Archivo del 11 abril, 2021
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11 abril, 2021 Autor: adminMilagros de San Francisco de Asís
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Milagros de San Francisco de Asís
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Capítulo XXIII
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Cómo curó a un cojo en Toscanella y a un paralítico en Narni
- Recorría el santo de Dios en cierta ocasión algunas varias y extensas regiones anunciando el reino de Dios; llegó a una ciudad llamada Toscanela. Mientras esparcía la semilla de vida por esta ciudad según costumbre, se hospedó en casa de un caballero que tenía un hijo único, cojo y enclenque: había que tenerlo en la cuna, aun cuando, siendo todavía de poca edad, había dejado atrás los años del destete. Viendo su padre la gran santidad de que estaba adornado el varón de Dios, se arrojó humildemente a sus pies, pidiéndole la curación de su hijo. Considerábase el Santo indigno e incapaz de tanta virtud y gracia, y rehusó por algún tiempo el hacerlo. Al fin, vencido por la constante súplica del padre, hizo oración e impuso su mano sobre el niño y, bendiciéndolo, lo levantó. En el nombre de nuestro Señor Jesucristo, el niño se puso en pie al instante, sano, y echó a correr de aquí para allá por la casa ante la mirada gozosa de todos los presentes.
- En otra ocasión, el varón de Dios Francisco llegó a Narni, donde permaneció varios días. Había en la ciudad un hombre llamado Pedro, que yacía en cama paralítico; hacía cinco meses que había perdido el uso de todos los miembros, de tal modo que no podía ni levantarse ni moverse lo más mínimo; imposibilitado de pies, manos y cabeza, sólo podía mover la lengua y abrir los ojos. Enterado de que San Francisco había llegado a Narni, mandó un recado al obispo de la ciudad para que, por divina piedad, se dignase enviarle al siervo del Dios altísimo, plenamente convencido de que la vista y presencia del Santo eran lo suficiente para curarle de su enfermedad. Y así fue; pues, habiendo llegado el bienaventurado Francisco a la casa del enfermo, hizo sobre él la señal de la cruz de la cabeza a los pies, y al punto desapareció el mal y recobró el enfermo la salud perdida.
Capítulo XXIV
Cómo devolvió la vista a una mujer y cómo en Gubbio sanó a una paralítica
- A una mujer, también de la misma ciudad, que estaba ciega, hízole el bienaventurado Francisco la señal de la cruz sobre sus ojos, y al momento recuperó la vista tan deseada. En Gubbio vivía una mujer que tenía ambas manos entumecidas, sin poder hacer nada con ellas. Apenas supo que el santo Francisco había entrado en la ciudad, corrió a toda prisa a verlo, y con rostro lastimoso, llena de aflicción, mostróle las manos contrahechas y le pedía que se las tocara. El Santo, conmovido de piedad, le tocó las manos y se las sanó. Inmediatamente, la mujer volvió jubilosa a su casa, hizo con sus propias manos un requesón y se lo ofreció al santo varón. Éste tomó cortésmente un pedacito y le mandó que se comiese lo restante con su familia.
Capítulo XXV
Cómo curó a un hermano de epilepsia o le libró del demonio (101) y cómo en San Gemini liberó a una endemoniada
- Había un hermano que con frecuencia sufría una gravísima enfermedad, horrible a la vista; no sé qué nombre darle, ya que, en opinión de algunos, era obra del diablo maligno. Muchas veces, convulso todo él, con una mirada de espanto, se revolcaba, echando espumarajos; sus miembros, ora se contraían, ora se estiraban; ya se doblaban y torcían, ya se quedaban rígidos y duros. Otras veces, extendido cuan largo era y rígido, los pies a la altura de la cabeza, se levantaba en alto lo equivalente a la estatura de un hombre, para luego caer a plomo sobre el suelo. Compadecido el santo padre Francisco de tan gravísima enfermedad, se llego a él y, hecha oración, trazó sobre él la cruz y lo bendigo. Al momento quedó sano, y nunca más volvió a sufrir molestia por esta enfermedad.
- Pasando en cierta ocasión el beatísimo padre Francisco por el obispado de Narni, llegó a un lugar que se llama San Gemini (102) para anunciar allí el reino de Dios. Recibió hospedaje con otros tres hermanos en casa de un hombre temeroso y devoto de Dios, que gozaba de buen nombre en aquella tierra. Su mujer estaba atormentada por el demonio, cosa conocida de todos los habitantes de la región. Confiando su marido que pudiera recobrar la libertad por los méritos de Francisco, rogó al Santo por ella. Mas como éste, viviendo en simplicidad, gustase más en saborear desprecios que en sentirse ensalzado entre honores mundanos por sus obras de santidad, rehuía con firmeza complacerle en su petición. Por fin, puesto que de la gloria de Dios se trataba y siendo muchos los que le rogaban, asintió, vencido, a lo que le pedían. Hizo venir también a los tres hermanos que con él estaban y, situándolos en cada ángulo de la casa, les dijo: «Oremos, hermanos, al Señor por esta mujer, a fin de que Dios, para alabanza y gloria suya, la libre del yugo del diablo». Y añadió: «Permanezcamos en pie, separados, cada uno en un ángulo de la casa, para que este maligno espíritu no se nos escape o nos engañe refugiándose en los escondites de los ángulos». Terminada la oración, el bienaventurado Francisco se acercó con la fuerza del Espíritu a la mujer, que lastimosamente se retorcía y gritaba horrorosamente, y le dijo: «En el nombre de nuestro Señor Jesucristo, por obediencia te mando, demonio, que salgas de ella, sin que oses en adelante molestarla». Apenas había terminado estas palabras, cuando salió fuera con tal rapidez, con tanta furia y estrépito, que el santo Padre, ante la repentina curación de la mujer y la precipitada obediencia del demonio, creyó que había sufrido un engaño. De seguido marchó, avergonzado, de aquel lugar -disponiéndolo así la Providencia- para que en nada pudiera vanagloriarse.
Volvió a pasar en otra ocasión por el mismo lugar el bienaventurado Francisco en compañía del hermano Elías; enterada la mujer de su llegada, se levantó al punto y echó a correr por la plaza, clamando en pos del Santo para que se dignase dirigirle la palabra. Mas él se negaba a hablarle, conociendo que era la mujer de la que por divina virtud había arrojado, tiempo atrás, al demonio. Ella besaba las huellas de sus pies, dando gracias a Dios y a San Francisco, su siervo, que le había librado del poder de la muerte. Por fin, a instancias y ruegos del hermano Elías, el Santo, confirmado por el testimonio de muchos de la enfermedad que padeció la mujer, según queda referido, y de su curación, accedió a dirigirle la palabra.
Capítulo XXVI
Cómo lanzó también un demonio en Città di Castello
- También Città di Castello (103) había una mujer poseída del demonio. Estando el beatísimo padre Francisco en esta ciudad, llevaron a una mujer a la casa donde se hospedaba el Santo. La mujer estaba fuera y, como suelen hacerlo los espíritus inmundos, rompió en un rechinar de dientes y con rostro feroz comenzó a dar gritos de espanto. Muchos hombres y mujeres de la ciudad que habían acudido, suplicaron a San Francisco en favor de aquella mujer, pues, al mismo tiempo que el maligno la atormentaba, a ellos los asustaba con sus alaridos. El santo Padre envió entonces a un hermano que estaba con él a fin de comprobar si era el demonio o un engaño mujeril. En cuanto lo vio ella, comenzó a mofarse, sabiendo que no era San Francisco. El Padre santo había quedado dentro en oración; una vez terminada ésta, salió fuera. No pudo la mujer soportar su virtud, y comenzó a estremecerse y a revolcarse por el suelo. San Francisco la llamó a sí, diciéndole: «En virtud de la obediencia te mando, inmundo espíritu, que salgas de ella». Al momento la dejó, sin ocasionarle mal alguno y dándose a la fuga de muy mal talante.
Gracias sean dadas a Dios omnipotente, que obra todo en todos. Mas como nos hemos propuesto exponer no los milagros, que, si reflejan la santidad, no la construyen (104), sino, más bien, la excelencia de su vida y su forma sincerísima de comportamiento, narraremos las obras de eterna salvación, omitiendo los milagros, que son muy numerosos.
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Capítulo XXIII
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Cómo curó a un cojo en Toscanella y a un paralítico en Narni
Recorría el santo de Dios en cierta ocasión algunas varias y extensas regiones anunciando el reino de Dios; llegó a una ciudad llamada Toscanela. Mientras esparcía la semilla de vida por esta ciudad según costumbre, se hospedó en casa de un caballero que tenía un hijo único, cojo y enclenque: había que tenerlo en la cuna, aun cuando, siendo todavía de poca edad, había dejado atrás los años del destete. Viendo su padre la gran santidad de que estaba adornado el varón de Dios, se arrojó humildemente a sus pies, pidiéndole la curación de su hijo. Considerábase el Santo indigno e incapaz de tanta virtud y gracia, y rehusó por algún tiempo el hacerlo. Al fin, vencido por la constante súplica del padre, hizo oración e impuso su mano sobre el niño y, bendiciéndolo, lo levantó. En el nombre de nuestro Señor Jesucristo, el niño se puso en pie al instante, sano, y echó a correr de aquí para allá por la casa ante la mirada gozosa de todos los presentes.
En otra ocasión, el varón de Dios Francisco llegó a Narni, donde permaneció varios días. Había en la ciudad un hombre llamado Pedro, que yacía en cama paralítico; hacía cinco meses que había perdido el uso de todos los miembros, de tal modo que no podía ni levantarse ni moverse lo más mínimo; imposibilitado de pies, manos y cabeza, sólo podía mover la lengua y abrir los ojos. Enterado de que San Francisco había llegado a Narni, mandó un recado al obispo de la ciudad para que, por divina piedad, se dignase enviarle al siervo del Dios altísimo, plenamente convencido de que la vista y presencia del Santo eran lo suficiente para curarle de su enfermedad. Y así fue; pues, habiendo llegado el bienaventurado Francisco a la casa del enfermo, hizo sobre él la señal de la cruz de la cabeza a los pies, y al punto desapareció el mal y recobró el enfermo la salud perdida.
Capítulo XXIV
Cómo devolvió la vista a una mujer y cómo en Gubbio sanó a una paralítica
A una mujer, también de la misma ciudad, que estaba ciega, hízole el bienaventurado Francisco la señal de la cruz sobre sus ojos, y al momento recuperó la vista tan deseada. En Gubbio vivía una mujer que tenía ambas manos entumecidas, sin poder hacer nada con ellas. Apenas supo que el santo Francisco había entrado en la ciudad, corrió a toda prisa a verlo, y con rostro lastimoso, llena de aflicción, mostróle las manos contrahechas y le pedía que se las tocara. El Santo, conmovido de piedad, le tocó las manos y se las sanó. Inmediatamente, la mujer volvió jubilosa a su casa, hizo con sus propias manos un requesón y se lo ofreció al santo varón. Éste tomó cortésmente un pedacito y le mandó que se comiese lo restante con su familia.
Capítulo XXV
Cómo curó a un hermano de epilepsia o le libró del demonio (101) y cómo en San Gemini liberó a una endemoniada
Había un hermano que con frecuencia sufría una gravísima enfermedad, horrible a la vista; no sé qué nombre darle, ya que, en opinión de algunos, era obra del diablo maligno. Muchas veces, convulso todo él, con una mirada de espanto, se revolcaba, echando espumarajos; sus miembros, ora se contraían, ora se estiraban; ya se doblaban y torcían, ya se quedaban rígidos y duros. Otras veces, extendido cuan largo era y rígido, los pies a la altura de la cabeza, se levantaba en alto lo equivalente a la estatura de un hombre, para luego caer a plomo sobre el suelo. Compadecido el santo padre Francisco de tan gravísima enfermedad, se llego a él y, hecha oración, trazó sobre él la cruz y lo bendigo. Al momento quedó sano, y nunca más volvió a sufrir molestia por esta enfermedad.
Pasando en cierta ocasión el beatísimo padre Francisco por el obispado de Narni, llegó a un lugar que se llama San Gemini (102) para anunciar allí el reino de Dios. Recibió hospedaje con otros tres hermanos en casa de un hombre temeroso y devoto de Dios, que gozaba de buen nombre en aquella tierra. Su mujer estaba atormentada por el demonio, cosa conocida de todos los habitantes de la región. Confiando su marido que pudiera recobrar la libertad por los méritos de Francisco, rogó al Santo por ella. Mas como éste, viviendo en simplicidad, gustase más en saborear desprecios que en sentirse ensalzado entre honores mundanos por sus obras de santidad, rehuía con firmeza complacerle en su petición. Por fin, puesto que de la gloria de Dios se trataba y siendo muchos los que le rogaban, asintió, vencido, a lo que le pedían. Hizo venir también a los tres hermanos que con él estaban y, situándolos en cada ángulo de la casa, les dijo: «Oremos, hermanos, al Señor por esta mujer, a fin de que Dios, para alabanza y gloria suya, la libre del yugo del diablo». Y añadió: «Permanezcamos en pie, separados, cada uno en un ángulo de la casa, para que este maligno espíritu no se nos escape o nos engañe refugiándose en los escondites de los ángulos». Terminada la oración, el bienaventurado Francisco se acercó con la fuerza del Espíritu a la mujer, que lastimosamente se retorcía y gritaba horrorosamente, y le dijo: «En el nombre de nuestro Señor Jesucristo, por obediencia te mando, demonio, que salgas de ella, sin que oses en adelante molestarla». Apenas había terminado estas palabras, cuando salió fuera con tal rapidez, con tanta furia y estrépito, que el santo Padre, ante la repentina curación de la mujer y la precipitada obediencia del demonio, creyó que había sufrido un engaño. De seguido marchó, avergonzado, de aquel lugar -disponiéndolo así la Providencia- para que en nada pudiera vanagloriarse.
Volvió a pasar en otra ocasión por el mismo lugar el bienaventurado Francisco en compañía del hermano Elías; enterada la mujer de su llegada, se levantó al punto y echó a correr por la plaza, clamando en pos del Santo para que se dignase dirigirle la palabra. Mas él se negaba a hablarle, conociendo que era la mujer de la que por divina virtud había arrojado, tiempo atrás, al demonio. Ella besaba las huellas de sus pies, dando gracias a Dios y a San Francisco, su siervo, que le había librado del poder de la muerte. Por fin, a instancias y ruegos del hermano Elías, el Santo, confirmado por el testimonio de muchos de la enfermedad que padeció la mujer, según queda referido, y de su curación, accedió a dirigirle la palabra.
Capítulo XXVI
Cómo lanzó también un demonio en Città di Castello
También Città di Castello (103) había una mujer poseída del demonio. Estando el beatísimo padre Francisco en esta ciudad, llevaron a una mujer a la casa donde se hospedaba el Santo. La mujer estaba fuera y, como suelen hacerlo los espíritus inmundos, rompió en un rechinar de dientes y con rostro feroz comenzó a dar gritos de espanto. Muchos hombres y mujeres de la ciudad que habían acudido, suplicaron a San Francisco en favor de aquella mujer, pues, al mismo tiempo que el maligno la atormentaba, a ellos los asustaba con sus alaridos. El santo Padre envió entonces a un hermano que estaba con él a fin de comprobar si era el demonio o un engaño mujeril. En cuanto lo vio ella, comenzó a mofarse, sabiendo que no era San Francisco. El Padre santo había quedado dentro en oración; una vez terminada ésta, salió fuera. No pudo la mujer soportar su virtud, y comenzó a estremecerse y a revolcarse por el suelo. San Francisco la llamó a sí, diciéndole: «En virtud de la obediencia te mando, inmundo espíritu, que salgas de ella». Al momento la dejó, sin ocasionarle mal alguno y dándose a la fuga de muy mal talante.
Gracias sean dadas a Dios omnipotente, que obra todo en todos. Mas como nos hemos propuesto exponer no los milagros, que, si reflejan la santidad, no la construyen (104), sino, más bien, la excelencia de su vida y su forma sincerísima de comportamiento, narraremos las obras de eterna salvación, omitiendo los milagros, que son muy numerosos.