Flora Cantábrica

Matias Mayor

Archivo del febrero, 2023

San Francisco nació en Asís

 

. El homenaje de un hombre simple (LM 1,1)

 

San Francisco nació en Asís el año 1182, de padres ricos y burgueses, comerciantes en telas, Pedro Bernardone y madonna Pica. En su juventud se crió en un ambiente de mundanidad y se dedicó, después de adquirir un cierto conocimiento de las letras, a los negocios lucrativos del comercio. Fue un joven alegre y aficionado a las fiestas, pero dentro de la corrección y la honestidad, y por más que se dedicara al lucro conviviendo entre avaros mercaderes, jamás puso su confianza en el dinero y en las riquezas. Dios había infundido en lo más íntimo del joven Francisco una cierta compasión generosa hacia los pobres, la cual, creciendo con él desde la infancia, llenó su corazón de tanta benignidad, que convertido ya en un oyente no sordo del Evangelio, se propuso dar limosna a todo el que se la pidiere, máxime si alegaba para ello el motivo del amor de Dios.

  1. La donación de la capa 

 

Una vez le salió al encuentro un caballero noble, pero pobre y mal vestido. A la vista de aquella pobreza, se sintió conmovido su compasivo corazón, y, despojándose inmediatamente de sus atavíos, vistió con ellos al pobre, cumpliendo así, a la vez, una doble obra de misericordia: cubrir la vergüenza de un noble caballero y remediar la necesidad de un pobre

La oración ante el Crucifijo de San Damián

 

Pero, trayendo a la memoria el propósito de perfección que había hecho y recordando que para ser caballero de Cristo debía, ante todo, vencerse a sí mismo, se apeó del caballo y corrió a besar al leproso. Desde entonces buscaba la soledad y se dedicaba por completo a la oración. Se revistió del espíritu de pobreza, del sentimiento de la humildad y del afecto de una tierna compasión hacia los leprosos, los mendigos, los sacerdotes pobres y cuantos sufrieran.

 

Salió un día Francisco al campo a meditar, y al pasear junto a la iglesia de San Damián, cuya vetusta fábrica amenazaba ruina, entró en ella, movido por el Espíritu, a hacer oración; y mientras oraba postrado ante la imagen del Crucificado, de pronto se sintió inundado de una gran consolación espiritual. Fijó sus ojos, arrasados en lágrimas, en la cruz del Señor, y he aquí que oyó con sus oídos corporales una voz procedente de la misma cruz que le dijo tres veces: «¡Francisco, vete y repara mi casa, que, como ves, está a punto de arruinarse toda ella!» Quedó estremecido Francisco, pues estaba solo en la iglesia, al percibir voz tan maravillosa, y, sintiendo en su corazón el poder de la palabra divina, fue arrebatado en éxtasis. Vuelto en sí, se dispone a obedecer, y concentra todo su esfuerzo en la decisión de reparar materialmente la iglesia, aunque la voz divina se refería principalmente a la reparación de la Iglesia que Cristo adquirió con su sangre.

 

Así, pues, se levantó, armándose con la señal de la cruz, tomó consigo diversos paños dispuestos para la venta y se dirigió apresuradamente a la ciudad de Foligno, y allí lo vendió todo, incluso el caballo en que montaba. Tomando su precio, vuelve a la ciudad de Asís y se dirige a la iglesia, cuya reparación se le había ordenado. Entró devotamente en su recinto, y, encontrando allí a un pobrecillo sacerdote, tras rendirle cortés reverencia, le ofreció el dinero obtenido a fin de que lo destinara para la reparación de la iglesia y el alivio de los pobres. Luego le pidió humildemente que le permitiera convivir por algún tiempo en su compañía. Accedió el sacerdote al deseo de Francisco de morar en su casa, pero rechazó el dinero por temor a los padres. Entonces el Santo lo arrojó sin más a una ventana.

 

 La renuncia a los bienes 

 

Cuando el padre de Francisco se enteró de lo que había hecho su hijo, corrió, todo enfurecido, a San Damián. Francisco, al oír los gritos y amenazas, se escondió en una cueva. Unos días más tarde se reprochó su cobardía, abandonó el escondite y marchó a la ciudad de Asís. Sus conciudadanos, al verlo en el extraño talante que presentaba, lo tomaron por loco. Tan pronto como el padre oyó el clamor del gentío, acudió presuroso y sin conmiseración lo arrastró a casa, lo azotó y lo encerró encadenado. En medio de tanta adversidad, Francisco, lleno de profunda alegría, daba gracias a Dios y se sentía más dispuesto y valiente para llevar a cabo lo que había emprendido. No mucho después se vio precisado el padre a ausentarse de Asís, y la madre libró al hijo de la prisión, dejándole partir. Francisco retornó al lugar en que había morado antes.

 

Pero volvió el padre, y, al no encontrar en casa a su hijo, corrió bramando al lugar indicado para conseguir, si no podía apartarlo de su propósito, al menos alejarlo de la provincia. Francisco, confortado por Dios, salió espontáneamente al encuentro de su enfurecido padre y le manifestó que estaba dispuesto a sufrir con alegría cualquier mal por el nombre de Cristo. Viendo el padre que le era del todo imposible cambiarle de su intento, dirigió sus esfuerzos a recuperar el dinero. Y, habiéndolo encontrado, por fin, en el nicho de una pequeña ventana, se apaciguó un tanto su furor

 

Intentaba después el padre llevar al hijo ante la presencia del obispo de la ciudad, para que en sus manos renunciara a los derechos de la herencia paterna y le devolviera todo lo que tenía. Se manifestó muy dispuesto a ello Francisco y, llegando a la presencia del obispo, no se detiene ni vacila por nada, no espera órdenes ni profiere palabra alguna, sino que inmediatamente se despoja de todos sus vestidos y se los devuelve al padre. Además, ebrio de un maravilloso fervor de espíritu, se quita hasta los calzones y se presenta ante todos totalmente desnudo, diciendo al mismo tiempo a su padre: «Hasta el presente te he llamado padre en la tierra, pero de aquí en adelante puedo decir con absoluta confianza: Padre nuestro, que estás en los cielos, en quien he depositado todo mi tesoro y toda la seguridad de mi esperanza»

 

Al contemplar esta escena el obispo, admirado del extraordinario fervor del siervo de Dios, se levantó al instante y llorando lo acogió entre sus brazos y lo cubrió con el manto que él mismo vestía. Ordenó luego a los suyos que le proporcionaran alguna ropa para cubrir los miembros de aquel cuerpo. 

 

 El sueño de Inocencio III

 

No tardaron en unirse a Francisco muchos compañeros. El primero fue Bernardo de Quitaval, al que siguieron Pedro Cattani, Gil, Silvestre y otros. Viendo el siervo de Cristo que poco a poco iba creciendo el número de los hermanos, escribió con palabras sencillas una pequeña forma de vida o regla, en la que puso como fundamento inquebrantable la observancia del santo Evangelio, e insertó otras pocas cosas que parecían necesarias para un modo uniforme de vida. Deseando, empero, que su escrito obtuviera la aprobación del sumo pontífice, decidió presentarse con aquel grupo de hombres sencillos ante la Sede Apostólica, confiando únicamente en la protección divina.

 

En Roma encontraron al obispo de Asís, Guido, quien, enterado de lo que se proponían conseguir, se alegró mucho, y empeñó su palabra de ayudarles con sus consejos y recursos. El obispo había hablado ya al cardenal Juan de San Pablo, hombre importante en la curia papal, de la vida del bienaventurado Francisco y de sus hermanos, y estas noticias habían hecho nacer en el cardenal el deseo de ver al varón de Dios y a algunos de sus hermanos. Así que, cuando se enteró de que estaban en Roma, los hizo llamar, los hospedó en su casa y, edificado de sus palabras y ejemplos, los recomendó ante el papa.

 

Cuando fueron introducidos a la presencia del sumo pontífice, Francisco le expuso su objetivo, pidiéndole humilde y encarecidamente le aprobara la sobredicha forma de vida. Al observar Inocencio III la admirable pureza y simplicidad de alma del varón de Dios, el decidido propósito y el encendido fervor de su santa voluntad, se sintió inclinado a acceder piadosamente a sus peticiones. Con todo, difirió dar cumplimiento a la súplica del pobrecillo de Cristo, dado que a algunos de los cardenales les parecía una cosa nueva y tan ardua, que sobrepujaba las fuerzas humanas. Intervino el cardenal Juan de San Pablo advirtiéndoles: «Si rechazamos la demanda de este pobre que no pide sino la confirmación de la forma de vida evangélica, guardémonos de inferir con ello una injuria al mismo Evangelio de Cristo». Al oír tales consideraciones, volvióse al pobre de Cristo el sucesor del apóstol Pedro y le dijo: «Ruega, hijo, a Cristo que por tu medio nos manifieste su voluntad, a fin de que, conocida más claramente, podamos acceder con mayor seguridad a tus piadosos deseos».

 

Además les manifestó el papa Inocencio una visión celestial que había tenido esos mismos días, asegurando que habría de cumplirse en Francisco. En efecto, refirió haber visto en sueños cómo estaba a punto de derrumbarse la basílica lateranense y que un hombre pobrecito, de pequeña estatura y de aspecto despreciable, la sostenía arrimando sus hombros a fin de que no viniese a tierra. Y exclamó: «Éste es, en verdad, el hombre que con sus obras y su doctrina sostendrá a la Iglesia de Cristo»

La aprobación de la Regla por Inocencio III

 

Por eso, lleno de singular devoción, Inocencio accedió en todo a la petición del siervo de Cristo, y desde entonces le profesó siempre un afecto especial. De modo que le otorgó todo lo que le había pedido y le prometió que le concedería todavía mucho más. Aprobó la Regla, concedió al siervo de Dios y a todos los hermanos laicos que le acompañaban la facultad de predicar la penitencia y ordenó que se les hiciera la tonsura para que libremente pudieran predicar la palabra de Dios.

 

La visión del carro de fuego 

 

A eso de media noche, sucedió de pronto que, estando Francisco corporalmente ausente de sus hijos, algunos de los cuales descansaban y otros perseveraban en oración, penetró por la puerta de la casucha de los hermanos un carro de fuego de admirable resplandor que dio tres vueltas a lo largo de la estancia; sobre el mismo carro se alzaba un globo luminoso, que, ostentando el aspecto del sol, iluminaba la oscuridad de la noche.


  1. La renuncia a los bienes (LM 2,4)

Cuando el padre de Francisco se enteró de lo que había hecho su hijo, corrió, todo enfurecido, a San Damián. Francisco, al oír los gritos y amenazas, se escondió en una cueva. Unos días más tarde se reprochó su cobardía, abandonó el escondite y marchó a la ciudad de Asís. Sus conciudadanos, al verlo en el extraño talante que presentaba, lo tomaron por loco. Tan pronto como el padre oyó el clamor del gentío, acudió presuroso y sin conmiseración lo arrastró a casa, lo azotó y lo encerró encadenado. En medio de tanta adversidad, Francisco, lleno de profunda alegría, daba gracias a Dios y se sentía más dispuesto y valiente para llevar a cabo lo que había emprendido. No mucho después se vio precisado el padre a la madre libró al hijo de la prisión, dejándole partir. Francisco retornó al lugar en que ausentarse de Asís, y había morado antes.

 

Pero volvió el padre, y, al no encontrar en casa a su hijo, corrió bramando al lugar indicado para conseguir, si no podía apartarlo de su propósito, al menos alejarlo de la provincia. Francisco, confortado por Dios, salió espontáneamente al encuentro de su enfurecido padre y le manifestó que estaba dispuesto a sufrir con alegría cualquier mal por el nombre de Cristo. Viendo el padre que le era del todo imposible cambiarle de su intento, dirigió sus esfuerzos a recuperar el dinero. Y, habiéndolo encontrado, por fin, en el nicho de una pequeña ventana, se apaciguó un tanto su furor.

 

Intentaba después el padre llevar al hijo ante la presencia del obispo de la ciudad, para que en sus manos renunciara a los derechos de la herencia paterna y le devolviera todo lo que tenía. Se manifestó muy dispuesto a ello Francisco y, llegando a la presencia del obispo, no se detiene ni vacila por nada, no espera órdenes ni profiere palabra alguna, sino que inmediatamente se despoja de todos sus vestidos y se los devuelve al padre. Además, ebrio de un maravilloso fervor de espíritu, se quita hasta los calzones y se presenta ante todos totalmente desnudo, diciendo al mismo tiempo a su padre: «Hasta el presente te he llamado padre en la tierra, pero de aquí en adelante puedo decir con absoluta confianza: Padre nuestro, que estás en los cielos, en quien he depositado todo mi tesoro y toda la seguridad de mi esperanza».

 

Al contemplar esta escena el obispo, admirado del extraordinario fervor del siervo de Dios, se levantó al instante y llorando lo acogió entre sus brazos y lo cubrió con el manto que él mismo vestía. Ordenó luego a los suyos que le proporcionaran alguna ropa para cubrir los miembros de aquel cuerpo. En seguida le presentaron un manto corto, pobre y vil, perteneciente a un labriego que estaba al servicio del obispo. Francisco lo aceptó muy agradecido.

 

Después, desembarazado ya de la atracción de los deseos mundanos, deja Francisco la ciudad de Asís y se retira a la soledad para escuchar solo y en silencio la voz misteriosa del cielo.

 

* * * * *

  1. El sueño de Inocencio III (LM 3,10)

Asentado ya Francisco en la humildad de Cristo, trae a la memoria la orden que se le dio desde el Crucifijo de reparar la iglesia de San Damián, y, como verdadero obediente, vuelve a Asís, dispuesto a someterse a la voz divina, al menos mendigando lo necesario para dicha restauración, a la que siguió la de otra iglesia, dedicada a San Pedro, y la de Santa María de la Porciúncula.

 

No tardaron en unirse a Francisco muchos compañeros. El primero fue Bernardo de Quitaval, al que siguieron Pedro Cattani, Gil, Silvestre y otros. Viendo el siervo de Cristo que poco a poco iba creciendo el número de los hermanos, escribió con palabras sencillas una pequeña forma de vida o regla, en la que puso como fundamento inquebrantable la observancia del santo Evangelio, e insertó otras pocas cosas que parecían necesarias para un modo uniforme de vida. Deseando, empero, que su escrito obtuviera la aprobación del sumo pontífice, decidió presentarse con aquel grupo de hombres sencillos ante la Sede Apostólica, confiando únicamente en la protección divina.

 

En Roma encontraron al obispo de Asís, Guido, quien, enterado de lo que se proponían conseguir, se alegró mucho, y empeñó su palabra de ayudarles con sus consejos y recursos. El obispo había hablado ya al cardenal Juan de San Pablo, hombre importante en la curia papal, de la vida del bienaventurado Francisco y de sus hermanos, y estas noticias habían hecho nacer en el cardenal el deseo de ver al varón de Dios y a algunos de sus hermanos. Así que, cuando se enteró de que estaban en Roma, los hizo llamar, los hospedó en su casa y, edificado de sus palabras y ejemplos, los recomendó ante el papa.

 

Cuando fueron introducidos a la presencia del sumo pontífice, Francisco le expuso su objetivo, pidiéndole humilde y encarecidamente le aprobara la sobredicha forma de vida. Al observar Inocencio III la admirable pureza y simplicidad de alma del varón de Dios, el decidido propósito y el encendido fervor de su santa voluntad, se sintió inclinado a acceder piadosamente a sus peticiones. Con todo, difirió dar cumplimiento a la súplica del pobrecillo de Cristo, dado que a algunos de los cardenales les parecía una cosa nueva y tan ardua, que sobrepujaba las fuerzas humanas. Intervino el cardenal Juan de San Pablo advirtiéndoles: «Si rechazamos la demanda de este pobre que no pide sino la confirmación de la forma de vida evangélica, guardémonos de inferir con ello una injuria al mismo Evangelio de Cristo». Al oír tales consideraciones, volvióse al pobre de Cristo el sucesor del apóstol Pedro y le dijo: «Ruega, hijo, a Cristo que por tu medio nos manifieste su voluntad, a fin de que, conocida más claramente, podamos acceder con mayor seguridad a tus piadosos deseos».

 

Se retiraron de la presencia papal Francisco y los suyos, y el Santo, entregado a la oración, llegó al conocimiento de lo que debía decirle al papa. Y en efecto, cuando se presentaron de nuevo al sumo pontífice, Francisco le narró la parábola de un rey rico que se complació en casarse con una mujer hermosa pero pobre, de la que tuvo muchos hijos, añadiendo su interpretación: «No hay por qué temer que perezcan de hambre los hijos y herederos del Rey eterno…». Escuchó con gran atención el Vicario de Cristo esta parábola y su interpretación, quedando profundamente admirado; y reconoció que, sin duda alguna, Cristo había hablado por boca de aquel hombre.

 

Además les manifestó el papa Inocencio una visión celestial que había tenido esos mismos días, asegurando que habría de cumplirse en Francisco. En efecto, refirió haber visto en sueños cómo estaba a punto de derrumbarse la basílica lateranense y que un hombre pobrecito, de pequeña estatura y de aspecto despreciable, la sostenía arrimando sus hombros a fin de que no viniese a tierra. Y exclamó: «Éste es, en verdad, el hombre que con sus obras y su doctrina sostendrá a la Iglesia de Cristo».

 

* * * * *

  1. La aprobación de la Regla por Inocencio III (LM 3,10)

Inocencio III había quedado impresionado por las palabras del Cardenal Juan de San Pablo en favor del proyecto de Francisco: «Si rechazamos la demanda de este pobre como cosa del todo nueva y en extremo ardua, siendo así que no pide sino la confirmación de la forma de vida evangélica, guardémonos de inferir con ello una injuria al mismo Evangelio de Cristo. Pues si alguno llegare a afirmar que dentro de la observancia de la perfección evangélica o en el deseo de la misma se contiene algo nuevo, irracional o imposible de cumplir, sería convicto de blasfemo contra Cristo, autor del Evangelio». Luego, quedó admirado el pontífice al oír de boca de Francisco la interpretación de la parábola antes referida de los hijos del rey y de la mujer pobre: «No hay por qué temer que perezcan de hambre los hijos y herederos del Rey eterno, los cuales -nacidos, por virtud del Espíritu Santo, de una madre pobre, a imagen de Cristo Rey- han de ser engendrados en una religión pobrecilla por el espíritu de la pobreza. Pues si el Rey de los cielos promete a sus seguidores el reino eterno, ¿con cuánta más razón les suministrará todo aquello que comúnmente concede a buenos y malos?» Finalmente, al reconocer en Francisco al hombre que sostenía la basílica ruinosa, el papa quedó convencido de que allí estaba la mano de Dios.

 

Por eso, lleno de singular devoción, Inocencio accedió en todo a la petición del siervo de Cristo, y desde entonces le profesó siempre un afecto especial. De modo que le otorgó todo lo que le había pedido y le prometió que le concedería todavía mucho más. Aprobó la Regla, concedió al siervo de Dios y a todos los hermanos laicos que le acompañaban la facultad de predicar la penitencia y ordenó que se les hiciera la tonsura para que libremente pudieran predicar la palabra de Dios.

 

El aprobar oralmente una regla, como hizo Inocencio en esta ocasión, no significaba entonces una especie de simple tolerancia. Venía a ser una verdadera aprobación, gracias a la cual no afectó después a los hermanos menores la prohibición de que se redactaran nuevas reglas monásticas, dictada por el concilio IV de Letrán en 1215, prohibición que sí afectó, por ejemplo, a la Orden de Santo Domingo. Por otra parte, la tonsura de los hermanos los constituía clérigos, sustrayéndolos a la jurisdicción de los príncipes y poniéndolos bajo la tutela de la Iglesia.

 

* * * * *

  1. La visión del carro de fuego (LM 4,4)

Obtenida la aprobación de la Regla, emprendió Francisco con gran confianza el viaje de retorno hacia el valle de Espoleto, dispuesto ya a practicar y enseñar el Evangelio de Cristo. Durante el camino iba conversando con sus compañeros sobre el modo de observar fielmente la Regla recibida, sobre la manera de proceder ante Dios en toda santidad y justicia y cómo podrían ser de provecho para sí mismos y servir de ejemplo a los demás.

 

Ya en el valle de Espoleto, se pusieron a deliberar sobre la cuestión de si debían vivir en medio de la gente o más bien retirarse a lugares solitarios. Francisco acudió a la oración e iluminado por Dios llegó a comprender que él había sido enviado por el Señor a fin de que ganase para Cristo las almas que el diablo se esforzaba en arrebatarle. Por eso prefirió vivir para bien de todos los demás antes que para sí solo, estimulado por el ejemplo de Aquel que se dignó morir él solo por todos.

 

En consecuencia, se recogió con sus compañeros en un tugurio abandonado, Rivo Torto, cerca de la ciudad de Asís. Allí se mantenían al dictado de la santa pobreza y se entregaban de continuo a las preces divinas. Los hermanos suplicaron a Francisco que les enseñase a orar, y él les dijo: «Cuando oréis decid: «Padre nuestro», y también: «Te adoramos, Cristo, en todas las iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo»». Les enseñaba, además, a alabar a Dios en y por todas las criaturas, a honrar con especial reverencia a los sacerdotes, a creer firmemente y confesar con sencillez las verdades de la fe tal y como sostiene y enseña la santa Iglesia romana.

 

Mientras moraban los hermanos en el referido lugar, un día de sábado se fue el santo varón a Asís para predicar, según su costumbre, el domingo por la mañana en la iglesia catedral. Pernoctaba, como otras veces, entregado a la oración, en un tugurio sito en el huerto de los canónigos.

 

A eso de media noche, sucedió de pronto que, estando Francisco corporalmente ausente de sus hijos, algunos de los cuales descansaban y otros perseveraban en oración, penetró por la puerta de la casucha de los hermanos un carro de fuego de admirable resplandor que dio tres vueltas a lo largo de la estancia; sobre el mismo carro se alzaba un globo luminoso, que, ostentando el aspecto del sol, iluminaba la oscuridad de la noche.

 

Quedaron atónitos los que estaban en vela, se despertaron llenos de terror los dormidos, y todos comprendieron que había sido el mismo Santo, ausente en el cuerpo, pero presente en el espíritu y transfigurado en aquella imagen, el que les había sido mostrado por el Señor en el luminoso carro de fuego

La visión de los tronos celestes 

Y como quiera que, tanto en sí como en todos sus súbditos, prefería Francisco la humildad a los honores, Dios, que ama a los humildes, lo juzgaba digno de los puestos más encumbrados, según le fue revelado en una visión celestial a un hermano, Fray Pacífico, varón de notable virtud y devoción. Iba dicho hermano acompañando al Santo, y, al orar con él muy fervorosamente en una iglesia abandonada de Bovara, fue arrebatado en éxtasis, y vio en el cielo muchos tronos, y entre ellos uno más relevante, adornado con piedras preciosas y todo resplandeciente de gloria. Admirado de tal esplendor, comenzó a averiguar con ansiosa curiosidad a quién correspondería ocupar dicho trono. En esto oyó una voz que le decía: «Este trono perteneció a uno de los ángeles caídos, y ahora está reservado para el humilde Francisco».

 

 La prueba del fuego ante el Sultán

 

De hecho, observando el sultán el admirable fervor y virtud del hombre de Dios, lo escuchó con gusto y lo invitó insistentemente a permanecer consigo. Pero el siervo de Cristo, inspirado de lo alto, le respondió: «Si os resolvéis a convertiros a Cristo tú y tu pueblo, muy gustoso permaneceré por su amor en vuestra compañía. Mas, si dudas en abandonar la ley de Mahoma a cambio de la fe de Cristo, manda encender una gran hoguera, y yo entraré en ella junto con tus sacerdotes, para que así conozcas cuál de las dos creencias ha de ser tenida, sin duda, como más segura y santa». Respondió el sultán: «No creo que entre mis sacerdotes haya alguno que por defender su fe quiera exponerse a la prueba del fuego, ni que esté dispuesto a sufrir cualquier otro tormento». Había observado, en efecto, que uno de sus sacerdotes, hombre íntegro y avanzado en edad, tan pronto como oyó hablar del asunto, desapareció de su presencia. Entonces, el Santo le hizo esta proposición: «Si en tu nombre y en el de tu pueblo me quieres prometer que os convertiréis al culto de Cristo si salgo ileso del fuego, entraré yo solo a la hoguera. Si el fuego me consume, impútese a mis pecados; pero, si me protege el poder divino, reconoceréis a Cristo, fuerza y sabiduría de Dios, verdadero Dios y Señor, salvador de todos los hombres».

 

Viendo el sultán en este santo varón un despreciador tan perfecto de los bienes de la tierra, se admiró mucho de ello y se sintió atraído hacia él con mayor devoción y afecto

 

El milagro de la fuente

 

En cierta ocasión quiso Francisco trasladarse al eremitorio del monte Alverna para dedicarse allí más libremente a la contemplación; pero, como ya estaba muy débil, se hizo llevar en el asnillo de un pobre campesino. Era un día caluroso de verano. El hombre subía a la montaña siguiendo al siervo de Cristo, y, cansado por la áspera y larga caminata, se sintió desfallecer por una sed abrasadora. En esto comenzó a gritar insistentemente detrás del Santo: «¡Eh, que me muero de sed, me muero si inmediatamente no tomo para refrigerio algo de beber!»

 

Sin tardanza, se apeó del jumentillo el hombre de Dios, e, hincadas las rodillas en tierra y alzadas las manos al cielo, no cesó de orar hasta que comprendió haber sido escuchado. Acabada la oración, dijo al hombre: «Corre a aquella roca y encontrarás allí agua viva, que Cristo en este momento ha sacado misericordiosamente de la piedra para que bebas»

 

Bebió el hombre sediento del agua brotada de la piedra en virtud de la oración del Santo y extrajo el líquido de una roca durísima. No hubo allí antes ninguna corriente de agua; ni, por más diligencias que se han hecho, se ha podido encontrar posteriormente.

La predicación a las aves (

 

Acercándose a Bevagna, llegó a un lugar donde se había reunido una gran multitud de aves de toda especie. Al verlas el santo de Dios, corrió presuroso a aquel sitio y saludó a las aves como si estuvieran dotadas de razón. Todas se le quedaron en actitud expectante, con los ojos fijos en él, de modo que las que se habían posado sobre los árboles, inclinando sus cabecitas, lo miraban de un modo insólito al verlo aproximarse hacia ellas. Y, dirigiéndose a las aves, las exhortó encarecidamente a escuchar la palabra de Dios, y les dijo: «Mis hermanas avecillas, mucho debéis alabar a vuestro Creador, que os ha revestido de plumas y os ha dado alas para volar, os ha otorgado el aire puro y os sustenta y gobierna, sin preocupación alguna de vuestra parte».

 

La muerte del caballero de Celano

 

En cierta ocasión, después de haber regresado, en la primavera de 1220, de su viaje a Siria y Egipto, llegó a Celano a predicar; y allí un devoto caballero le invitó insistentemente a quedarse a comer con él. Vino, pues, a su casa, y toda la familia se llenó de gozo a la llegada de los pobres huéspedes. Pero, antes de ponerse a comer, San Francisco, siguiendo su costumbre, se detuvo un poco con los ojos elevados al cielo, dirigiendo a Dios súplicas y alabanzas. Al concluir la oración llamó aparte en confianza al bondadoso señor que lo había hospedado y le habló así: «Mira, hermano huésped; vencido por tus súplicas, he entrado en tu casa para comer. Ahora, pues, escucha y sigue con presteza mis consejos, porque no es aquí, sino en otro lugar, donde vas a comer hoy. Confiesa en seguida tus pecados con espíritu de sincero arrepentimiento y que en tu conciencia no quede nada que haya de manifestarse en una buena confesión. Hoy mismo te recompensará el Señor la obra de haber acogido con tanta devoción a sus pobres».

 

Aquel señor puso inmediatamente en práctica los consejos del Santo: hizo con el compañero de éste una sincera confesión de todos sus pecados, puso en orden todas sus cosas y se preparó como mejor pudo a recibir la muerte. Finalmente, se sentaron todos a la mesa. Apenas habían comenzado los otros a comer, cuando el dueño de la casa, con una muerte repentina, exhaló su espíritu, según le había anunciado el varón de Dios

La impresión de las llagas 

 

Elevándose, pues, a Dios a impulsos del ardor seráfico de sus deseos y transformado por su tierna compasión en Aquel que a causa de su extremada caridad, quiso ser crucificado: cierta mañana de un día próximo a la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, que se festeja el 14 de septiembre, mientras oraba en uno de los flancos del monte, vio bajar de lo más alto del cielo a un serafín que tenía seis alas tan ígneas como resplandecientes. En vuelo rapidísimo avanzó hacia el lugar donde se encontraba el varón de Dios, deteniéndose en el aire. Apareció entonces entre las alas la efigie de un hombre crucificado, cuyas manos y pies estaban extendidos a modo de cruz y clavados a ella. Dos alas se alzaban sobre la cabeza, dos se extendían para volar y las otras dos restantes cubrían todo su cuerpo.

 

Así, pues, al instante comenzaron a aparecer en sus manos y pies las señales de los clavos, tal como lo había visto poco antes en la imagen del varón crucificado. Se veían las manos y los pies atravesados en la mitad por los clavos, de tal modo que las cabezas de los clavos estaban en la parte inferior de las manos y en la superior de los pies, mientras que las puntas de los mismos se hallaban al lado contrario. Las cabezas de los clavos eran redondas y negras en las manos y en los pies; las puntas, formadas de la misma carne y sobresaliendo de ella, aparecían alargadas, retorcidas y como remachadas. Así, también el costado derecho, como si hubiera sido traspasado por una lanza, escondía una roja cicatriz, de la cual manaba frecuentemente sangre sagrada, empapando la túnica y los calzones.

 La muerte de San Francisco

 

Cumplidos, por fin, en Francisco todos los misterios, liberada su alma santísima de las ataduras de la carne y sumergida en el abismo de la divina claridad, se durmió en el Señor este varón bienaventurado.

 

Uno de sus hermanos y discípulos, Jacobo de Asís, vio cómo aquella dichosa alma subía derecha al cielo en forma de una estrella muy refulgente, transportada por una blanca nubecilla sobre muchas aguas

 

La verificación de las llagas

 

l emigrar de este mundo, el bienaventurado Francisco dejó impresas en su cuerpo las señales de la pasión de Cristo. Se veían en aquellos dichosos miembros unos clavos de su misma carne, fabricados maravillosamente por el poder divino y tan connaturales a ella, que, si se les presionaba por una parte, al momento sobresalían por la otra, como si fueran nervios duros y de una sola pieza. Apareció también muy visible en su cuerpo la llaga del costado, semejante a la del costado herido del Salvador. El aspecto de los clavos era negro, parecido al hierro; mas la herida del costado era rojiza y formaba, por la contracción de la carne, una especie de círculo, presentándose a la vista como una rosa bellísima. El resto de su cuerpo, que antes, tanto por la enfermedad como por su modo natural de ser, era de color moreno, brillaba ahora con una blancura extraordinaria. Los miembros de su cuerpo se mostraban al tacto tan blandos y flexibles, que parecían haber vuelto a ser tie

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