Flora Cantábrica

Matias Mayor

Archivo del 8 enero, 2023

Padre Damian,1 Español.8.1-23

8 enero, 2023 Autor: admin

Padre Damian

 

Se inicia misionero

 

Cuando habla de “recorrer noche y día los volcanes”, Damián exagera, seguramente, pero no tanto. La primera “parroquia” que le fue confiada, el distrito de Puna en la parte oriental de la isla de Hawaii, está compuesto de crestas y de cráteres volcánicos dormidos o extinguidos, pero uno de ellos está en plena actividad. Los indígenas los tienen un miedo terrible y le ofrecen sacrificios para aplacarle

 

Damián poseía un caballo y un mulo. Necesitaba seis semanas para dar la vuelta a la parroquia. Cuando se le preguntaba dónde tenía su casa, señalaba su silla de montar: “Esta es mi casa”. Además, ya el señor obispo, Mons. Maigret, cuando lo acompañó para dejarle en esta su primera misión, le advirtió: “No olvide que llevan ya ocho años sin ver un sacerdote

 

Ciertas regiones no son accesibles más que a pie. Un pueblecito estaba protegido tras una decena de barrancos, que había que bajar y subir y colgaba en la altura de una pared rocosa de seiscientos metros. A otro puesto no se podía llegar más que por mar y una de las veces que lo hizo con dos nativos en una chalupa hawaina, volcaron sobre las olas, teniendo que volver a nado a la orilla.

 

En todas partes, los hawaianos acogían generosamente al sacerdote. Por pobres que fueran, compartían con él el “poi”, una suerte de pasta a base de taro, planta de la que aprovechaban sus tubérculos como harina, ofreciéndole también la estera de su choza para dormir. Por las noches prefería caminar algunos kilómetros sobre el caballo y dormir en cualquier hueco junto a un árbol. Damián llevaba consigo una pequeña maleta con la que preparar todo lo necesario para celebrar la Misa. En los pueblecitos siempre había alguna concha marina con la que llamar a las gentes al catecismo y a la celebración de la Eucaristía.

 

En este distrito tan solo permaneció un año. El P. Clemente, “compañero” de viaje cuando llegaron en el barco, así como de ordenación sacerdotal en Honolulu y del primer destino en la isla de Hawaii, tenía asignado el distrito del noroeste, Kohala Hamakua. Un día le comentó a Damián que su extensión sobrepasaba sus fuerzas, más débiles, y pidieron al obispo el cambio. Así comenzó Damián sus correrías interminables en aquel territorio, en el que permaneció ocho años, hasta que desde allí salió para Molokai. En Kohala necesitaba quince días para ir y volver por los pueblecitos costeros, en las cuatro pequeñas iglesias que les construyó. En su lugar de residencia, una pequeña casa al lado de la pequeña iglesia, ambas de madera. Su vida era muy sencilla, como se lo contaba a su hermano Pánfilo:

 

No comemos más que lo que la Providencia nos envía. La calabaza de poi está siempre llena; tenemos carne, agua en cantidad, café y a veces pan, jamás vino o cerveza. Como he estado trabajando toda la semana y he cocinado hoy domingo, ya me excusarás si mis manos no están tan limpias como las tuyas que, supongo, no hacen otra cosa que pasar las hojas de tus libros. Los platos tampoco están siempre bien lavados, pero eso no tiene mucha importancia. El apetito y la costumbre nos ayudan a comer bien. De postre, fumamos la pipa. Una vez terminado, vuelvo a montar a caballo.

 

Molokai

 

 Hemos acompañado a Damián durante los nueve primeros años de misionero en la isla de Hawaii. No se ha de olvidar que es con esa abundante y variada experiencia con la que llega a Molokai. Damián no es ya un misionero novicio. Ha evangelizado mucho y duro, ha gozado de grandes alegrías mezcladas de tristezas y ya conoce muy bien el temperamento de los nativos.

 

Primavera de 1873. La vida misionera de Damián va a dar un giro decisivo. El obispo, Mons. Maigret, ha invitado a todos los sacerdotes de las islas para asistir a la consagración de una nueva iglesia, en la isla de Maui. Aprovecha esta ocasión para plantearles el problema de su responsabilidad hacia los católicos de Molokai y especialmente hacia los leprosos encerrados en la reserva leprosa de Kalawao.

 

En el lado de Kalawao había comprado el Estado unos terrenos amplios, para segregar en ellos a los enfermos de lepra que irían recogiendo por las islas. Los primeros llegaron a esta especie de cárcel natural el 6 de enero de 1866

 

En 1873, el poblado contaba con 600 leprosos, pero el número no dejará de aumentar, a pesar de la muerte que reina soberana sobre la península. La policía, en todas las islas, atrapaba a los enfermos contagiosos y los deportaba como criminales.

 

En el amanecer del 10 de mayo de 1873, en compañía de su obispo, de una cincuentena de leprosos y de algunas cabezas de ganado, Damián desembarcó en los acantilados de Kalaupapa, único lugar de pequeño y peligroso “puerto”. El obispo le presentó a la muchedumbre reunida sobre los acantilados: “¡Ahora, ya tenéis a vuestro sacerdote!”. Todos se fueron hasta la capilla de Kalawao a dar gracias a Dios.

Descenso a los infiernos

  

“El Hijo del hombre no tiene una piedra en que reposar la cabeza”. A su llegada a Kalawao, parece que Damián estaba feliz de poder imitar a su Señor en esta extremosa indigencia. No tiene mas que su breviario y su caja de herramientas. Ningún techo bajo el que cobijarse y reposar su cabeza. Toma su alimento encima de una piedra plana y duerme bajo las estrellas, abrigado bajo un pandano cuyas raíces, según un naturalista, “ofrecen un nido privilegiado a los ciempiés, escorpiones, hormigas, mosquitos, cucarachas y también a las pulgas de gatos, de perros y de ovejas sarnosas, que se abrigan bajo sus ramas

 

Cada vez con más claridad, Damián toma conciencia de lo que va a ser su situación irreversible: único sano entre los enfermos, sabe bien que no escapará, un día u otro, al contagio. Se abriga bajo la Providencia que, como el pandano, no le va a ahuyentar los bichos. Porque no quiere parecerse a ese médico blanco del que le han hablado, que rehúsa tocar a los enfermos y les “ausculta” con la contera de su bastón con que levanta vestidos y vendas. Como San Vicente de Paúl, quiere amar a sus pobres con el sudor de su frente y de sus brazos. Y con su expresión: “El pobre, mi señor

 

Al comienzo fue espantoso. Del cuerpo de los leprosos emanaba un tufo como para vomitar. En su comparación, la pocilga de los cerdos de Tremelo era un jardín de flores. Dando la comunión, Damián sentía tales nauseas que se aguantaba las ganas de dejarlo todo y huir. Un domingo, el hedor de la gente en tan reducida capilla, le sofocó hasta el punto de verse tentado a ponerse en la ventana a respirar. ¿Qué decir del momento de la confesión, sobretodo de los moribundos, con apenas un hilo de voz ronca, que para entenderlos tenía que acercarse a sus caras, donde veía los gusanos en la carne y un olor que evocaba atrozmente en su conciencia la putrefacción del pecado? Para neutralizar de algún modo esta agresión, Damián recurrió al tabaco: “El olor de mi pipa impide un poco que mis vestidos se empapen del olor tan repugnante de nuestros leprosos

 

Aquí no hay ley”

 

A los recién llegados que desembarcaban todos los meses, y más a menudo cada semana, los antiguos les inculcaban antes de nada la ley de la jungla: “Aquí no hay ley”. Para ellos, que se saben condenados, ni las sanciones ni las amenazas tienen importancia: policías, esposas en las manos, hierros en los pies, nada mete miedo a quien nada tiene que perder. El gobierno del reino hasta sueña con declararles legalmente muertos. Están en la leprosería para morir allí. El verdadero gobernador de la isla es la muerte. Dante había visto escrito en la puerta del infierno: “Aquí no hay esperanza”.

 

Todos estos desgraciados barridos de la sociedad, vivían juntos sin distinción de edad ni de sexo. Pasaban su tiempo jugando a las cartas, bebiendo una especie de cerveza hecha de arroz fermentado y en los excesos que necesariamente provienen de todo ello. Todas sus cosas no podían estar limpias por la falta de agua, que se debía trasportar desde lejos. El olor de sus basuras y de su sudor era sencillamente insoportable para un recién llegado

 

Una depravación sin nombre era su ley, según el mensaje público que proclamaban “en este lugar no hay ley”. Las mujeres eran forzadas a prostituirse para tener amigos que las socorrieran en su enfermedad. Los niños, en cuanto tenían alguna fuerza, eran empleados como criados de la casa. Cuando la lepra estaba demasiado avanzada, a estas mujeres y a estos niños se les arrojaba de la casa y debían buscarse un abrigo. No era raro encontrarlos detrás de una tapia, esperando que la muerte viniera a poner fin a sus sufrimientos o que una mano caritativa o alquilada los trasportara al hospital.

 

Me permito hablar de otra fuente de inmoralidad: me refiero a las borracheras. Se procuraban la bebida embriagadora por la destilación a gran escala de la raíz de una planta que crece abundante por las montañas… El proceso, muy primitivo e imperfecto, hacía que el licor fuera inapropiado para la consumición. Los indígenas que caían bajo su influjo, olvidaban los principios más elementales de la decencia. Corriendo de aquí para allá desnudos, se comportaban como gentes demenciales. Es mucho más fácil imaginarse las consecuencias que describirlas

 

Me refiero a las borracheras. Primero quiero explicar cómo se procuran la bebida embriagadora. A lo largo de la montaña crece en abundancia una planta que los naturales llaman “ki” (Dracoena terminalis). La raíz de este vegetal, cuando se la ha cocido y hecho fermentar y se destila su producto, proporciona un líquido altamente embriagador. El proceso es muy primitivo e imperfecto y naturalmente el licor no es en absoluto apropiado para la consumición. A mi llegada aquí, la destilación de este horrible licor se hacía a gran escala. Los indígenas que caían bajo su influjo, olvidaban los principios más elementales de la decencia.

 

Ayuda a los enfermos a no comportarse más como ayudados del gobierno, a protestar contra la llegada de alimentos en malas condiciones, a cultivar ellos mismos una parcela, a cuidar gallinas, cerdos… Pide al gobierno que compre los frutos que estos producen, para que corra el dinero en la colonia como sucede en cualquier otro lugar. Poco a poco, la península maldita toma el aspecto de una campiña hermosa, grupos de casas blancas bordeadas de jardines con flores. Se comienza a respirar una vida social casi normal, en cierto sentido malditos, desechos de la sociedad. Un sacerdote dinámico les ha puesto en pie. A su contacto, se convierten en hombres.

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Sobretodo, aunque condenados a muerte, toman conciencia de que ya no son malditos, desechos de la sociedad. Un sacerdote dinámico les ha puesto en pie. A su contacto, se convierten en hombres. A Damián le cuesta un precio. Atento a todo cuanto puede aliviar a los otros, apenas toma precauciones consigo mismo. Cada vez va convirtiéndose en un hawaiano más, pero rodeado de hawaianos leprosos. Come con la mano el poi en la calabaza común, comparte la pipa con los fumadores que se la pasan en ronda, venda las llagas, trabaja con sus herramientas, juega despreocupado con los niños enfermos, durante el trabajo éstos expían el momento en que deja la pipa sobre la madera para darle unas chupadas

 

Al comienzo fue espantoso.

 

Del cuerpo de los leprosos emanaba un tufo como para vomitar. En su comparación, la pocilga de los cerdos de Tremelo era un jardín de flores. Dando la comunión, Damián sentía tales nauseas que se aguantaba las ganas de dejarlo todo y huir. Un domingo, el hedor de la gente en tan reducida capilla, le sofocó hasta el punto de verse tentado a ponerse en la ventana a respirar. ¿Qué decir del momento de la confesión, sobretodo de los moribundos, con apenas un hilo de voz ronca, que para entenderlos tenía que acercarse a sus caras, donde veía los gusanos en la carne y un olor que evocaba atrozmente en su conciencia la putrefacción del pecado? Para neutralizar de algún modo esta agresión, Damián recurrió al tabaco: “El olor de mi pipa impide un poco que mis vestidos se empapen del olor tan repugnante de nuestros leprosos”. Por las noches empieza a experimentar en las piernas una comezón extraña que atribuye a un ataque solapado de la lepra. Por medio de un amigo se agencia un par de botas altas para protegerse. Otra noche sale de la choza dando tumbos entre el barro, que le hacía pensar y decir, “creo que me ha atacado el cerebro”

 

El agua

 

El proporcionar agua a Molokai era un tema preferido en la conversación para el Padre Damián. Cuando llegó a la leprosería, no había en ella otro medio para proporcionarse el agua que ir a buscarla a un estanque y los leprosos debían transportarla sobre su pobre espalda. Así mismo, debían lavar sus vestidos en un lugar bien lejano: nada tiene de extraño que no estuvieran limpios. Estaba apenado por ello. Un día le dijeron que al extremo límite de un valle, llamado Waihanau, había un depósito natural

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En compañía de dos blancos y de sus muchachos leprosos, se puso en marcha hacia el lugar y, con gran satisfacción descubrió la gran reserva de agua, casi circular, toda llena de agua muy fría y muy limpia. El diámetro del estanque era de setenta y dos pies por cincuenta y cinco. Hicieron un sondeo cerca del borde y encontraron que tenía dieciocho pies de profundidad. Estaba situado al pie de una ladera escarpada y los indígenas le dijeron que en tiempo de las mayores sequías jamás estaba seco.

 

Ya no tuvo reposo hasta que los tubos le fuesen enviados. Los colocó él mismo con sus leprosos que eran capaces de ayudarle. Desde entonces hubo abundancia de agua para beber, lavar y bañarse. Más tarde los conductos de agua fueron mejorados por el gobierno, bajo la dirección del M. Alexandre Sproull, que estaba aún en su obra de beneficencia cuando yo estaba en Molokai y se alojaba conmigo en la casa reservada a los visitantes

 

SU  HERMANO DUTTON: EN LA ESCUELA DE DAMIÁN

 

. Tuvo problemas con el alcohol que más tarde fue capaz de superar. Fue considerado un tipo guapo y una persona valerosa. Parece que no hay razón o razones concretas que le hicieran decidir dejar el alcohol. Tampoco hay ninguna razón conocida por la que decidiera convertirse al Catolicismo estando en Memphis.

 

. Después de casi dos años de vida austera, Joseph Dutton decidió que la vida contemplativa era para otros, no para él. Por su naturaleza anhelaba una vida de acción y servicio. Dejó el monasterio teniendo la bendición del Abad. Poco después oyó hablar de un hombre de una isla en Hawai que estaba cuidando cientos de víctimas de la lepra. Viajó a la Universidad de Notre Dame y habló de unirse al Padre Damián con un profesor llamado Charles Warren Stoddard. Stoddard, un reconocido escritor, había visitado ya antes la leprosería, conocido a Damián y escrito un libro sobre la persona que había llamado la atención de Dutton. Parece que Stoddard dio ánimos a Dutton.

 

Poco después emprendió su viaje hacia Honolulu, donde desembarcó vestido de la forma que utilizaría el resto de su vida: un sencillo traje de dril. Se quedó en la ciudad sólo unos días, lo suficiente para conseguir credenciales del obispo y del Comité de Sanidad. El día siguiente a su llegada a Kalawao, Dutton se levantó a las 4:30 de la mañana, lo que sería su costumbre durante el resto de su vida, un hábito que probablemente adquirió de su experiencia trapense.

 

Damián y Dutton hicieron buenas migas y una forma de amistad que nunca se empañaría. Les agradaba la conversación del otro y compartían los mismos ideales sobre la mejora de la vida y bienestar de los 700 u 800 pacientes de la institución. Dutton demostró ser un importante tónico para Damián, que había sufrido la soledad y ahora la lepra; ambos sabían que los días de Damián estaban contados. El hombre que pronto continuaría el trabajo de Damián le ayudó como enfermero, administrador, constructor, sacristán, consejero y cuidador.

 

Damián tenía ahora a su derecha a un hombre dispuesto a asumir la misión, y hacerlo de buena gana y con entusiasmo. Al mismo tiempo, la impaciencia de Damián se equilibraba con el temperamento templado y tolerante de Dutton. Lejos de ser un hombre triste, lo que cualquiera esperaría de una persona penitente, Dutton siempre fue jovial.

 

“Estoy leproso”

 

. Muchos signos previos ya le alertaron: manchas parduscas en su piel, dolores en la pierna izquierda, insensibilidad en parte del pie…

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Un día se abrasa los pies en agua muy caliente, destrozándose la piel pero sin sentir dolor alguno. Sabe lo que eso significa. La primera comunicación se la dirige a su hermano Pánfilo (31.01.1885) A finales de 1885 escribe a su Provincial: “En este momento ya no tengo duda alguna: estoy leproso”. Pero añade enseguida: “Aún estoy de pie y con unos pocos cuidados continuaré mi vida activa como antes

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En noviembre de 1887 escribe a su hermano Pánfilo: “La lepra ha causado algunos destrozos en mi cuerpo y me ha dejado un tanto desfigurado, pero continúo estando robusto y fuerte”.

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Le escribe a su hermano Pánfilo el 25 de noviembre de 1873: Un día durante la misa solemne estuve a punto de dejar el altar para salir a respirar aire puro, pero el recuerdo del Señor, cuando se abrió la tumba de Lázaro, me retuvo. Actualmente ya me he acostumbrado. Entro en las casas de los leprosos sin problema. Algunas veces, cuando confieso a los enfermos cuyas llagas están cubiertas de gusanos, me hace bien taparme la nariz. En ocasiones no sé dónde dar la unción a los enfermos, porque el pie y la mano es una llaga completa, lo que me indica que su muerte está cerca. Aquí no hay médicos.

 

Se preocupó mucho de los niños. Muchos de ellos eran huérfanos y leprosos. Algunos estaban sanos, pero se cuidó de que los viciosos, que no faltaban, los usaran para sus vicios o los indujeran a la droga o a la prostitución infantil. Para estos niños construyó dos asilos, uno para niños y otro para niñas. En 1883 tenía 44. A los muchachos los animaba a trabajar en el jardín y en la granja; y a las muchachas, las buenas mujeres kokuas (sanas) católicas les enseñaban a coser, cocinar y otros trabajos domésticos para que pudieran casarse cuando tuvieran la edad. El orfanato se abrió en 1878 y a la muerte del padre Damián había un centenar de huérfanos.

 

Respecto de la música escribe el padre Alberto Bouillon: Debo, quizás, mencionar una serenata a la que asistimos el jueves pasado a la luz de la luna… Después de cenar salimos a tomar el fresco. Un centenar de leprosos nos esperaban con banderas, cuatro tambores y una docena de instrumentos musicales. Los músicos, cuyas manos no tienen más que dos o tres dedos, y cuyos labios están hinchados por la enfermedad, ejecutan con maestría las más variadas piezas de música, y nos alegran y distraen durante dos horas enteras.

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La noche misma, después del tercer enterramiento, Damián rompía el largo silencio que se había impuesto, Escribió a su hermano Pánfilo una carta de propaganda: «Pronto hará ya siete años que vivo en medio de los leprosos. Durante ese largo lapso de tiempo, he tenido la ocasión de ver de cerca y tocar con el dedo, por decirlo así, la miseria humana en todo aquello que tiene de más horroroso.

 

La mitad de nuestros enfermos son como cadáveres ambulantes que ya los guanos han comenzado a devorar […] Como el cementerio, la iglesia y la casa no forman más que una sola parcela, soy el único guardián durante la noche de este bello jardín de los muertos donde reposan todos mis hijos espirituales, encuentro mis delicias en ir allí a rezar mi rosario y meditar sobre la felicidad eterna de la que ya gozan un gran número de ellos, sobre la desgracia de algunos que no han querido obedecerme y sufren en el purgatorio. Os aseguro, mi querido hermano, que el cementerio y la choza de mis moribundos, son mis más bellos libros de meditación, tanto par alimentar mi propio corazón como para preparar mis instrucciones».

 

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