Flora Cantábrica

Matias Mayor

Archivo del 26 octubre, 2021

Kolbe: la fuerza creativa del amor 26,10,21

26 octubre, 2021 Autor: admin

Kolbe: la fuerza creativa del amor

 

INTRODUCCIÓN

Las palabras del comandante del campo de concentración de Auschwitz cayeron como un mazazo sobre los corazones horrorizados de los prisioneros del Bloque 14: «¡Puesto que el prisionero que se fugó ayer no ha sido encontrado, diez de vosotros irán a la muerte!».Pero aún mayor fue la conmoción cuando uno de ellos se adelantó de la fila y señalando con el dedo a uno de los diez condenados, declaró: «Soy un sacerdote católico polaco; ya soy viejo y quiero ocupar su lugar, porque él tiene mujer e hijos».

En un lugar como aquél, donde la dignidad humana era pisoteada y los hombres se arrastraban como sombras, vencidos por el odio, el resentimiento y la desesperación y la lucha por sobrevivir; donde nadie daba a nadie ni un mendrugo de pan, un hombre renunciaba a su vida para que otro pudiese seguir viviendo.

Un gesto así no se improvisa. Cuando el padre Maximiliano Kolbe, de los Franciscanos Menores Conventuales dio aquel paso, ya tenía sobre sus espaldas muchos años de generosa entrega y de fecunda creatividad al servicio de la reconciliación y de la paz entre los hombres, como instrumento providencial en las manos de María Inmaculada. Por ella trabajó y ofreció su vida, sacándole al dogma las necesarias consecuencias prácticas para bajar a la Virgen de su pedestal y hacerla caminar entre nosotros como una madre en medio de sus hijos.

A este nuevo santo franciscano, canonizado recientemente por Juan Pablo IL no le favorece demasiado la aureola ni encaja bien sobre un altar. Es tan reciente, tan de nuestros días, que lo suyo es el periodismo, la radio, la fotografía, el cine la bicicleta, el taxi o la avioneta. Mucho tenemos que aprender de este hombre que ha sabido compaginar admirablemente la fidelidad al carisma franciscano de pobreza, minoridad y apostolado con la fidelidad al progreso y a la modernidad del mundo de hoy.

 

 

 

¿QUÉ SERÁ DE MI?

Cuando nació el padre Maximiliano Kolbe, el 8 de enero de 1894, en Zsdunska- Wola, Polonia no existía como nación. Austria, Rusia y Alemania se repartían su territorio.

Su madre, María Dabrowska, habría preferido ser religiosa, pero los rusos habían prohibido todas las órdenes y congregaciones religiosas en su intento por suprimir los signos de identidad polacos. Pero tuvo suerte casándose con Julio Kolbe, hombre íntegro y sereno, de profundas convicciones religiosas y buen patriota. Ambos eran tejedores. Se casaron en 1891 y tuvieron cinco hijos varones de los que sobrevivieron tres: Francisco, Raimundo (nombre de pila del futuro padre Maximiliano) y José.

No fue fácil la vida de los Kolbe. El trabajo artesanal no podía competir con las modernas máquinas, por lo que se vieron obligados a emigrar. En el espacio de nueve años vivieron en al menos seis lugares diferentes entre Lodz y Pabianice, hasta su instalación definitiva en ésta última ciudad, cerca de una importante fábrica.

El padre montó un pequeño negocio y a ratos cultivaba un trozo de tierra arrendado. La madre trabajaba en la fábrica y en su tiempo libre reforzaba la escasa economía familiar ejerciendo como comadrona. La pobreza no les impedía conservar con dignidad su carácter de familia católica tradicional. Ellos mismos se ocuparon de la educación de los hijos con ayuda de la parroquia, donde Raimundo ayudaba como monaguillo. Las escuelas no eran obligatorias, enseñaban en ruso y eran demasiado caras para la clase obrera. Sólo en 1904 enviaron a Francisco, que ya tenía 12 años, a la escuela de la fábrica para hacer los estudios primarios, porque querían que fuese sacerdote. Al año siguiente ocupó su lugar el más pequeño, mientras el mayor pasaba a la escuela comercial de Pabianice.

A Raimundo le tocó quedarse en casa. Tenía diez años y era muy vivaracho y desenvuelto y algo travieso. Mientras sus padres iban al trabajo y sus hermanos al colegio, él limpiaba la casa y se ocupaba de la cocina.

Como todos los niños de su edad, también él se planteó el problema de su futuro: sus hermanos, al menos, estudiaban; pero él: ¿Qué podía esperarse de él? Un día su madre le regañó por algo que no hizo bien: «¿Qué va a ser de ti?», le dijo. Aquella pregunta le dolió. Su madre no hizo caso al principio, pero empezó a notar que Raimundo se acercaba con frecuencia, sin hacerse notar, a un altarito que tenían en casa, y allí rezaba llorando. Siempre se le veía serio y pensativo. Viendo aquel comportamiento tan impropio de su edad, temiendo que estuviese enfermo, le obligó por fin a decirle lo que pasaba.

Llorando de emoción, respondió el pequeño: «Mamá, cuando me reprendiste, le pedí mucho a la Virgen que me dijera lo que iba a ser de mí. Luego en la iglesia se lo volví a pedir. Entonces se me apareció la Virgen con dos coronas en la mano, una blanca y otra roja. Me miraba con cariño. Me preguntó si quería aquellas dos coronas. La blanca significaba que perseveraría en la pureza. La roja, que llegaría a ser mártir. Yo le respondí que las aceptaba las dos».

Este secreto, celosamente guardado durante toda su vida, revelado después de su muerte por su madre, ilumina la vocación del padre Kolbe. El doble ofrecimiento de la Virgen daba un sentido claro a su existencia, aunque eso no le resolvía demasiado las cosas. Por delante tenía un largo camino de maduración y discernimiento, no exento de peligros y de posibles equivocaciones. Solamente la presencia de María, tan familiar desde entonces, le animaría a seguirlo sin miedo.

Por lo pronto, dos hechos providenciales vinieron a cambiar inmediatamente sus perspectivas de futuro: el desinteresado ofrecimiento del farmacéutico de Pabianice para preparar su ingreso en la escuela comercial y la llegada a la ciudad de dos religiosos procedentes de la zona austriaca.

 

TODOS FRANCISCANOS

No se equivocó el farmacéutico. Con menos de un año de clases particulares, Raimundo aprobó el examen de ingreso para el segundo año de bachillerato. En casa, todos le felicitaban sorprendidos y celebraban el acontecimiento.

Los dos religiosos venidos del sur eran de la orden de los Hermanos Menores Conventuales, cuya provincia polaca se remonta a los orígenes del movimiento franciscano y contaba sólo con unos cien religiosos repartidos en once conventos de Galitzia, la única zona polaca donde no se había suprimido la vida religiosa.

La Orden Conventual es una de las ramas en que se dividió historicamente la familia religiosa fundada por San Francisco a causa de múltiples reformas…

La supresión española de la Orden Conventual en el siglo XVI y la napoleónica e italiana del siglo XIX hicieron que los conventuales no alcanzaran el número de 1.500 a principios de siglo. Sin embargo, daban muestras de una gran vitalidad y de una prodigiosa recuperación, llegando a superar los 3.000 en los años treinta. Buena prueba de ello era la restauración de la orden en algunos países, como Inglaterra y España (Granollers, 1905), la nueva expansión misionera y la apertura de seminarios, entre ellos el Colegio Seráfico Internacional (Seraphicum), con Facultad de teología.

Los conventuales polacos acababan de abrir también un seminario en Leópolis, Ucrania. Los Kolbe, en contacto con aquellos dos religiosos, decidieron enviar allí a sus hijos mayores. A finales del verano de 1907 Francisco y Raimundo atravesaban con su padre la frontera ruso-austriaca clandestinamente, disfrazados de campesinos, para ingresar en el seminario. Al año siguiente hará lo mismo la madre con José, el más pequeño de los hijos.

Una vez libre de las preocupaciones familiares, María Dabrowska y Julio Kolbe hicieron de común acuerdo voto de castidad y decidieron consagrarse también ellos a la vida religiosa: él, con los conventuales de Cracovia en calidad de terciario franciscano y ella, como oblata en un monasterio benedictino de Leópolis, cerca de sus hijos. El padre, al empezar la guerra de 1914, se alistó al movimiento de liberación polaco y murió en el frente. La madre, no pudiendo ingresar en un convento de Asís, como era su deseo, pasó en 1913 a las Terciarias Franciscanas Felicianas de Cracovia y permaneció con ellas hasta su muerte en 1945.

 

LA TENTACIÓN DE LAS ARMAS

Una pequeña crisis estuvo a punto de sacar a Raimundo del seminario a causa de una elección que no se presentaba fácil.

Por una parte estaba aquel espíritu franciscano tan familiar. En Pabianice dijo a un amigo suyo que se sentía tan feliz como se había sentido San Francisco y que le gustaría poder hablar con los pájaros como él. Amaba la naturaleza y le gustaba observarla. Su mayor afición era plantar árboles y verlos crecer, aunque su admiración se extendía también a los progresos de la ciencia y de la técnica. Hasta llegó a idear un artefacto capaz de viajar por el espacio al que llamó «eteroplano».

Mas, por otro lado, pesaba también lo suyo el espíritu polaco y nacionalista de su familia. Un día, ante el altar de la Inmaculada del seminario, le prometió luchar por ella. Al parecer, fue en una predicación sobre la Virgen donde cayó en la cuenta de que la Inmaculada lo llamaba para «ser su caballero y defender su honor». Al principio, como él mismo confiesa, se imaginaba una lucha con armar de verdad; pero incluso en eso es de admirar aquel espíritu caballeresco que empujó a Francisco de Asís a buscar la gloria en los campos de batalla antes de su conversión. Los caballeros medievales combatían por la fe y en defensa de los pobres y oprimidos. La conversión de San Francisco consistió en pasar de la lucha armada a la evangelización por medios pacíficos. Pero Raimundo aún no había escuchado aquella voz misteriosa de Espoleto que le dijo a Francisco: «¿A dónde pretendes ir?…Vuélvete a Asís y allí se te dirá lo que has de hacer; porque es preciso interpretar la visión de otro modo». Porque lo cierto es que Raimundo no podía olvidar aquella visión de la Virgen en su parroquia de Pabianice, aunque la poca experiencia de sus dieciséis años no le permitía distinguir entre dar su vida por la Virgen y morir luchando por Polonia, de la que ella era la Reina.

Pudo haber sido un buen militar. Tenía dotes de estratega. A sus compañeros les dibujaba la manera de fortificar Leópolis haciéndola inexpugnable. El ambiente debió influirle también. Aquela ciudad era el centro de la resistencia polaca, con Cracovia, y allí se formaban los cuadros dirigentes de la futura Polonia independiente nacida de las ruinas de la primera guerra mundial.

Un día antes de comenzar el noviciado, el 3 de septiembre de 1910, Raimundo -que había convencido a su hermano Francisco- ya estaba decidido a alistarse en el ejército. Iban a comunicar su decisión al ministro provincial cuando sonó la campanilla del recibidor: era María Dabrowka, que venía, como de costumbre, a visitar a sus hijos. Con ella se disiparon todos los proyectos. Al día siguiente recibieron ambos el negro hábito conventual. Terminado el año de noviciado profesaron la Regla de San Francisco y las Constituciones de la Orden en manos del provincial. Siguiendo una antigua tradición, Raimundo cambió su nombre de pila por el de fray Maximiliano, nombre de emperadores, pero también el de un obispo bávaro martirizado durante las persecuciones romanas. Todo un presagio. Nunca más volvió a tener dudas de su vocación. Sí las tuvo su hermano Francisco, que abandonó la Orden al estallar la guerra y se alistó en el ejército siguiendo el ejemplo de su padre. Escribiendo acerca de esto a su madre, fray Maximiliano recordaba: «La providencia, en su infinita misericordia, por medio de la Inmaculada, te envió a nosotros en aquel crítico momento. Han pasado ya nueve años desde aquel día…y pienso en ello con temor y gratitud hacia la Inmaculada. ¿Qué sería de nosotros si no nos sostuviese con su mano?».

 

LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS

El 30 de octubre de 1912 llegaba a la estación «Términi» de Roma el joven Maximiliano. Tenía apenas 18 años y ante sus ojos se abría un mundo nuevo. La Roma que aparece en las cartas escritas a su madre es la de las gloriosas ruinas imperiales, de la sangre de los antiguos mártires, de las celebraciones barrocas en las más de 300 iglesias de la ciudad, de las multitudinarias audiencias del Papa en San Pedro, de la multitud de lenguas y razas…Pero lo cierto es que fray Maximiliano Kolbe, al tiempo que se va formando intelectualmente en la Universidad Gregoriana y espiritualmente en el Colegio Seráfico, no deja de observar atentamente los signos de los tiempos. Y descubre que el liberalismo ideológico, político y económico campan pos sus respetos también en Roma, haciendo gala -aquí más que en ninguna parte- de un anticlericalismo desafiante.

Es sabido que desde el siglo XIX la ideología liberal topó de frente con la Iglesia, bien en lo doctrinal o bien porque lesionaba en la práctica sus derechos. En mayor o menor medida hubo en toda Europa disposiciones anticlericales por parte de sus gobiernos liberales, los cuales caminaban sistemáticamente hacia la total secularización del Estado, reduciendo lo religioso a lo puramente individual y privado.

Por otra parte, las modernas corrientes liberales de pensamiento, racionalistas y materialistas, tenían un denominador común: el ateísmo o la indiferencia religiosa, si no combatían la religión como perniciosa para el progreso. La consecuencia era el abandono de la fe de grandes masas de la población. La Iglesia, desprestigiada y enormemente dificultada en su ministerio, bien poco podía hacer.

Sin embargo, la Iglesia, con los papas al frente (Pío IX, León XIII y Pío X), después del choque inicial, salió más purificada y fortalecida, dando pruebas de una gran vitalidad. Era un reto al que se tenía que hacer frente con valentía .Los creyentes no podían quedar al margen del proceso histórico. Así surgieron en este período multitud de formas de vida religiosa más acordes con los tiempos, a la vez que se renovaban las antiguas. También aparecieron nuevas formas de apostolado a través de la enseñanza, centros sociales, asociaciones seglares e incluso en el campo de las comunicaciones, con la aparición de numerosas publicaciones católicas. Pese a la precariedad de las circunstancias, se estaban poniendo los cimientos primeros para el futuro Concilio Vaticano II, iniciador de un nuevo concepto de Iglesia y de un nuevo estar en el mundo.

Kolbe observaba todo esto no con la mirada de un sociólogo o de un político; ni siquiera como un intelectual, aunque siempre se sintió atraído por los hombres de la cultura. Su mirada es la mirada penetrante y compasiva del creyente que va más allá de las apariencias y se detiene allí donde el bien y el mal tienen su raíz más profunda, en el corazón de sus contemporáneos enrarecido por las pasiones y el odio y el permanente clima bélico y revolucionario.

El año 1917 fue especialmente decisivo para nuestro torturado siglo. La guerra iniciada en 1914 parecía no tener fin y los muertos se contaban por millones. En Rusia triunfaba la revolución bolchevique y se implantó el primer régimen comunista de la historia. Los masones celebraban triunfalmente el segundo centenario de su fundación, y los protestantes el cuarto.

Fray Maximiliano tenía 23 años y aún no era sacerdote, pero le hervía la sangre por dentro ante tanta provocación, especialmente de la masonería, que se manifestaba, arrogante, debajo mismo de los balcones del Papa. Su espíritu franciscano y apostólico le incitaba a la acción. De buena gana hubiese ido a la Logia de Roma a evangelizar al Gran Maestre de Italia, como un nuevo San Francisco camino del Sultán de Egipto. Pero se daba cuenta de que nada podría hacer él solo. Era preciso organizarse -como hacían los adversarios- para conseguir resultados eficaces. Por eso, cuando en Italia ya se estaba gestando la Acción Católica de los seglares, Maximiliano Kolbe ideó y fundó la Milicia de la Inmaculada.

 

UN MOVIMIENTO RENOVADOR y DE LIBERACIÓN

«La Milicia de la Inmaculada nació en las vacaciones de verano de 1917. Al principio no existía un programa determinado. Sólo nos unía un deseo más o menos expreso de consagrarnos totalmente a la Inmaculada como instrumentos en sus manos purísimas para salvar y santificar a las almas». Con estas sencillas palabras nos explica el padre Kolbe el origen de su Milicia (M.I.). La fundación tuvo lugar la noche del 16 de octubre. Fue la primera reunión, a la que asistieron fray Maximiliano y otros seis compañeros de seminario. Se hizo en secreto, al estilo de las logias masónicas, pero con permiso de los superiores. El fundador presentó a los demás un proyecto de programa, que apenas ocupaba media cuartilla, para ser discutido punto por punto y luego sometido a votación. La reunión terminó en la capilla con la imposición de la «medalla milagrosa», que sería la insignia de los nuevos «caballeros de la Inmaculada».

Ordenes de caballería y Milicias de inspiración ha habido muchas, y la orden franciscana no ha sido ajena a algunas de ella. De todos es conocida la devoción que los franciscanos han profesado siempre a María, comenzando por el mismo San Francisco de Asís. Los Menores, fieles a ese espíritu mariano, han estado siempre a la cabeza en la defensa del dogma de la Inmaculada Concepción de María, proclamado solemnemente el 8 de diciembre de 1854.

El padre Kolbe -que se lamentaba de que en su tiempo se escribiese poco de la Virgen, con indecisión y demasiado teóricamente, sin sacar las necesarias consecuencias prácticas del dogma-, fundando la M.I quería, sobre todo, renovar aquella inagotable fuente mariana, »filón de oro de nuestra orden y principio de renovación para nuestra corrompida sociedad».

La Milicia de la Inmaculada no es una organización de tipo piadoso devocional, como alguno pudiera creer. Su finalidad conecta directamente con las raíces del movimiento franciscano, que nació en el siglo XIII como instrumento de apostolado y de conversión. El padre Kolbe lo sabía. Por eso afirma que la orden de los conventuales, de la mano de la Inmaculada -que en Lourdes pide conversión y penitencia­, estaba entrando en la segunda etapa de su historia.

Los fines de la M.I. quedan bien reflejados en sus estatutos fundacionales: «Trabajar por la conversión…y la santificación de todos bajo el patrocinio de María Inmaculada». No obstante las expresiones de tipo militar o caballeresco, tan propias de la época, no se trata en absoluto de hacer la guerra a los enemigos de la Iglesia. Al contrario: lo que se pretende combatir, por todos los medios legítimos, es el mal que los esclaviza y los hace infelices. Por eso, la M.I. puede considerarse un movimiento de renovación y liberación integral de la persona y de la sociedad.

Maximiliano Kolbe fue toda su vida un hombre respetuoso y dialogante. Mas, porque creía en el poder persuasivo del amor que le ardía por dentro, nunca tuvo miedo de dañar a nadie cuando, con el mayor respeto, trataba de reconducirlo a la fe. Sus sentimientos eran los mismos que tuvo Jesús hacia aquellas masas hambrientas de Dios que le seguían como ovejas sin pastor. Como Francisco de Asís, quería ser instrumento de paz y de reconciliación entre los hombres de su tiempo. Para conseguirlo, estaba dispuesto a dar su vida si era preciso.

Son muchos los santos que han destacado por su compasión hacia todas las miserias humanas: pobreza, hambre, enfermedad, marginación, incultura, explotación. Maximiliano Kolbe es el santo que ha descubierto la mayor y más sangrante de las miserias de nuestro siglo en esa llaga de incredulidad que es origen de todas las desgracias. Por este motivo, el programa de la Milicia no podía ser otro que el de la conversión como primer paso hacia una auténtica pacificación del mundo y la reconciliación entre los hombres.

 

UN SIGNO DE ESPERANZA

«La ocasión que determinó la fundación (de la M.I.) fueron las iniciativas cada vez más provocativas de la masonería y demás enemigos de la Iglesia en el centro mismo del cristianismo». Así lo recuerda el padre Kolbe, al cual le impresionó especialmente aquel estandarte que presidía sus manifestaciones representando a Satanás aplastando bajo sus pies al arcángel San Miguel. Aquella imagen le traía a la mente, necesariamente, la de la misteriosa mujer del libro del Génesis enemistada con la serpiente. De la contemplación de este misterio le venía a él la certeza y la confianza sin límites en la victoria final: «Existe mucho mal en el mundo -escribe-, pero recordemos que la Inmaculada es más fuerte y aplastará la cabeza de la serpiente infernal».

No obstante el panorama sombrío circundante, no podía ser pesimista, porque él, por encima de todo, es testigo de un signo de esperanza: la presencia amorosa y fuerte de María, madre de Jesucristo, de la Iglesia y de todos los hombres. Ella, por un misterioso designio de Dios, ha asumido en nuestro tiempo un protagonismo que no debería escandalizar ni sorprender. ¿Qué puede haber de extraño si, en el siglo del materialismo, de la rebeldía contra Dios y de la negación de su misma existencia, él ha querido presentamos a María como mujer creyente, nueva Eva, modelo de total entrega y docilidad en los planes e Dios? Tampoco debe sorprendemos que en una época como la nuestra, sometida a profundas transformaciones no exentas de grandes sufrimientos, donde no todo ha sido progreso y el hombre se ve sometido con excesiva frecuencia a las más humillantes vejaciones, Dios haya querido darnos el consuelo de una Madre que sabe compadecerse y mantenerse firme al pie de la cruz de sus hijos.

Por todo ello, María aparece como señal indiscutible de la victoria de su Hijo sobre la cruz y de su presencia liberadora entre nosotros. Así lo veía el padre Kolbe y de ello supo sacar las correspondientes consecuencias prácticas. El mismo, encarnando a María en su vida, se ha hecho para nosotros un signo de esperanza, de sumisión sin reservas a la voluntad de Dios y de amor compasivo hacia todos los hombres.

 

IMITARA JESÚS

El origen de la medalla milagrosa se remonta al año 1830 y reproduce el modelo que la Inmaculada le mostró a la novicia sor Catalina Labouré en París, al tiempo que prometía grandes favores a quienes la llevasen. El padre Kolbe, convencido de que se trataba de un arma poderosa para la conversión de los hombres, la adoptó como insignia y también como munición o balas de la Inmaculada. Pero también la recomendaba por su contenido simbólico: en ella aparecen los corazones de Jesús y de María debajo de una cruz sobre la letra M. Este detalle nos invita a preguntamos acerca del lugar que ocupó Cristo en su vida, teniendo en cuenta la singular importancia que concede a María.

De sobra es conocido el transparente Cristocentrismo de San Francisco de Asís y, en general, de los franciscanos, en sintonía con los planteamientos del Vaticano II. De ahí le viene a la Orden una de las principales razones de su actualidad. Ahora bien, desde esta perspectiva, ¿qué podemos decir del padre Kolbe?

No son pocos los prejuicios que existen hoya la hora de nombrar a María. Se tiene miedo a hacerle sombra a su Hijo Jesucristo, el único Señor, Salvador y Mediador entre los hombres y Dios, centro del universo y Principio y Fin de todas las cosas. Ciertamente, la figura de María sacada de su contexto no tiene ningún sentido, pero cabe preguntarse si es éste el caso del padre Kolbe, para el cual María aparece siempre en total referencia y dependencia de Dios. Ella es la esclava, sierva, hija, cosa y propiedad de Dios; Esposa del Espíritu Santo y Madre de Jesucristo; por eso le parecían infundados tantos temores: «¡Qué poco conocida es aún en teoría la Inmaculada; y menos en la práctica! ¡Cuántos prejuicios, incomprensiones, dificultades se agitan en las mentes! Permita la Inmaculada iluminar esas tinieblas, disipar esas nieblas frías y reavivar e inflamar sin límite alguno el amor a ella con total libertad, sin vanos temores que restrinjan o enfríen los corazones. Para que no se busque al Rey (a Jesús) junto al palacio (María), sino dentro del palacio, en sus salones interiores».

Por otra parte, es precisamente la imitación de Jesucristo -tan franciscana-la que nos debe llevar a desterrar cualquier temor, «porque -dice el padre Kolbe- nunca podremos igualar el amor que le profesó Jesús (a su madre); y nuestra santificación consiste en imitar a Jesús». «Miremos a Jesús -dice también-, nuestro modelo más perfecto: El, que es Dios, la santidad misma, se da a la Inmaculada sin ninguna reserva, se hace su hijo, quiere que ella lo guíe a su gusto durante treinta años. ¿Tenemos necesidad de un motivo mayor? Sigamos el ejemplo de Jesús!».

Aún cabría preguntarse: Si Cristo es el centro, ¿qué sentido tiene una evangelización como la suya, totalmente consagrada a dar a conocer y hacer amar a María? A esto, él responde que «es necesario nutrir a las almas con la Inmaculada para que lo más pronto posible se hagan semejantes a Ella y se transformen en Ella. Entonces amarán a Jesús con el corazón de la Inmaculada».

Por último, no hay nada en su doctrina acerca de María que no esté presente en la Mariología tradicional o que no haya sido confirmado plenamente por el conocido capítulo octavo de la Lumen gentium. El padre Kolbe fue eminentemente pragmático y su originalidad estriba fundamentalmente en haber sabido captar la importancia práctica del papel de María en la vida y misión de la Iglesia.

 

CÍRCULOS MARIANOS

El 29 de julio de 1919 regresaba el padre Kolbe a Polonia tras siete años en Roma. La guerra había terminado y su país era por fin independiente, después de más de un siglo de ocupación extranjera. Mientras Polonia se disponía a emprender la tarea de su reconstrucción nacional, el padre Maximiliano, ordenado sacerdote el 28 de abril, también se disponía a comenzar su trabajo en el convento de San Francisco de Cracovia. Nadie apostaba demasiado por aquel joven que regresaba débil y enfermizo. Alguno creyó encontrarse ante uno de esos frailes teóricos, con poca garra, que a lo sumo es capaz de escribir algún que otro libro. Pero pronto pudieron comprobar el ardor apostólico del recién llegado.

Algunas clases en el seminario y el ministerio sacerdotal le ocupaban su tiempo en gran medida, pero no fue obstáculo para que se dedicase a promocionar la Milicia de la Inmaculada, bendecida aquel mismo año por Benedicto XV y por el vicario general de la orden.

No tenía ningún programa preconcebido y nunca quiso tenerlo, como tampoco dio nunca un paso adelante ni tomó decisión alguna sin pedir el parecer y la autorización de quienes tenían alguna autoridad sobre él. »De otro modo -decía-, podría haber el peligro de hacer algo por nuestra propia voluntad y no según la voluntad de la Inmaculada. Esta santa y amada obediencia nos une, en calidad de instrumentos, con la Inmaculada».

Los resultados no se hicieron esperar: inmediatamente se formaron los primeros grupos de la M.I. entre los estudiantes de filosofía y teología de Cracovia y en el noviciado de Leópolis. Un grupo de religiosos de Cracovia elaboró el primer estatuto de la M.I. para los sacerdotes de la orden. El padre Kolbe trataba de dirigir también y de promover el movimiento fuera de Polonia, en Italia y Rumania, por medio de la correspondencia. Los superiores, admirados de su espíritu ­de obediencia y de su evidente carisma, vieron con simpatía el movimiento desde un principio y lo recomendaban a los religiosos. Incluso el provincial se afilió en seguida a la M.I.

El segundo paso fue la promoción entre los seglares. Pronto se formó también el primer Círculo mariano integrado por personas de muy diversa extracción social, aunque el interés del padre Maximiliano se dirigía con preferencia hacia la gente de cultura.

En seguida tuvo la alegría de contar con algunos profesores de la Universidad de Cracovia, donde los masones y otras ideologías llevaban a cabo una intensa labor de captación. Está claro que su intención era combatir al adversario con sus propias armas: proselitismo, propaganda, libros, etc. En tres o cuatro meses pasaban de mil los afiliados al primer grado de la M.I. Los tres grados de pertenencia dependían de la intensidad del compromiso: el primero operaba a un nivel más bien personal. El segundo estaba más comprometido en una acción social organizada. El tercero suponía una entrega total y absoluta por la causa.

A medida que se iban creando los distintos Círculos marianos, los mismos miembros redactaban sus propios estatutos democráticamente. Los estatutos particulares estaban sometidos a otros generales a los que el padre Kolbe dio forma definitiva a principios de 1920 con la colaboración de los responsables de la M.I. de Polonia, Italia y Rumania.

 

LOS CAMINOS DEL SEÑOR.

Casi nunca estuvo más de tres años en un mismo lugar. Sin embargo, por donde pasaba dejaba huella. El plantaba para que otros regasen, con la confianza de que es el Señor quien hace crecer la semilla. Nunca fue acaparador ni se hizo imprescindible; porque sabía que no era él, sino la Inmaculada, quien llevaba la iniciativa.

No sabemos desde cuándo vino incubando la enfermedad, pero al año de su regreso a Polonia estuvo ingresado quince meses a causa de una gran infección de tuberculosis que le inutilizó para siempre el pulmón derecho y le dejó el izquierdo en precarias condiciones.»Lo mejor será lo que el Señor disponga por medio de la Inmacuiada», dirá a su madre desde el Sanatorio Climático de Zakopane, al sur de Polonia.

El superior del convento de Cracovia le había obligado a dejar por completo la dirección de la Milicia y él lo cumple a rajatabla. Pero ahora, mientras hace de capellán en la medida de sus fuerzas, no dejará escapar ocasión alguna para evangelizar en el sanatorio: «La Inmaculada me ha permitido acercarme a los estudiantes universitarios internados en la casa de la salud «Ayuda Fraterna». Tienen fama de descreídos y en realidad lo son. La administración es socialista (eso dicen) y quién sabe las ideas que tendrán en la cabeza sus componentes. Ahora son ellos los que me invitan (un pequeño grupo de universitarios) y con mucha insistencia, para tratar con ellos cuestiones religiosas. Por eso he organizado con ellos una serie de coloquios apologéticos durante los cuales cada uno puede tomar la palabra libremente. Hemos pasado de la existencia de Dios hasta la divinidad de Jesucristo. Incluso se han comprado un Nuevo Testamento». La iniciativa tuvo inmediatos resultados: «Un universitario se ha confesado, un hebreo ha recibido el bautismo, algunos están buscando sinceramente la verdad porque se sienten infelices sin la fe; es inminente un cambio en la administración no-creyente».

No siempre era posible pasear o dialogar con los pacientes. La fiebre le obligaba con frecuencia a guardar reposo. Entonces pensaba en la importancia de la cruz: «La cruz es la escuela del amor», escribe desde el sanatorio, al tiempo que desea que nunca falte la cruz a la Milicia ni a sus miembros, porque «sólo así se purifican los deseos, de manera que nadie se inscriba a ella ni en ella trabaje por exhibición o complacencia interior, sino solamente por puro amor».

 

LAS GAFAS Y EL RELOJ

En noviembre de 1921 pudo incorporarse nuevamente a la comunidad de Cracovia, pero no tardó en recaer. Tuvo que ser hospitalizado. Su estado era grave. Una noche, entre el delirio de la fiebre, parecía querer decir algo. Le acompañaba su hermano José, convertido ahora en el padre Alfonso Kolbe y destinado también a Cracovia después de su ordenación sacerdotal, el verano anterior. Con dificultad consiguió interpretar e deseo del padre Maximiliano: quería que pusiera sus gafas y el reloj a los pies de una imagen de la Virgen colocada en la mesilla. Más tarde explicaba el sentido de aquel gesto: «¿No son las gafas el símbolo de los ojos? Pues, colocándolas ahí, quiero que representen a mis ojos siempre fijos en la Inmaculada… Y el reloj, ¿acaso no significa el tiempo? Al ponerlo ahí pretendo expresar mi firme voluntad de consagrarle a esta buena Mamá cada instante de mi vida».

No se puede expresar mejor la relación entre el padre Kolbe y María: ella le ha pedido su colaboración y él se la ha dado sin reservas, en cuerpo y alma. En este mismo período, entre sus propósitos para el futuro, había escrito: «Quienquiera que seas, cualquier cosa que tengas o puedas, todo lo que haces (pensamientos, palabras, acciones), le pertenecen totalmente a Ella. Mi vida (cada instante), mi muerte (donde, como y cuando sea) y mi eternidad, le pertenecen totalmente».

«Es imposible – dice Pablo VI – disociar el nombre, la actividad y la misión del beato Kolbe del de María Inmaculada». Efectivamente: ¿cómo separar dos voluntades que tienden a identificarse y a fundirse en una sola? «Cuanto más estemos en ella, más seremos ella misma y casi Dios mismo». Según esta afirmación del padre Kolbe, no está reñido encarnar a María en la propia vida con una equivalente transformación en Dios, porque, sometiéndose a ella, lo hace también a los designios de Dios, fielmente reproducidos y expresados en ella. Porque la voluntad de María no es sino «la voluntad misericordiosa de Dios y su personificación».

Siempre tuvo conciencia de haber sido llamado por ella: «Me doy cuenta de que la Inmaculada me ha elegido como instrumento suyo y actúa a través de mí». A este propósito, es interesante destacar la relación existente entre la figura y la obra del padre Kolbe y las revelaciones de Fátima.

Para empezar, digamos que él murió sin haber tenido noticia alguna sobre dichas apariciones. Lo ocurrido en Portugal se divulgó por Europa sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, se dan algunas coincidencias interesantes: en Cova de Iría se apareció la Virgen a tres niños los días 13 de cada mes, entre mayo y octubre de 1917. La última de las apariciones fue tres días antes de que se fundase en Roma la Milicia de la Inmaculada. En Fátima, la Virgen había manifestado su preocupación por el creciente alejamiento de la fe en todo el mundo, principalmente en Europa. Era la misma preocupación que movió al padre Kolbe a la acción. Dos cosas pedía la Virgen como remedio para evitar el desastre: conversión y consagración de todo el mundo a su Corazón Inmaculado. ¿No era éste el objetivo de la M.I.? Sus estatutos señalan como fin principal: «procurar la conversión de los pecadores» por todos los medios legítimos necesarios y mediante una »total y espontánea entrega de sí mismos a María Inmaculada como instrumento en sus manos».

Se diría que el padre Maximiliano Kolbe, fundando la M.I. aquella noche del 16 de octubre de 1917, quedaba constituido de este modo por la Inmaculada en el brazo ejecutor de sus planes de salvación de Dios y su personificación».

 

UNA REVISTA

En enero de 1922 salía a la calle un grupo de jóvenes franciscanos conventuales del seminario de Cracovia con el primer número del Rycerz Niepokalanej (el Caballero de la Inmacu1ada) bajo el brazo. La gente se sorprendió. No era normal encontrar a un fraile vendiendo revistas por la calle. En cambio, sí era frecuente ver a miembros de diferentes sectas religiosas propagando sus doctrinas incluso con publicaciones gratuitas, en una época en la que la inflación era galopante y resultaba prohibitivo el uso de la imprenta, si no se estaba bien respaldado por un buen capital.

La idea de la revista se fue materializando en el otoño de 1921, a la vuelta del Sanatorio, aunque ya le rondaba por la cabeza al padre Ko1be desde que era estudiante en Roma. El primer número salió como órgano de comunicación para los miembros de la M.I., pero también como medio de evangelización y de diálogo. Su editorial dejaba bien sentado que no se pretendía solamente fortalecer y orientar la fe de los creyentes, sino también: «comprometerse en la obra de conversión de los no-católicos…El tono de la revista -se añade- será amigable con todos, sin tener en cuenta las diferencias de fe o de nacionalidad. Su nota característica será el amor, aquel amor que nos enseñó Cristo».

La revista debía autofinanciarse por sí misma. Esta fue la condición impuesta por el provincial antes de aprobar su publicación. Pero eso no parecía ser dificultad para este hombre de fe recia y de una confianza sin límites en la Inmaculada. Claro que los santos también tienen sus flaquezas. Queriendo emular a San Francisco, decidió ir a pedir limosna para pagar la primera edición, que salió sin portada por falta de medios. Pero dejemos que sea él quien nos cuente lo que ocurrió:

«Entré en una papelería a pedir limosna para el Rycerz; pero muerto de vergüenza terminé por comprarme lo primero que se me ocurrió, con tal de marcharme de allí. Sigo adelante, acusándome de debilidad por haber sido incapaz de reprimir el instintivo sentido de la humillación. Volví a intentarlo de nuevo y entré en otro establecimiento. Otra vez me venció la vergüenza…Sin pronunciar ni tan siquiera una sílaba, esta vez me vi en la calle sin saber cómo».

Anduvo buscando como pudo. Algunos sacerdotes de Cracovia le ayudaron a saldar parte de la deuda; pero no era suficiente y ya no tenía a quien recurrir. Entró en la iglesia y se desahogó como pudo ante un altar dedicado a la Virgen de los Dolores. Ya iba a marcharse cuando advirtió que había algo sobre el mantel del altar. Era un pliego de papel doblado. Con letra clara estaba escrito: «Para ti, Madre Inmaculada». Lo abrió y descubrió sorprendido que contenía una cantidad de dinero, la misma que él necesitaba para saldar su deuda. El guardián de la comunidad le permitió quedársela. El primer obstáculo había sido superado.

 

IMPRESOR Y REDACTOR

Con una tirada mensual de 5000 ejemplares, la revista continuó saliendo con grandes dificultades. El desinterés religioso no la hacía apetecible y no pudo empezar peor que con el agravamiento de salud del padre Maximiliano, hospitalizado casi un mes, entre enero y febrero de 1922. Las dificultades económicas se veían agravadas por la fuerte recesión por la que atravesaba Polonia. El papel, cada vez más escaso, doblaba su precio en un solo mes. Las continuas huelgas reivindicativas de los trabajadores de artes gráficas impedían la puntual entrega de la revista a los lectores. Pese a todo, el padre Kolbe resistió como pudo.

El ministro provincial, informado de la difícil situación del Rycerz, consideró oportuno trasladar la redacción, con el padre Kolbe, al convento de Grodno (ahora en territorio soviético), recientemente recuperado. En el acta de la visita se incluyen los motivos y las intenciones: «Tener un local más apropiado, mayor disponibilidad de tiempo y más facilidad para las imprentas; quizás se podría conseguir abrir en aquel convento, a medias con otros, una imprenta nuestra… Porque la impresión en las imprentas corrientes, frente a las pretensiones enormemente exageradas de los impresores, se está haciendo casi imposible en nuestros días»,

El 20 de octubre de aquel mismo año ya se encontraba en Grodno el padre Kolbe. La comunidad estaba formada por cuatro sacerdotes y cinco hermanos. El trabajo pastoral consistía en la asistencia religiosa a las escuelas y enfermos del contorno y alguna que otra misión en poblaciones vecinas, así como el sacramento de la penitencia, que les tenía ocupados muchas horas.

Con ayuda de los hermanos, en sólo tres años se transformó el convento en unos talleres gráficos y el padre Maximiliano se vio convertido en impresor, redactor-jefe y periodista, dando pruebas de unas excelentes dotes de trabajo y organizativas. El consejo de redacción lo formaban varios religiosos de la provincia, entre ellos su hermano Alfonso, pero ninguno residía en Grodno, lo cual obligaba al padre Kolbe a mantener con ellos una frecuente correspondencia.

La primera máquina tipográfica, que funcionaba a mano, fue adquirida en noviembre de 1922, con la ayuda de un generoso donativo de 100 dólares ofrecido por un Ministro provincial conventual norteamericano.

Confiando plenamente en la providencia, el padre Kolbe reinvertía los ingresos y donativos para la adquisición de más material y de nuevas máquinas para mejorar la edición del Rycerz, cuya tirada comenzó a aumentar a partir de marzo de 1924, pasándose de 5000 a 60000 ejemplares en sólo tres años.

A pesar de que decía no tener tiempo para ocuparse de su salud, no tuvo más remedio que marchar de nuevo a Zakopane, donde estuvo internado más de seis meses, entre septiembre de 1926 y abril de 1927. Su hermano Alfonso se hizo cargo de la redacción mientras tanto, aunque era él quien seguía dirigiendo la revista desde el sanatorio. Hasta que intervino de nuevo el provincial prohibiéndole toda actividad relacionada con la misma. Desde aquel momento lo dejó todo en manos de la Inmaculada.

 

UNA CIUDAD PARA LA INMACULADA

El convento de Grodno se quedó pequeño. Las balas de papel y las máquinas pronto lo llenaron todo, hasta los pasillos. Por otro lado, hacía algún tiempo que llamaban a la puerta muchos jóvenes pidiendo ser admitidos a la orden, atraídos por aquella nueva forma de vida religiosa y franciscana. Existía también el inconveniente de la dependencia de la editorial respecto a la comunidad, en la que no todos sus miembros estaban comprometidos.

En la provincia, por lo general, se veía con buenos ojos aquella nueva forma de evangelización, aunque algunos pensaban que, una vez saneada la economía, la editorial debería estabilizarse y orientar parte de sus ingresos hacia otros fines también legítimos. Pero el padre Kolbe se opuso rotundamente a tales proyectos. La editorial, en su opinión, debía crecer hasta no quedar nadie, ni en el presente ni en el futuro, que no fuese conquistado para la Inmaculada.

Primero se pensó construir un complejo editorial allí mismo, separado del convento; pero la mala situación del convento respecto al ferrocarril era un serio inconveniente. El lugar ideal parecía ser en las cercanías de Varsovia. Hacia allí se dirigió el padre Kolbe y pronto encontró lo que buscaba: unos terrenos junto a la estación de Szymanów, en la línea férrea de Varsovia a Poznán, a 42 kilómetros de la capital, propiedad del príncipe Juan Drucki Lubecki.

El 16 de junio de 1927, antes incluso de que se llegase a un acuerdo definitivo, se colocó en el lugar elegido una estatua de la Inmaculada que fue bendecida por el párroco del lugar. El capítulo provincial rechazó las condiciones impuestas por el príncipe para la cesión del terreno. Afortunadamente, éste retiró sus pretensiones y cedió el terreno a los frailes sin compromiso alguno. El padre Kolbe, siguiendo el ejemplo de San Francisco, no quiso la propiedad del lugar, para que brillase más en él la pobreza evangélica sobre la cual quiso edificar, desde los cimientos, lo que habría de ser el mayor complejo editorial de Polonia.

Los comienzos fueron muy duros. En octubre, con ayuda de los habitantes del lugar, se construyó la capilla. El frío y la nieve no impidieron la aceleración de los trabajos, de modo que el 7 de diciembre, víspera de la Inmaculada Concepción, el ministro provincial bendijo el nuevo convento al que se bautizó con el nombre de Niepokalánow, que significa «Ciudad de la Inmaculada», pero con un sentido de propiedad o pertenencia.

El padre Kolbe fue nombrado guardián de la nueva comunidad, a la que se agregó su hermano Alfonso. Una nueva etapa se abre para la Milicia de la Inmaculada.

Mientras que Niepokalánow crece rápidamente, el padre Kolbe sueña con lo que debe ser aquel proyecto en marcha; y así lo describe al provincial: «Nuestra comunidad tiene una manera de vivir algo heroica, tal como debe ser Niepokalánow, si quiere conseguir el objetivo que se ha prefijado, es decir: no sólo defender la fe y contribuir a la salvación de las almas, sino también, conquistar para la Inmaculada, con una valerosa ofensiva, sin pensar en absoluto en nosotros mismos, todas las almas, una por una, posición tras posición, izando su bandera sobre las casas editoriales de los diarios, de la prensa periódica, sobre las antenas de radio, sobre las instituciones artísticas y literarias, sobre los teatros y las salas d cine, sobre los parlamentos, sobre los senados; en una palabra: en todas partes por toda la tierra y, además, vigilar para que nadie pueda nunca quitar esas banderas».

La pobreza evangélica según el espíritu de San Francisco era uno de los secretos del éxito de Niepokalánow. A cuantos en número creciente solicitaban ser admitidos, se les prevenía sobre el particular, advirtiéndoles que allí se vivía con grandes privaciones y se trabajaba duro por la Inmaculada. «Ningún hombre -atestigua su provincial- ­busca con tanta avidez la comodidad, como el padre Kolbe amó la pobreza». Pobreza y simplicidad se reflejaban a simple vista en las construcciones, muebles o utensilios, de acuerdo con la voluntad del fundador de Niepokalánow, que exhortaba a los hermanos de este modo: «Nuestras casas sean tan pobres que si volviese San Francisco pueda habitar en ellas. Todo el dinero que se necesitaría para construir casas más cómodas, debe ser empleado e invertido para santificar las almas y alcanzar cuanto antes los fines de la M.I.».

San Francisco motivaba su pobreza en el hecho de que Cristo y su Santísima Madre fueron pobres en este mundo. La pobreza de Niepoalánow tiene el mismo fundamento evangélico: «Un miembro de Niepokalánow, para imitar a la Inmaculada lo mismo que ella imitó a Jesús, limita sus propias necesidades personales a lo estrictamente necesario, sin buscar comodidades ni diversiones, pero sirviéndose de todo, sólo en cuanto le sea necesario para conquistar lo antes posible a mundo entero y todas las almas para la Inmaculada».

 

A LA CONQUISTA DE ORIENTE

El padre Kolbe no conocía más límites que aquellos impuestos por la voluntad de Dios, manifestada siempre a través de la Inmaculada. Con tales horizontes, una vez puesto en marcha Niepokalánow, era preciso abrir nuevos caminos para hacer efectiva la conquista del mundo entero para la Inmaculada.

Algo tuvo que ver el nombramiento recibido en el Capítulo provincial de 1927, como procurador provincial de la Cruzada Misionera Franciscana, organizada por la orden franciscana conventual en un período de rápida expansión material y espiritual. Su principal actuación como tal fue la apertura en Niepokalánow de un seminario misionero, que se puso en marcha en 1929 con 33 seminaristas. Desde este momento era preciso buscar lugares de misión para los futuros misioneros. Así se fue abriendo paso en la mente del padre Kolbe el proyecto de un viaje por Oriente. Por otra parte, ¿no forma parte también de la vocación franciscana el carisma misionero? «Desde el momento que somos hijos de San Francisco, también debemos ser misioneros como él», solía decir.

No tuvo que pensarlo demasiado. En enero de 1930 se puso en camino hacia Roma con cuatro hermanos, para entrevistarse con el procurador de la orden para las misiones y con el ministro general. Tampoco aquí perdió el tiempo: «El viaje a Roma -escribe desde Asís­- lo he emprendido, ante todo, para darme cuenta de las posibilidades reales de publicar el Rycerz en chino, japonés e hindú. En el colegio de »Propaganda Fide» los nativos de aquellos respectivos países ya están preparando el número de mayo y el Rmo. P. general (Alfonso Orlini) me ha dado su beneplácito para comenzar a imprimir el Rycerz y fundar las «Niepokalánow» en China y Japón. Por eso, hacia finales de febrero partiré con los hermanos hacia aquellos países para comenzar el Rycerz».

Regresó a Polonia para preparar el equipaje, no sin antes pasar por distintos santuarios: Asís, Padua, Lourdes, París, Lisieux. Luego, sin despedirse siquiera de su madre, salió para Marsella, donde embarcó el 7 de marzo, con los cuatro hermanos acompañantes, rumbo a Shangai, con escala en Port Said, Djibuti, Colombo, Singapur, Saigón y Hong ­Kong. En cada puerto el padre Kolbe acudía al obispo del lugar, para exponerle sus proyectos y tantear las posibilidades para la revista. Recibió ofertas y promesas interesantes, pero también encontró una gran dificultad, especialmente en China, donde las misiones se repartían territorialmente por órdenes religiosas. Allí los conventuales atendían la provincia de Shensi, poco desarrollada y mal comunicada, poco apta para un apostolado del tipo de Niepokalánow. En Shangai les permitían tener la redacción de la revista, pero no la editorial, con la condición, además, de que hubiese un sacerdote entre ellos. El padre Kolbe, que pensaba volver a Polonia una vez instalados los hermanos, dos en China y dos en Japón, comenzó a plantearse la posibilidad de prolongar su permanencia.

El 24 de abril desembarcó en Nagasaki, cuyo obispo, nativo de Japón, había visitado recientemente al general conventual en Rom,a con vistas a una posible misión. Nagasaki, tierra de mártires, era la ciudad con mayor número de católicos del país, casi el 80 por 100 de su totalidad. Tenía un seminario floreciente donde se preparaban aspirantes al sacerdocio de todo el Japón. Llegó en el momento oportuno, pues el obispo buscaba un profesor de filosofía para el seminario. Todo resultó fácil aquí. En poco tiempo, sin conocer la lengua ni las costumbres, ayudado por los seminaristas, el padre Kolbe y los hermanos Hilario y Zenón alquilaron un local, compraron una máquina de imprimir y comenzaron a editar el primer número del Rycerz en japonés con el título: Seibo no Kishi (El Caballero de la Inmaculada). El 24 de mayo recibían un telegrama en Niepokalánow: «Hoy distribuimos el Rycerz en japonés. Tenemos imprenta. ¡Gloria a la InmacuIada!». Se editaron 100.000 ejemplares.

La imaginación del padre Kolbe no se daba descanso. El viaje por Oriente le había hecho descubrir todo un mundo ajeno a la buena noticia del Evangelio que debía se! ganado para Cristo. Estos eran sus propósitos:»Quisiera abrir inmediatamente una posición más consistente en a India (para todas las lenguas de la India) y en Beirut para la lengua árabe (Arabia, Siria, Egipto, Túnez, Marruecos: cien millones de almas), turca, persa, hebrea…De este modo, la acción del Rycerz y de la M.I. abrazaría a más de mil millones de personas, lo cual significaría más de la mitad de la humanidad. De todas formas, que la Inmaculada lo dirija por sí misma como quiera. Mi único miedo es que, por lo que a mi respecta, deje de cumplir algo de lo que es mi deber».

 

EL JARDÍN JAPONÉS

El deber obligó al padre Maximiliano a regresar a Polonia aquel mismo verano de 1930. Quería que el capítulo enviase tres sacerdotes a las nuevas misiones de Shangai y Nagasaki, pero sólo consiguió la aprobación de la fundación japonesa y su nombramiento como guardián de la misma. Su hermano Alfonso quedaba al frente de Niepokalánow, aunque por poco tiempo, pues falleció meses más tarde a causa de una peritonitis aguda.

Seis años permaneció en Japón el padre Kolbe. Fueron años duros a causa de la lengua y de la estrechez económica, pero vividos con una gran confianza y una firme voluntad de poner aquel país, cuanto antes, a los pies de la Inmacu1ada.

La nueva Niepokalánow japonesa se inauguró en mayo de 1931 con el nombre de Mugenzai no Sono (Jardín de la Inmacu1ada) en las afueras de Nagasaki, detrás de una colina que fue providencial cuando, más tarde, la ciudad sea arrasada por la bomba atómica.

De este período japonés del padre Kolbe se podrían decir muchísimas cosas, pero nos limitaremos a las más significativas: la revista, por ejemplo, llegó a los 65.000 ejemplares en 1934. Cifra respetable si tenemos en cuenta que los católicos en Japón eran apenas cien mil. Se explica porque muchos lectores eran protestantes, budistas y no-creyentes, entre los que se daban frecuentes casos de conversión.

El secreto del éxito inmediato de los franciscanos conventuales en Japón radicaba en su testimonio de castidad y pobreza. Los japoneses admiraban la pureza de María Inmaculada y de sus misioneros. Igualmente, la población nipona se maravillaba de la extrema pobreza en que vivían, de modo que incluso los no creyentes les daban limosna de buena gana. El convento no era sino una barraca amplia de madera y arcilla, sustituida más tarde por un edificio de dos plantas al que se añadió en 1936 el pequeño seminario para atender las primeras vocaciones nativas. Aquel mismo año, la comunidad estaba formada por dos sacerdotes, 18 hermanos polacos, un estudiante de teología también polaco, cuatro hermanos nativos y dieciocho seminaristas japoneses y coreanos.

El padre Maximiliano Kolbe resumía su actividad en Japón con estas palabras: «Nuestro trabajo aquí es muy simple: currar todo el día, matarse trabajando, ser considerado poco menos que un loco por parte de los nuestros y, agotado, morir por la Inmaculada». El padre Kolbe hace una velada referencia a un religioso neurasténico que vivía con él en Nagasaki, y que criticó muy duramente su devoción mariana, llegando al extremo de denunciarlo a los superiores mayores de la orden. El excesivo trabajo agotó también su mala salud. El mayor consuelo seguía siendo María, su directora espiritual. Fue aquí donde vivió una experiencia singular a duras penas insinuada a los hermanos de Niepokalánow.

 

EL CÁNTICO DE LOS MOTORES

Era el 10 de enero de 1937. Desde el año anterior volvía a ser guardián de Niepokalánow. El capítulo provincial no le permitió regresar a Japón a causa de su salud. Los hermanos y estudiantes habían preparado aquel día una representación navideña para después de la cena. Pero el padre Kolbe, que sentía enormes deseos de sincerarse con los suyos, se reunió aparte con los más antiguos de la comunidad, en tomo a una mesa de comedor. Sus palabras sonaban a despedida: «Queridos hijos…, ahora estoy con vosotros. Me amáis y yo os amo. Yo moriré y vosotros permaneceréis aquí. Antes de abandonar este mundo quiero dejaros un recuerdo…Vosotros me llamáis padre guardián, y lo soy. Me llamáis padre director, y decís bien, porque soy tal en el convento y en la imprenta. Pero, ¿qué más soy yo? Yo soy vuestro padre, más auténtico que vuestro padre carnal…porque por medio de mí habéis recibido esa vida espiritual que es vida divina y esa vocación religiosa que trasciende la misma vida temporal… No os dirijáis, pues, a mí como guardián o director, sino solamente como padre. Seguro que habréis observado que os tuteo siempre, y eso por la razón de que un padre no se dirige a su hijo sino con el tú confidencial».

No sabía como continuar. Bajó los ojos y la cabeza, vivamente emocionado. Por fin, tras un denso silencio rompió a hablar de nuevo: «Queridos hijos: ¡qué feliz me siento! El corazón me rebosa de felicidad y de paz…tanta cuanta se puede experimentar aquí abajo. A pesar de las contrariedades de la vida, en lo más profundo de mi corazón, domina siempre una calma inefable. Hijos queridos: ¡amad a la Inmaculada!, ¡amadla y os hará felices!…

Luego se detuvo de nuevo. Titubeando, añadió: «Quisiera deciros algo más, pero ¿no es suficiente con esto?». Los hermanos le animaban a seguir hablando. «Está bien -exclamó por fin-, os lo diré. Os he dicho que soy muy feliz y que desbordo de gozo porque con toda certeza se me ha dado la seguridad del cielo. ¡Hijos míos queridos: amad a la Virgen, amadla cuanto podáis y sepáis!…Cuanto os he dicho ocurrió en Japón. No os diré más».

Los hermanos pensaron que nunca más volverían a tener con él una última cena semejante. Mucho debió costarle al padre Kolbe abrir su corazón a los hermanos. No era una persona de las que comparten de buena gana sus experiencias más íntimas; pero ésta era demasiado intensa como para poder callarla.

Se nos viene a la memoria Francisco de Asís, ciego y gravemente enfermo, junto al monasterio de San Damián, dos años antes de su muerte, cuando el Señor una noche le aseguró su salvación. Francisco se levantó inmediatamente, de madrugada, para componer un cántico con el que invitaba a todas las criaturas a unirse a él en una sublime alabanza, asombro de muchas generaciones. El padre Kolbe no era poeta, sin embargo, también compuso a su modo un nuevo cántico, distinto, pero no menos sublime, hecho de tecleos de maquinarias y zumbidos de motores, silbidos de locomotoras, claxons de camiones y bocinas de bicicletas. Era el trabajo de los hombres y el ruido de las máquinas cantando a una sola voz: ¡Ave María!

El padre Kolbe consigue la plena reconciliación de los avances de la técnica y de la ciencia y, en definitiva, de todo el progreso humano, con la fe en un Dios Creador y Salvador, amante de los hombres que, como él, trabajan y crean, sometiendo la tierra para ponerla a los pies de Jesucristo, Señor y Rey del universo, por medio de la Inmaculada:

«Cuando uno es buen religioso -explicaba en una conferencia- ­realiza lo mejor que puede el trabajo exigido; del mismo modo, este «jóven hermano motor» trabajará mejor si funciona según los deseos de los mecánicos, instrumentos de la Inmaculada. Si la Inmaculada lo desea, mañana mismo se estropearía; y si ella quiere, trabajaría durante un siglo y a su lado se instalarían nuevos motores más potentes aún. En cualquier caso, que se cumpla la voluntad de la Inmaculada… Por lo tanto, »fray motor», te deseo que cumplas lo más perfectamente posible la voluntad de la Inmaculada». El padre Kolbe se refería a “fray Ursus”, un motor de cien caballos de potencia, considerado el prototipo de los motores-siervos de la Inmaculada.

 

EL VERDADERO PROGRESO

«Nosotros los religiosos -decía el padre Kolbe- podemos vivir en barracas, con ropa remendada, alimentándonos modestamente, pero nuestras máquinas tipográficas que sirven para difundir la gloria de Dios, deben ser las mejores y del último modelo».

De acuerdo con esta consigna, Niepokalánow continuó creciendo. La revista mensual Rycerz Niepokalanej alcanzó en 1.938 1a cifra record de un millón de ejemplares. A su lado aparecieron otras publicaciones como el Rycerzyk (El pequeño Caballero), con 180.000 ejemplares al mes, y otras de menos envergadura. En 1935 salió a la calle el Maly Dziennik (Diario de noticias) que por su bajo precio obtuvo gran aceptación, alcanzando los 300.000 ejemplares en poco tiempo. Se necesitaron nuevas construcciones y más maquinaria. Hubo que hacer sitio para los 13 sacerdotes, 622 hermanos y 137 seminaristas que vivían en Niepokalánow en el año 1939. Una auténtica ciudad de 722 habitantes. El mayor convento del mundo.

El secreto de Niepokalánow estaba en la disciplina. El amor a la obediencia y la pobreza franciscanas estaba dando su fruto. La comunidad era una sola, con un único guardián o director (el padre Kolbe). La organización se repartía entre una Dirección general y doce particulares; unas relativas a la M.I. nacional, internacional e interna, otras para la economía doméstica y otras para el trabajo y mantenimiento del complejo (Producción, Reproducción, Expedición, Técnica, Construcción, Transporte y Seguridad).

Se trabajaba en turnos de día y de noche, se organizó un servicio de bomberos y un departamento se dedicaba a proyectar para el futuro. En 1938 se puso en marcha una emisora de radio. En Varsovia dos hermanos aprendían a pilotar avionetas, con vistas a una mayor rapidez en la expedición…

Pero Niepokalánow no dejaba de ser, por encima de todo, una fraternidad franciscana. En sintonía con San Francisco, el cuál nos dejó una sublime lección sobre las Bienaventuranzas al dictar al hermano León la parábola de la Verdadera alegría, el padre Kolbe también nos ha dejado bien trazado en qué consiste el verdadero progreso:

«Dice el Señor en el Evangelio:-¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿De qué serviría, pues, ver al mundo entero enrolado en la M.I., si dañamos nuestra alma? Niepokalánow no es ni los edificios ni las máquinas, ni las revistas. Niepokalánow es nuestras almas, el alma de cada uno de nosotros. Por tanto, el verdadero progreso de Niepokalánow radica en nuestro crecimiento en el amor de Dios; en el acercarse constantemente al Corazón de Jesús a través de la Inmaculada. Aun cuando se tuviese que reducir a lo que ahora es, si nos acercamos cada vez más a la Inmaculada, entonces se podrá decir que Niepokalánow progresa. Es más: si fuésemos dispersados por todas las partes del mundo como las hojas en otoño, y cada uno fuese obligado a huir sin hábito, si a pesar de eso aumenta el amor en nuestras almas, esto sí que es verdadero progreso».

El padre Kolbe presentía la catástrofe que se avecinaba; por eso aleccionaba a los hermanos para futuras circunstancias: «Podrán venir días en que cada uno de nosotros se encontrará aislado; por eso debemos prepararnos para ser cada uno el superior de sí mismo». y añadía también: «Podrán venir tiempos en que no esté con vosotros…Podrán venir persecuciones y guerras…La guerra está más cerca de cuanto se pueda prever…Cuando estalle la guerra, vendrá la dispersión. No debemos entristecemos, sino conformamos sólidamente a la voluntad de la Inmaculada».

La guerra estalló, en efecto, en septiembre de 1939. Hitler invadió y ocupó Polonia en un ataque relámpago. El 5 de septiembre interrumpieron los frailes toda actividad y comenzaron la evacuación de Niepokalánow. Sólo quedaron unos cuarenta religiosos con el padre Kolbe al frente. Los alemanes llegaron el día 13, y el 16 los arrestaron a todos. Fueron confiscadas muchas máquinas y el conjunto quedó devastado.

 

UN HOMBRE SERENO

Cuantos estuvieron con él en los momentos más trágicos de su vida, dan testimonio de que el padre Maximiliano Kolbe nunca perdió la serenidad. Trasladado a la prisión preventiva de Amtitz, «su rostro siempre sonriente» animaba a los hermanos: «Hemos sido traídos aquí gratis -les decía-, tenemos una barraca donde cobijarnos y no nos falta un trozo de pan. Los demás no saben resignarse, se desaniman y blasfeman; pero viéndonos a nosotros y nuestra actitud resignada, necesariamente se volverán más buenos. Si hubiésemos querido venir aquí para hacer apostolado, quién sabe cuantos documentos habrían sido necesarios; y ni siquiera así lo habrían permitido. Aprovechemos esta gracia que nos concede la Inmaculada».

La fiesta de la Inmaculada pudieron celebrarla en Niepokalánow, luego de pasar por tres campos de prisioneros. Muchos hermanos dispersos regresaron, hasta alcanzar, a finales de 1940, el número de 350. Al no permitírseles el trabajo editorial, pusieron sus talleres y su trabajo al servicio de los habitantes de la comarca. Durante los primeros meses de 1940, Niepokalánow estuvo ocupado, en su mayor parte, por dos mil polacos y mil quinientos judíos deportados por los alemanes. El padre Kolbe nunca permitió la más mínima discriminación con los hebreos e invitaba a los hermanos a tratarles con amor.

En diciembre del mismo año, tras mucha insistencia, fueron autorizados a publicar un número del Rycerz. Son interesantes las cartas que el padre Kolbe dirigió al oficial alemán del distrito solicitando el permiso. «Quiero subrayar -dice en una de ellas- que no siento odio por nadie en este mundo. La esencia de mi ideal se encuentra en las revistas que le envío. Lo que se desprende de ellas es mío. Por este ideal deseo trabajar, sufrir, incluso sacrificar mi vida. Para convencerse personalmente de que en el convento no reina una atmósfera de odio hacia nadie, lo mejor será que venga a vernos, aunque sea acompañado por el señor comisario de policía».

El ansia evangelizadora del padre Kolbe le llevó a intentar por todos los medios -sin conseguido- la publicación del Rycerz en alemán para los soldados nazis.

El 17 de febrero de 1941 fue arrestado por la Gestapo y conducido a la cárcel de Pawiak en Varsovia. Allí fue duramente golpeado por su carcelero, sólo por el hecho de llevar el hábito y la corona franciscana con el crucifijo. Pero él se mantuvo imperturbable y aun se esforzó por calmar a sus dos compañeros de celda, más indignados que él. Ciertamente, como dice Pablo VI, «la figura tranquila y extenuada de Maximiliano Kolbe, hombre tranquilo y siempre piadoso, inclinado a una confianza paradójica y también razonable, se convierte, quizás, en el punto más brillante de esa horrorosa página de la historia que fue la Segunda Guerra Mundial».

. A últimos de mayo fue finalmente trasladado al campo de concentración de Auschwitz. Durante el viaje en un tren de mercancías con varios centenares de prisioneros, aunque no sentía aversión ni odio por los ocupantes, como polaco que era, se esforzó por mantener en pie la moral de sus compatriotas con cantos religiosos y nacionales. Ya en su destino, les exhortaba a no rendirse con estas palabras: «Los prisioneros somos diferentes de nuestros perseguidores, que nunca podrán matar nuestra dignidad de católicos y de polacos. No nos rendiremos. Moriremos puros y tranquilos, dóciles a los planes de Dios».

Sus compañeros de presidio lo describen como un hombre tranquilo y modesto, lleno de serenidad y de paz. Su mansedumbre ponía nerviosos a sus guardianes, que lo hacían por eso blanco de sus iras, humillándolo y machacándolo en los trabajos forzados.

Debido a su enfermedad pulmonar estuvo internado en el hospital de infecciosos del campo. Los médicos y enfermeros se admiraban de él, porque soportaba todo varonilmente y con resignación. En la consulta del médico daba siempre preferencia a otros enfermos, alegando que lo necesitaban más que él.

Nunca dejó de tener una palabra de aliento, un gesto de consuelo y una sonrisa a cuantos se le acercaban. De noche muchos se arriesgaban a acercarse hasta él, para recibir el perdón de sus pecados de manos de aquel sacerdote que tenía fama de levantar el ánimo de los que estaban al borde de la desesperación en medio de aquel infierno. La fuente de la paz que irradiaba a su alrededor ya la conocemos. Unos meses antes de morir había escrito: «Nosotros proclamamos que a través de la Inmaculada lo podemos todo. Demostrémoslo con la acción. Pongamos en ella nuestra confianza y vayamos por la vida tranquilos y con serenidad». Ahí radicaba el secreto de su serenidad contagiosa. Por eso, cuantos se acercaban a él, experimentaban una sensación de paz como nunca la habían sentido. Su presencia en Auschwitz fue como un potente rayo de luz y de esperanza.

 

SÓLO EL AMOR ES CREATIVO Y DA PAZ

El padre Maximiliano Kolbe, que aconsejaba siempre no hacer nada con precipitación, sino solamente después de haber adquirido la serenidad suficiente y de confiarse a la voluntad de Dios y de la Inmaculada, debió proceder así aquella calurosa tarde de finales de julio de 1941, cuando se ofreció a morir en lugar de otro prisionero. Cuando dio el paso adelante, no pensaba solamente en aquel pobre padre de familia, sino en los nueve restantes, condenados injustamente a morir, lentamente, de hambre y de sed. También ellos necesitaban ser salvados, sanados de tantas heridas y reconciliados antes de su muerte.

Durante dos semanas algo cambió en Auschwitz: por primera vez no hubo gritos de desesperación, ni se oyeron blasfemias ni amenazas en los sótanos del bunker del hambre. Lo ocurrido allí lo sabemos por un testigo de excepción, un polaco que servía de intérprete entre los condenados y los guardias alemanes. He aquí parte de su relato:

«De la celda donde estaban los infelices se escuchaban cada día las oraciones recitadas en voz alta, el rosario y los cantos religiosos a los que se unían también los prisioneros de otras celdas. En los momentos que los guardias se ausentaban, yo bajaba al bunker para conversar y consolar a los compañeros. Las cálidas oraciones y los himnos a la Virgen se esparcían por todo el sótano. Me parecía estar en una iglesia. Comenzaba el padre Kolbe y los demás respondían. Alguna vez estaban tan sumergidos en la oración que no se daban cuenta de la llegada de los guardias… El padre Kolbe se comportaba heroicamente; nada pedía, de nada se quejaba, animaba a los demás».

Es posible que en la mente del padre Maximiliano resonaran aquellas palabras escritas por él mismo años atrás: «Cuánta paz y felicidad auténtica infunde en un religioso el convencimiento de que cumple seguro la voluntad de Dios, de ser con seguridad un instrumento en manos de la Inmaculada… En fin, qué dulce será su muerte; de qué serenidad y de qué dulzura llenará su corazón la conciencia de que en todo ha cumplido única y exclusivamente la voluntad de Dios y la voluntad de la Inmaculada…»

El sacrificio se consumó el 14 de agosto. Una inyección de ácido fénico puso fin a la penosa agonía de los cuatro prisioneros que aún permanecían con vida, entre ellos el padre Kolbe. Murió sentado, apoyado contra la pared, con los ojos abiertos y la cabeza reclinada sobre el brazo izquierdo. Su rostro estaba resplandeciente y reflejaba paz y serenidad. Al día siguiente, festividad de la Asunción de María, su cuerpo fue incinerado en un horno crematorio, como un holocausto agradable a Dios, y sus cenizas esparcidas por tierra.

Los guardias se decían: «Este hombre era un caballero. Hasta ahora no hemos visto nada semejante». Fue el único caso que se dio, y provocó la consternación de las autoridades del campo y la admiración y el respeto de los compañeros. Después, durante meses, en cada nueva ejecución se recordaba el nombre del padre Kolbe, el hombre que creyó en la fuerza del amor por encima de todo. Porque, como a él le gustaba repetir: «El odio no es fuerza creativa»,»el odio divide, separa y destruye»; en cambio, «el amor es fuerza creativa»,»el amor une, da paz y edifica».

 

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