver a Nuestro Señor. Pero me gustó más

verle en aquella luz donde también estábamos nosotros. De aquí a

poco tiempo, el Señor me llevará junto a Él, y entonces sí que le

veré para siempre.

Cierto día le pregunté:

– ¿Por qué cuando te interrogan sobre alguna cosa, bajas la

cabeza y no quieres responder?

– Porque deseo mejor que lo digas tú o Jacinta. Yo no oí nada.

Solamente puedo decir que sí, que vi. Y después, ¿si digo alguna

de esas cosas que tú no quieres?

De vez en cuando, se alejaba de nosotros de una manera

disimulada; y, cuando le echábamos de menos, nos poníamos a

buscarlo, llamándole. Entonces nos contestaba desde alguna tapia,

o de una mata o árbol, donde rezaba postrado de rodillas.

– ¿Por qué no nos avisas para que recemos contigo? –le preguntábamos

a veces.

– Porque prefiero rezar solo.

Ya escribí en las notas para el libro «Jacinta», lo que ocurrió

en una propiedad llamada Várzea. Me parece que no es preciso

repetirlo aquí.

Un día, pasábamos camino de casa por delante de la vivienda

de mi madrina de Bautismo. Ella acababa de hacer aguamiel y nos

llamó para darnos un vaso. Entramos; y Francisco fue el primero a

quien le dio el vaso para que bebiese. El lo tomó y, sin beber, lo

pasó a Jacinta para que bebiese primero conmigo, y entretanto,

dando un rodeo, desapareció.

– ¿Dónde está Francisco? – preguntó la madrina.

– No lo sé. Hace un rato todavía estaba aquí.

No apareció, y Jacinta y yo fuimos a buscarle, no dudando ni

un momento que estaría sentado junto al pozo ya tantas veces

mencionado.

– Francisco, no bebiste el aguamiel. La madrina te llamó muchísimas

veces, pero no apareciste.

– Cuando tomé la copa, recordé de pronto hacer ese sacrificio

para consolar a Nuestro Señor; y mientras bebíais, me escapé

aquí.

149

  1. Anécdotas y canciones

 

Entre mi casa y la de Francisco vivía mi padrino Anastasio,

casado con una mujer de bastante edad a quien el Señor no había

dado descendencia. Labradores muy ricos, no necesitaban trabajar.

Mi padre le llevaba las cuentas y se hacía cargo de la labor y

de los jornaleros. En agradecimiento por eso, tenían especial predilección

para conmigo, sobre todo la dueña de la casa a quien

llamaba madrina Teresa. Si no iba a su casa durante el día, tenía

que ir a dormir durante la noche, pues ella decía que no podía

pasar sin su «terroncito de carne» – así me llamaba.

En los días de fiesta, gustaba de adornarme con su cadena

de oro y grandes pendientes que me caían hasta los hombros, y

un precioso sombrerito en la cabeza, cubierto de bolas de oro que

sujetaban grandes plumas de diversos colores.

Nunca aparecía otra más adornada; y mis hermanas y la

madrina Teresa estaban orgullosas de mí. Para decir verdad, a mí

también me gustaban mucho las fiestas; y la vanidad era mi peor

adorno.

Todos mostraban hacia mí simpatía y estima, menos una huérfana

de la que se había encargado la madrina Teresa, al morir su

madre. Ella parecía temer que viniese a quitar algo de la herencia

que ella esperaba, y por cierto no se habría equivocado si el buen

Dios no me hubiese destinado otra herencia mucho más preciosa.

Cuando se estaba difundiendo la noticia de las apariciones,

el padrino se mostró indiferente y la madrina totalmente contrariada.

Se mostró descontenta por semejantes invenciones, como ella

misma decía. Comencé por esto a escaparme de su casa cuando

podía; y también conmigo empezaron a desaparecer esos grupos

de niños que allí con mucha frecuencia se juntaban; y que la madrina

tanto gustaba de ver danzar y cantar, dándoles higos pasos,

nueces, almendras, castañas, frutas, etc…

Pasando, pues, una de las tardes de domingo, por delante de

su casa, con Francisco y Jacinta, nos llamó diciendo:

– Venid acá, pequeños embusteros, venid acá. Ya hace mucho

tiempo que no pasáis por aquí.

Y, de nuevo, nos hizo muchos mimos.

Pareciendo haber adivinado nuestra llegada, los otros niños

empezaron a llegar. La buena madrina, contenta de ver otra vez en

150

su casa la reunión que hacía tanto tiempo se había dispersado,

después de mimarnos con muchas cosas, quiso una vez más vernos

cantar y bailar.

– ¡Vamos ya! ¿Qué ha de ser?, ¿qué no ha de ser?

Escogió ella por fin:

– Los parabienes desengañados. Un desafío: los pequeños a

un lado, las pequeñas a otro.

I – CORO

Tú eres el sol de esta esfera,

no le niegues tus rayos;

sonrisas de primavera – ¡ah!

no conviertas en desmayos.

1

Parabienes a la niña,

con fragancia al nuevo sol,

porque risueña adivina

los mimos de otro arrebol.

2

Es año rico de flores,

rico de frutas y bienes,

y uno nuevo, en albores,

rico de esperanzas viene.

3

Son tus mejores presentes,

tus mejores parabienes,

ciñe con ellos la frente,

mejor corona no tienes.

4

Si el pasado te fue lindo,

futuro más lindo tienes;

¡parabienes al pasado,

para el que entra, parabienes!

151

5

En esta vida, flor del Atlántico,

en este amigable festín,

celébrese alegre cántico,

al jardinero y jardín.

6

Compadécente las flores

de tu paterno solar,

tu lar de castos amores,

lazos de tu bien amar.

II – CORO

¿Das por hecho, caballero,

que al ver asomar las naves,

por Berlenga y Carvoeiro (8) – ¡ah!

las luces del faro apagues?

1

El mar de furia revienta,

remolino, eterno fulcro.

Cada norte es una tormenta.

Cada tormenta un sepulcro.

2

Tristes morros de Papoa,

Estelas y Farilhões (9).

¡Qué tragedia no resuenan

tus agitados hervores!

3

Cada escollo en estas aguas,

es de muerte un presagio.

Cada ola canta penas,

cada cruz muestra un naufragio.

( 8) La Berlenga es una pequeña isla del Atlántico, junto al Cabo Carvoeiro, en

Peniche.

( 9) Son islitas próximas a las Berlengas.

152

4

Tú quieres, pues, ser más duro,

¿Quieres huir, siendo luz,

que a la vida en mar oscuro

tantos barcos conduce?

III – CORO

Mis ojos quedan enjutos

al hablar de despedida.

El dudar fue de minutos – ¡ah!

inmolarse es de toda la vida.

1

Vete, di al Cielo, que corte

de su gracia el raudal,

y seque de muerte las flores,

que no sea más su canal.

2

Vete, que desconfortado quedo,

enlutado el santuario,

el bronce dobla la muerte

desde el alto campanario.

3

Pero apenas me dejas

en el atrio de la iglesia,

voy a dejar eternas quejas

escritas en piedra negra.

4

Fue jardín risueño y bello

este suelo hoy sin flor,

no le faltaron desvelos

si faltó el cultivador.

153

5

Espero en la Providencia

prometedores cariños;

esperan con preferencia

quienes dejan patrios nidos.

 

  1. Francisco, el pequeño moralista

 

Al compás del animoso cante iban juntándose las vecinas; y al

terminar, pidieron se repitiera nuevamente. Pero Francisco se me

aproximó y me dijo:

– No cantemos más eso. Ciertamente no gusta a Nuestro Señor

que ahora cantemos estas cosas.

Y nos escapamos como pudimos por en medio de esta chiquillada

hacia nuestro pozo predilecto.

Verdaderamente, yo ahora que por obediencia acabo de escribir

eso, me tapo la cara de vergüenza. Pero V. E. Rvma., a petición

del señor Dr. Galamba, tuvo a bien mandarme escribir los cantares

profanos que sabíamos. ¡Allá van! No sé para qué, pero me

es suficiente saber que es para cumplir la voluntad de Dios.

Entretanto, se aproximó el carnaval de 1918. Chicas y chicos

volvieron a reunirse una vez más ese año en las acostumbradas

comilonas y jolgorios de esos días. Cada cual llevaba de su casa

alguna cosa: unos aceite; otros harina; otros carne, etc., y reunido

todo en una casa para ello preparada, las muchachas fueron poco

a poco cocinando un gran banquete. Y en esos días todo era cuestión

de comer y bailar hasta la más avanzada hora de la noche,

sobre todo en el último dia.

Las muchachas de catorce años para abajo tenían su fiesta

en otra casa aparte. Vinieron pues, varias de ellas a invitarme a

organizar con ellas la fiesta. No quise en un principio; pero, llevada

por una cobarde condescendencia, cedí a las peticiones de éstas,

especialmente de una hija y dos hijos de un hombre de Casa Velha,

José Carreira, que puso su casa a nuestra disposición. Él mismo,

junto con su mujer, insistieron para que fuese. Transigí y allá me fui

con un buen grupo a ver el local: una buena sala o casi un salón

para los juegos y un buen patio para la comida. Se combinó todo, y

de ahí me vine, exteriormente, de una gran fiesta, pero en lo íntimo,

con la conciencia dándome gritos de reprobación.

154

Al llegar junto a Francisco y Jacinta, les dije lo que había pasado.

– Y ¿has vuelto a esas cocinadas y esos jaleos? –me preguntó

Francisco con mucha seriedad– ¿Ya te olvidaste que hicimos el

propósito de no volver nunca más a esas fiestas?

– Yo no quería ir. Pero como te darás cuenta, no dejan de pedirme

que vaya. Yo no sé cómo hacerlo.

Ciertamente las insistencias eran bastantes, y las amigas que

se reunían para jugar conmigo también eran muchas.

Venían incluso de algunas aldeas distantes: de Moita, Rosa y

Ana Caetano y Ana Brogueira; de Fátima, dos hijas de Manuel Caracol;

de Boleiros (Montelo), dos hijas de Manuel de Ramira y dos de

Joaquín Chapeleta; de Amoreira, dos de Silva; de Currais, una,

Laura Gato, Josefa Valinho y varias otras de Lomba; de Pederneira,

etc., etc., y esto sin contar las que se juntaban de Eira da Pedra,

Casa Velha y Aljustrel. ¿Cómo, así de repente, desengañar a tanta

gente, que parecían no saber divertirse sin mí, y hacerles comprender

que era necesario terminar para siempre con todas estas

reuniones? Dios se lo inspiró a Francisco:

– ¿Sabes cómo vas a hacerlo? Toda la gente sabe que Nuestra

Señora se te apareció. Por eso dices que le prometiste no volver

más a bailar y que ésa es la causa por la que no vas. Después,

en estos días, nos escapamos para el roquedal del Cabezo. Allí

nadie nos encuentra.

Acepté la referida propuesta; y una vez que di mi decisión,

nadie pensó en organizar tal reunión. Dios lo hizo. Esas amigas

que antes me buscaban para divertirse, ahora me seguían e iban a

casa a buscarme los domingos por la tarde, para ir con ellas a

rezar el rosario a Cova de Iría.

 

  1. Amor al recogimiento y a la oración

 

Francisco era de pocas palabras; y para hacer su oración y

ofrecer sus sacrificios, le gustaba ocultarse hasta de Jacinta y de

mí. No pocas veces le sorprendíamos detrás de una pared o de un

matorral, donde, de una manera disimulada, se había escapado de

los juegos para de rodillas, rezar o pensar, como él decía, en Nuestro

Señor, que estaba triste por causa de tantos pecados.

Si le preguntaba:

155

– Francisco, ¿por qué no me llamas para rezar contigo y también

a Jacinta?

– Me gusta más –respondió– rezar solo, para así poder pensar

y consolar a Nuestro Señor, que está muy triste.

Un día le pregunté:

– Francisco, a ti, ¿qué te gusta más: consolar a Nuestro Señor,

o convertir a los pecadores para que no vayan más almas al

infierno?

– Me gusta mucho más consolar a Nuestro Señor. ¿No te fijaste

como Nuestra Señora, en el último mes, se puso tan triste cuando

dijo que no se ofendiese más a Dios Nuestro Señor, que ya está

muy ofendido? Yo deseo consolar a Nuestro Señor, y después convertir

a los pecadores para que nunca más lo vuelvan a ofender.

Cuando íbamos a la escuela, a veces, al llegar a Fátima, me

decía:

– Ahora, tú vas a la escuela. Yo quedo aquí en la iglesia, junto

a Jesús escondido. No vale la pena aprender a leer, pues dentro de

muy poco me marcho al Cielo. Cuando regreséis, pasad por aquí a

llamarme.

El Santísimo estaba, entonces, a la entrada de la iglesia al

lado izquierdo. El se metía entre la pila bautismal y el altar; y allí le

encontraba cuando regresaba. (El Santísimo estaba allí porque la

iglesia estaba en obras).

Después de enfermar, con frecuencia me decía cuando, camino

de la escuela, pasaba por su casa:

– Atiende, ve a la iglesia y saluda de mi parte a Jesús escondido.

De lo que más pena tengo es de no poder ir ya a estar algún

rato con Jesús escondido.

Cierto día, al estar cerca de su casa, me despedí de un grupo

de la escuela que venía conmigo, para hacerle una visita a él y a su

hermana. Como había sentido el barullo me preguntó:

– ¿Tú venías con todos esos?

– Sí.

– No andes con ellos que puedes aprender a hacer pecados.

Cuando salgas de la escuela, vete un rato junto a Jesús escondido

y después vente sola.

Un día le pregunté:

– Francisco, ¿te encuentras muy mal?

– Sí, pero sufro para consolar a Nuestro Señor.

156

Al entrar un día con Jacinta en su cuarto nos dijo:

– Hoy hablad poco que me duele mucho la cabeza.

– No te olvides de ofrecerlo por los pecadores – le dijo Jacinta.

– Sí, pero en primer lugar lo ofrezco para así poder consolar a

Nuestro Señor y a Nuestra Señora; y sólo después lo ofrezco por

los pecadores y por el Santo Padre.

Otro día, al llegar lo encontré muy contento:

– ¿Estás mejor?

– No; me siento mucho peor; ya me falta poco para ir al Cielo.

Allí voy a consolar mucho a Nuestro Señor y a Nuestra Señora.

Jacinta va a pedir mucho por los pecadores, por el Santo Padre y

por ti; y tú te quedas acá, porque Nuestra Señora así lo quiere.

Escucha: haz todo lo que Ella te diga.

Mientras que Jacinta parecía preocupada con el único pensamiento

de convertir a los pecadores y salvar almas del infierno, él

parecía sólo pensar en consolar a Nuestro Señor y a Nuestra Señora,

que le habían parecido estar tan tristes.

 

  1. Visión del demonio

 

Bastante diferente es el hecho que ahora se me viene a mi

memoria. Estuvimos cierto día en un lugar llamado la Pedreira, y

mientras que las ovejas pastaban, nosotros saltábamos de roca en

roca, haciendo eco con la voz en el fondo de esos grandes barrancos.

Francisco, como era su costumbre, se retiró a la cavidad de

una roca. Cuando pasó un buen rato, le oímos gritar llamándonos a

nosotras y a Nuestra Señora. Asustados por lo que pudiera haberle

pasado, nosotras comenzamos a buscarlo llamándole.

– ¿Dónde estás?

– ¡Aquí, aquí!

Pero todavía tardamos mucho tiempo en encontrarlo, por fin

dimos con él temblando de miedo; aún estaba de rodillas,

conmocionado de tal forma que no había sido capaz de ponerse

de pie.

– ¿Qué tienes? ¿qué fue?

Con la voz medio sofocada por el susto, dijo:

– Era uno de aquellos bichos grandes que estaban en el infierno,

que estaba aquí arrojando fuego.

157

No vi nada, ni Jacinta; y por eso me sonreí y le dije:

– Tú no quieres pensar nunca sobre el infierno, para no pasar

miedo, y ahora eres el primero en tenerlo.

Él, cuando Jacinta se mostraba muy impresionada con el recuerdo

del infierno, acostumbraba a decirle:

– No pienses tanto en el infierno. Piensa en Nuestro Señor y

en Nuestra Señora. Yo no pienso en el infierno para así no pasar

miedo.

Y manifestaba no ser nada miedoso. Iba de noche solo a cualquier

lugar oscuro, sin dificultad; jugaba con los lagartos; las culebras

que se encontraba las hacía enrollarse alrededor de un palo.

Echaba en las piedras de las cuevas leche de oveja para que la

bebiesen. Se metía en dichas guaridas en busca de la cría de las

raposas, de conejos, de ginetas, etc…

 

  1. Florecillas de Fátima

 

Los pajarillos le gustaban mucho; no podía ver que les robasen

los nidos. Hacía migas siempre con una parte del pan que llevaba

de merienda en lo alto de las piedras, para que ellos se lo comiesen;

y apartándose, los llamaba, como si lo entendiesen; no quería

que nadie se acercase para no meterles miedo.

– ¡Pobrecitos!, están muertos de hambre –decía hablando con

ellos–; ¡venid a comer, venid a comer!

Y ellos, con el ojo vivo que tienen, no se hacían de rogar e iban

en grandes bandadas. El se alegraba mucho al verlos volar a lo

alto de los árboles con el buche lleno, a cantar sus alegres trinos; él

los imitaba con arte haciendo coro con ellos.

Cierto día encontramos a un pequeño que traía en su mano

un pajarito que había cazado. Lleno de pena Francisco le prometió

dos monedas si lo dejaba volar. El niño aceptó el trato, pero antes

quería ver el dinero en la mano. Francisco volvió entonces a casa,

desde la Lagoa da Carreira, que está un poco más abajo de Cova

de Iría, a buscar las dos monedas para dar la liberdad al prisionero.

Cuando un poco después, lo vio volar, batía las palmas de contento

y decía:

– Ten cuidado, no te vuelvan a cazar.

Había allí una viejecita a quien llamábamos tía María Carreira,

a la que los hijos a veces mandaban pastorear un rebaño de ca158

bras y ovejas. Éstas, poco domadas, se le dispersaban cada una

por su lado. Cuando la encontrábamos, Francisco era el primero

en correr en su auxilio. Le ayudaba a llevar el rebaño al pasto juntándole

las que se habían escapado. La pobre viejecita se deshacía

en mil agradecimientos y le llamaba su ángel de la guarda.

Cuando veía por ahí a algún enfermo sentía mucha pena y

decía:

– No puedo ver a esta gente así; me da mucha pena.

Cuando nos llamaban para hablar con algunas personas que

nos buscaban, preguntaba si estaban enfermos y decía:

– Si están enfermos, no voy. No los puedo ver así; me da mucha

pena. Díganles que rezo por ellos.

Un día querían llevarnos a Montelo, a casa de un hombre llamado

Joaquín Chapeleta. Francisco no quiso ir.

– Yo no voy. No puedo ver esa gente que quiere hablar y no

puede. (Este hombre tenía la madre muda).

Cuando volví por la noche con Jacinta, pregunté a mi tía por él.

– No lo sé. Me cansé buscándole esta tarde. Vinieron aquí dos

señoras que os querían ver. Vosotras no estabais. El se escondió y

no apareció. Ahora, a ver si lo encontráis vosotras.

Nos sentamos un poco en un banco del camino, pensando ir

después a la Loca do Cabezo, no dudando que ahí estaría. Pero

apenas mi tía salió de su casa, nos habló desde un agujero que

había en el desván, donde estaba el granero. Había subido allá

cuando sentía que venía gente. Desde allí mismo había visto todo

lo que pasó, y nos decía después:

– ¡Era tanta gente! ¡Dios me libre que me cojan aquí solo!

¿Qué les podía yo decir?

(Había en la cocina una puerta falsa por donde, desde lo alto

de una mesa y encima una silla, era fácil subir al desván).

 

  1. Otros casos

 

Como ya dije, mi tía vendió su rebaño antes que mi madre.

Desde entonces, por la mañana y antes de salir, enseñaba a Jacinta

y a Francisco el lugar donde tenían que pastar los animales; y ellos

tan pronto como podían escaparse, me iban a buscar allí.

Un día, al llegar, los encontré allí esperándome.

– ¿Cómo habéis venido tan pronto?

159

– He venido –respondió Francisco–, pero no sé por qué; antes

no me importabas mucho; venía a causa de Jacinta; pero ahora

por las mañanas ya no puedo dormir con tanta prisa como tengo

de estar contigo.

Pasados los días 13 de las apariciones, en vísperas de otros

días 13, nos decía:

– Atended: mañana me escapo al roquedal del Cabezo, y vosotras

lo más pronto posible os vais allá.

¡Ay Dios mío!, yo estaba ya escribiendo las cosas de su enfermedad,

ya muy cerca de la muerte; y ahora mismo veo que vuelvo

a los tiempos alegres cuando estábamos en la sierra, entre el suave

trinar de los pájaros. Pido perdón. Anoto aquí todo lo que voy

recordando al igual que un cangrejo que anda para atrás y para

adelante, sin preocuparse de la meta que tiene que alcanzar. El

trabajo lo dejo al Señor Dr. Galamba, si acaso quiere aprovechar

algo de aquí. Supongo que poco o nada será.

Vuelvo, pues, a su enfermedad. Pero aún pongo otra cosa de

su breve tiempo escolar: cierto día salía de casa y me encontré con

mi hermana Teresa, casada desde hacía poco tiempo en Lomba.

Venía a petición de otra mujer de un lugarejo vecino, a quien habían

cogido preso un hijo, acusándole, no sé de qué crimen, por el

cual, si no se justificaba que era inocente, sería condenado al destierro,

o al menos a un número considerable de años de encarcelamiento.

Ella me pedía con insistencia, en nombre de la pobre mujer,

a quien ella deseaba complacer, que le alcanzase esta gracia

de Nuestra Señora. Recibido el recado, me marché a la escuela; y

por el camino conté a mis primos lo que pasaba. Al llegar a Fátima,

me dice Francisco:

– ¡Oye!, mientras vas a la escuela, yo quedo con Jesús escondido,

y le pido eso.

Al salir de la escuela fui a llamarle y le pregunté:

–¿Has pedido aquella gracia a Nuestro Señor?

– Sí, la he pedido. Dile a tu hermana Teresa que dentro de

pocos días él regresará a casa.

Efectivamente, de allí a algunos días el pobre rapaz estaba en

casa, y el día 13 fue con toda la familia a agradecer a Nuestra

Señora la gracia que había recibido.

Otro día, al salir de casa noté que Francisco andaba muy despacio.

160

– ¿Qué tienes? –le pregunté–. Parece que no puedes andar.

– Me duele mucho la cabeza y me parece que me voy a caer.

– Entonces no vengas; quédate en casa.

– No me quedo. Prefiero quedarme en la iglesia con Jesús

escondido, mientras tú te vas a la escuela.

Uno de aquellos días, cuando Francisco, ya estando enfermo,

conseguía todavía dar sus paseos, fui con el a la roca del Cabezo,

y a los Valinhos. Al volver a casa, la encontramos llena de gente, y

a una pobrecita mujer que junto a una mesa, fingía que daba la

bendición a numerosos objetos de piedad, rosarios, medallas, crucifijos,

etc. Jacinta y yo fuimos en seguida rodeados de muchísimas

personas que nos querían hacer preguntas. Francisco fue

llamado por esta mujer de las bendiciones que le invitó a ayudarle.

– Yo no puedo bendecir –respondió muy serio–; y usted tampoco.

Sólo lo pueden hacer los sacerdotes.

Las palabras del pequeño se extendieron inmediatamente por

entre la gente como por medio de algún altavoz y la pobre mujer

tuvo que marcharse inmediatamente entre los insultos de los que

le exigían los objetos que acababan de entregarle.

Ya dije en el escrito sobre Jacinta, cómo él pudo ir alguna vez

más a Cova de Iría; cómo usó y entregó la cuerda; cómo en un día

de tanto calor sofocante fue el primero en ofrecer el no beber, y

también cómo a veces recordaba a su hermana la idea de sufrir

por los pecadores, etc. Supongo por eso que no es necesario repetirlo

aquí.

Un día, estaba haciéndole un poco de compañía junto a su

cama con Jacinta que se había levantado un poco. De pronto, viene

su hermana Teresa a avisar que por la calle venía una gran

multitud de personas sin lugar a dudas para hablar con ellos. Apenas

había salido, les dije:

– Bien, vosotros esperaos aquí, yo voy a esconderme.

Jacinta consiguió aún correr detrás de mí, y nos fuimos a meter

en una cuba que estaba junto a la puerta que da al huerto. No

tardamos en escuchar el ruido de las personas que visitaban la

casa y salieron al huerto, y estuvieron recostados en la misma cuba

que nos salvó por tener la boca hacia el lado opuesto.

Cuando notamos que se habían marchado, salimos de nuestro

escondrijo y fuimos a ver a Francisco que nos informó de todo lo

que había pasado.

161

– Era muchísima gente y querían que yo les dijese dónde estabais

vosotras; pero yo tampoco lo sabía. Querían vernos y pedirnos

muchas cosas. Había también una señora de Alqueidão que

deseaba la curación de un enfermo y la conversión de un pecador.

Yo pido por esta mujer; vosotras pedid por todos los demás que

son muchos.

Esta mujer apareció, poco después de haber muerto Francisco,

y me pidió que le dijese cuál era su sepultura pues deseaba ir a

agradecerle las dos gracias que le había concedido. Íbamos un día

camino de Cova de Iría y a la salida de Aljustrel fuimos sorprendidos

por un grupo de gente en una curva de la carretera, que, para

vernos y oírnos mejor, pusieron a Jacinta junto conmigo encima de

un muro. Francisco no quiso dejarse colocar encima. Después fue

escapándose poco a poco y se arrimó a un muro viejo que había

enfrente.

Una pobre mujer y un niño al ver que no conseguían hablarnos

en particular como deseaban, fueron a arrodillarse delante de

él para pedirle que les consiguiera de Nuestra Señora la cura del

padre y la gracia de no ir a la guerra (eran madre e hijo). Francisco

se arrodilla también, se quita la caperuza y pregunta si quieren

rezar con él el Rosario. Ellos dicen que sí; y empiezan a rezar; al

poco tiempo toda aquella gente, dejándose de interrogantes curiosos,

están también de rodillas rezando. Más tarde nos acompañan

a Cova de Iría. Durante el camino rezan con nosotros otro Rosario;

y, allá en el lugar de las apariciones, otro; y se despiden satisfechos.

La pobre mujer promete volver allí para agradecer a Nuestra

Señora las gracias que piden, si las alcanzan, Y volvió varias veces,

en unión no sólo del hijo, sino también del marido ya curado.

(Eran de la feligresía de San Mamede, y les llamábamos los

Casaleiros).

 

  1. Francisco enferma

 

Durante la enfermedad, Francisco se mostró siempre alegre y

contento. A veces le preguntaba:

– Francisco, ¿sufres mucho?

– Bastante; pero no importa. Sufro para consolar a Nuestro

Señor; y después, de aquí a poco iré al Cielo.

162

– Allí no te olvides de pedir a Nuestra Señora que me lleve

también pronto allá.

– Eso no lo pido. Bien sabes tú que Ella no te quiere allí aún.

En vísperas de morir me dijo:

– ¡Escucha!, estoy muy mal, ya me falta poco para ir al Cielo.

– ¡Entonces mira! Allí no te olvides de pedir mucho por los

pecadores, por el Santo Padre, por mí y Jacinta.

– Sí, lo pediré; pero escucha: esas cosas pídelas antes a

Jacinta, que yo tengo miedo de olvidarme cuando llegue junto al

Señor. Y después, ante todo, lo quiero consolar.

Un día, de madrugada, temprano, su hermana Teresa viene a

llamarme:

– Ven deprisa, Francisco está muy grave y dice que te quiere

decir una cosa.

Me vestí corriendo y allá fui. Pidió a la madre y a los hermanos

que saliesen del cuarto, puesto que era secreto lo que me quería

comunicar. Salieron y entonces él me dijo:

– Es que me voy a confesar para comulgar y morir después.

Quería que me dijeses si me viste hacer algún pecado y que fueses

a interrogar a Jacinta si ella me vio hacer alguno.

– Desobedeciste alguna vez a tu madre –le dije–, cuando ella

te decía que te quedases en casa y tú te escapabas para estar

conmigo o para irte a esconder.

– Ciertamente, tengo éste. Ahora vete a preguntar a Jacinta, si

ella se acuerda de alguno más.

Marché, y Jacinta, después de pensar un poco, me dijo:

– Escucha: dile que, todavía antes de aparecérsenos Nuestra

Señora, robó 10 centavos a nuestro padre para comprarle una

armónica a José Marto de Casa Velha; que, cuando los muchachos

de Aljustrel tiraron piedras a los de Boleiros, él también tiró

algunas.

Cuando le di este recado de su hermana, respondió:

— Estos ya los confesé; pero vuelvo a confesarlos. Tal vez es a

causa de estos pecados que yo hice, por los que Nuestro Señor

está triste. Pero yo aunque no muriese, nunca más los volvería a

cometer. Y poniendo las manos juntas, rezó la oración:

– ¡Oh Jesús mío, perdónanos, líbranos del fuego del infiemo,

lleva a todas las almas al Cielo, especialmente a las que más lo

necesitan…!

163

– Escucha, pide tú también al Señor que me perdone mis pecados.

– Sí, pido, quédate tranquilo. Si el Señor no te los hubiese

perdonado ya, la Virgen no hubiera dicho aún el otro día a Jacinta

que te venía a buscar muy en breve para el Cielo. Y ahora voy a

Misa y ahí pido a Jesús escondido por ti.

– Escucha; pídele para que el señor Cura me dé la Sagrada

Comunión.

– De acuerdo.

Cuando regresé de la iglesia ya Jacinta se había levantado y

estaba sentada al lado de su cama. Al verme me preguntó:

– ¿Pediste al Señor escondido para que el señor cura me dé la

Sagrada Comunión?

– Lo pedí.

– Después en el Cielo pediré por ti.

– ¿Vas a pedir? pues el otro día me dijiste que no ibas a pedir.

– Eso era para llevarte allá en breve. Pero si tú lo deseas, yo

pido, y después que Nuestra Señora haga lo que Ella quiera.

– Pues quiero; tú pide.

– Pues sí, quédate tranquila, que yo pido.

Los dejé allí y me marché para hacer mis ocupaciones diarias

de trabajo y escuela.

Cuando volví al anochecer ya estaba radiante de alegría. Se

había confesado y el Cura había prometido llevarle al día siguiente

la Sagrada Comunión. Después de comulgar al día siguiente, decía

a su hermanita:

– Hoy soy más feliz que tú, porque tengo dentro de mi pecho a

Jesús escondido. Yo me voy al cielo; pero desde allí voy a pedir

mucho al Señor y a la Virgen para que pronto os lleve también allí.

Ese día, casi todo lo pasé con Jacinta junto a su cama. Como

ya no podía rezar, nos pedía que rezásemos nosotros el Rosario

por él. Después me dijo:

– Sin lugar a dudas, en el Cielo voy a tener muchas añoronzas

de tí. ¡Quién diera que Nuestra Señora te llevase también para allá

muy pronto!

– No las tendrás, no; ¡fíjate! ¡Al pie del Señor y de la Virgen,

que son tan buenos!

– Pues es cierto. Tal vez ni me acuerde.

Y ahora añado yo: tal vez no se acordó más. ¡¡¡Paciencia!!!

 

  1. Muerte santa

 

Cuando era de noche, me despedí de él.

– Francisco, adiós. Si fueras esta misma noche al Cielo, no te

olvides de mí. ¿Has escuchado?

– No me olvido, no. Quédate tranquila.

Y agarrándome la mano derecha, la apretó con mucha fuerza

durante un buen rato, mirándome con lágrimas en los ojos.

– ¿Deseas alguna cosa más? –le pregunté con lágrimas que

también me corrían por las mejillas.

– No –me respondió con voz apagada.

Como la escena estaba poniéndose demasiado conmovedora,

mi tía me pidió que saliese del dormitorio.

– Entonces, adiós, Francisco, hasta el Cielo.

– Adiós, hasta el Cielo.

Y el Cielo se aproximaba. Allá voló al día siguiente (10) a los

brazos de la Madre Celestial.

No se puede describir mi nostalgia. Es una espina triste que

atraviesa mi corazón a lo largo de los años. Es el recuerdo del

pasado que siempre resuena en la eternidad.

Era de noche, y yo plácida soñaba

que en tan festivo, suspirado día

celestial enlace en gran porfía,

entre nosotros y los Ángeles se daba.

¡Qué áurea corona –ninguno imaginaba–

de flores que la tierra producía,

que igualase a la que el Cielo ofrecía

en angélico primor que el cariño dejaba!

De labios maternos… gozos, sonrisas,

en el celeste paraíso… vive en Dios,

de amor encantado, de gozos soberanos,

pasó estos años… tan breves… ¡¡¡Adiós!!!

 

  1. Más canciones

 

Como el Señor Dr. Galamba desea los versos profanos, y ya

escribí algunos en el transcurso de la historia de Francisco, antes

de comenzar con otro asunto, pongo algunos más, para que su

Reverencia pueda escoger, por si acaso alguno le puede ser útil

para alguna cosa.

LA SERRANA

Serrana, serrana,

¡De ojos castaños!

¿Quién te dio, serrana,

Encantos tamaños…?

¡Encantos tamaños!

¡¡¡Nunca vi así!!!

Serrana, serrana,

Ten pena de mí.

¡¡¡Serrana, serrana,

Ten pena de mi!!!

Serrana, serrana,

De saya volante,

¿Quién te dió, serrana,

Ser tan elegante?

¡Ser tan elegante!

¡¡¡Nunca vi así!!!, etc.

(el final de todos, como el primero)

Serrana, serrana,

Del pecho de rosa

¿Quién te dió, Serrana,

Color tan mimosa?

¡Color tan mimosa!

¡¡¡Nunca vi así!!!, etc.

Serrana, serrana,

¡De oro adornada!

¿Quién te dio, Serrana,

166

Saya tan rodada?

¡Saya tan rodada!

¡¡¡Nunca vi así!!!, etc.

TEN CUIDADO

Si fueres a la Sierra

vete despacito,

mira que no caigas

en un barranquito.

¡En un barranquito!

En un barranquito

no he de caer,

que las serranitas

me han de sostener.

Quieran o no,

¡¡¡Serranitas, mi corazón!!!

Me han de sostener,

me han de bien tratar.

¡Son las serranitas

buenas para amar!

Buenas para amar.

Quieran o no,

¡¡¡Serranitas, mi corazón!!!

 

 

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