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19 enero, 2021 Autor: adminPalabras de la propia Lucia de Fátima
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- Apariciones de Nuestra Señora
No me detengo a describir la aparición del día 13 de mayo; es
de V. Excia. Rvma. bien conocida. Es también bien conocido por V.
Excia. Rvma. el modo cómo se informó mi madre del acontecimento
y los esfuerzos que hizo para obligarme a decir que había mentido.
Las palabras que la Santísima Virgen nos dijo en este día, y que
acordamos no revelar nunca, fueron (después de decirnos que
iríamos al Cielo):
– ¿Queréis ofreceros a Dios, para suportar todos los sufrimientos
que Él quiera enviaros, en acto de reparación por los pecados
con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los
pecadores?
– Sí, queremos – fue nuestra respuesta.
– Tendréis, pues, que sufrir mucho, pero la gracia de Dios será
vuestra fortaleza.
El día 13 de junio se celebraba en nuestra parroquia la fiesta
de S. Antonio. Era costumbre en este día sacar los rebaños muy de
madrugada; y, a las nueve de la mañana, se encerraban ya en los
corrales, para ir a la fiesta. Mi madre y mis hermanas que sabían lo
mucho que me gustaba la fiesta, me decían entonces.
– ¡Vamos a ver si tú dejas la fiesta para ir a Cova de Iría para
hablar allí con esa Señora!
En ese día nadie me dirigió la palabra, portándose conmigo
como quien dice: “Déjala, vamos a ver lo que hace”. Saqué, pues,
mi rebaño de madrugada, con la intención de encerrarlo en el corral
a las nueve, ir a Misa de diez, y en seguida irme a Cova de Iría.
Pero he aquí que, poco después de salir el sol, me viene a llamar
mi hermano: que fuese a casa porque varias personas que estaban
allí me querían hablar. Quedó, pues, él con el rebaño y yo fui a
ver para qué me querían. Eran algunas mujeres y hombres que
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venían de Minde, de los lados de Tomar, Carrascos, Boleiros, etc.
(17), y que deseaban acompañarme a Cova de Iría. Les dije que
aún era temprano y les invité a que vinieran conmigo a la Misa de
ocho. Después volví a casa. Esta buena gente me esperó en nuestro
patio a la sombra de nuestras higueras.
Mi madre y mis hermanas mantuvieron su actitud de desprecio
que, en verdad, me afectaba mucho y me dolía tanto como los
insultos. Alrededor de las once salí de casa, pasé por casa de mis
tíos, donde Jacinta y Francisco me esperaban, y nos fuimos a Cova
de Iría a esperar el momento deseado. Toda aquella gente nos seguía,
haciéndonos mil preguntas. En este día yo me sentía
amargadísima: veía a mi madre afligida, que quería a toda costa
obligarme, como ella decía, a confesar mi mentira. Yo quería satisfacerla,
pero no encontraba cómo hacerlo sin mentir. Ella nos había
infundido a nosotros, sus hijos, desde pequeños, un gran horror
a las mentiras y castigaba severamente a aquel que dijese
alguna.
– Siempre –decía ella– conseguí que mis hijos dijesen la verdad;
y ahora, ¿he de dejar pasar una cosa de éstas a la más joven?
Si todavía fuese una cosa más pequeña…; pero ¡una mentira
de éstas que trae a tanta gente engañada…!
Después de estas lamentaciones, se volvía a mí y decía:
– Dale las vueltas que quieras, o tú desengañas a esa gente,
confesando que mentiste, o te encierro en un cuarto, donde no
podrás ver ni la luz del sol. A tantos disgustos, sólo faltaba que se
viniese a juntar una de estas cosas.
Mis hermanas se ponían a favor de mi madre; y a mi alrededor
se respiraba una atmósfera de verdadero desdén y desprecio.
Recordaba entonces los tiempos pasados y me preguntaba
a mí misma: ¿dónde está el cariño que hasta hace poco mi familia
me tenía? Y mi único desahogo eran las lágrimas derramadas delante
de Dios, ofreciéndole mi sacrificio. En este día, pues, la
Santisima Virgen, como adivinando lo que me pasaba, además de
lo que ya narré, me dijo:
– Y tú, ¿sufres mucho? No te desanimes. Yo nunca te abandonaré.
Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te
conducirá a Dios.
(17) Estos lugares están situados en un área de 25 kms de Fátima
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Jacinta, cuando me veía llorar, me consolaba diciendo:
– No llores. Seguramente son éstos los sacrifícios que el Ángel
dijo que Dios nos enviaría. Por esto, tus sufrimientos son para
reparar y convertir a Él los pecadores.
- Dudas de Lucía (18)
Por este tiempo, el Párroco de mi feligresía supo lo que pasaba,
y mandó decir a mi madre que me llevase a su casa.
Esta respiró al fin, juzgando que el Párroco iría a tomar la responsabilidad
de los acontecimientos. Por eso, me decía:
– Mañana vamos a Misa muy de mañanita. Y luego, vas a casa
del señor Cura. Que él te obligue a confesar la verdad, sea lo que
fuere; que te castigue; que haga de ti lo que quiera; con tal de que
te obligue a confesar que has mentido, yo quedo contenta.
Mis hermanas también tomaron el partido de mi madre; e inventaron
un sinnúmero de amenazas para asustarme con la entrevista
del Párroco.
Informé a Jacinta y a su hermano de lo que pasaba; los cuales
me respondieron:
– Nosotros también vamos. El señor Cura también mandó decir
a mi madre que nos llevara; pero mi madre nunca nos dice nada
de estas cosas ¡Paciencia! Si nos castigan, sufriremos por amor
de Nuestro Señor y por los pecadores.
Al día siguiente, fui allá, detrás de mi madre, quien por el camino
no dijo ni una palabra. Yo confieso que temblaba, a la espera de
lo que iba a suceder. Durante la Misa, ofrecí a Dios mis sufrimientos;
y después, atravesé el atrio detrás de mi madre, y subí las
escaleras del porche de la casa del Sr. Párroco. Al subir las primeras
gradas, mi madre se volvió hacia mi y me dijo:
– No me enfades más. Ahora dices al Sr. Párroco que mentiste,
para que él pueda el domingo en la Misa decir que fue una
mentira, y así pueda acabar todo. Esto no tiene ni pies ni cabeza;
¡toda la gente corriendo a Cova de Iría a rezar delante de una carrasca!
(18) Conviene anotar que se trata simplemente de un estado de confusión o perplejidad,
provocado por las circunstancias familiares y por la prudente actitud
del Párroco. De ninguna manera puede considerarse como una auténtica
duda de Lucía.
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Sin más, llamó a la puerta. Vino la hermana del buen Párroco,
que nos mandó sentarnos en un banco y esperar un poco. Por fin
vino el Señor Párroco. Nos mandó entrar en su despacho, hizo
señal a mi madre para que se sentase en un banco y a mí me llamó
junto a su escritorio. Cuando vi a su Rvcia. interrogándome con
tanta paz y amabilidad, quedé admirada. No obstante, me quedé a
la expectativa de lo que viniera. El interrogatorio fue muy minucioso
y, casi me atrevería a decir, agobiante. Su Rvcia. me hizo una
pequeña advertencia; porque, decía:
– No me parece una revelación del Cielo. Cuando se dan estas
cosas, de ordinario, el Señor manda a esas almas, a las que se
comunica, dar cuenta de lo que pasa a sus confesores o párrocos;
ésta, por el contrario, se retrae cuanto puede. Esto también puede
ser un engaño del demonio. Vamos a ver. El futuro nos dirá lo que
tenemos que pensar.
- Jacinta y Francisco animan a Lucía
Lo que esta reflexión me hizo sufrir, sólo el Señor puede saberlo,
porque sólo Él puede penetrar en nuestro interior. Comencé,
entonces, a dudar si las manifestaciones serían del demonio que
procuraba, por ese medio, perderme. Y como había oído decir que
el demonio traía siempre la guerra y el desorden, comencé a pensar
que, de verdad, desde que veía estas cosas, no había habido
ya más alegría ni bienestar en nuestra casa. ¡Qué angustia la que
sentía! Manifesté a mis primos mis dudas. Jacinta respondió:
– No es el demonio, ¡no! El demonio dicen que es muy feo y
que está debajo de la tierra, en el infierno; ¡y aquella Señora es
tan bonita!, y nosotros la vimos subir al Cielo.
Nuestro Señor se sirvió de esto para desvanecer algo mis
dudas. Pero en el transcurso de este mes, perdí el entusiasmo por
la práctica de los sacrificios y mortificaciones, y titubeaba si decir
que había mentido, y así terminar con todo. Jacinta y Francisco
me decían:
– ¡No hagas eso! ¿No ves que ahora es cuando tú vas a mentir,
y que mentir es pecado?
En este estado tuve un sueño, que vino a aumentar las tinieblas
en mi espíritu: vi al demonio que, riéndose por haberme enga86
ñado, hacía esfuerzos para arrastrarme al infierno. Al verme en sus
garras, comencé a gritar de tal forma, llamando a Nuestra Señora,
que acudió mi madre, la cual, afligida, me llamó preguntándome lo
que tenía. No recuerdo lo que le respondí, de lo que sí me acuerdo
es que en aquella noche no pude dormir más, pues quedé tullida
de miedo. Este sueño dejó en mi espíritu una nube de verdadero
miedo y aflicción. Mi único alivio era verme sola, en algún rincón
solitario, para llorar allí libremente.
Comencé a sentir aborrecimento hasta de la compañía de mis
primos; por eso, comencé a esconderme también de ellos. ¡Pobres
criaturas! a veces andaban buscándome, llamándome por mi nombre,
y yo cerca de ellos sin responderles, oculta, a veces, en algún
rincón hacia donde ellos no atinaban a mirar.
Se aproximaba el día 13 de julio y yo dudaba si iría allá. Pensaba:
si es el demonio, ¿para qué he de ir a verlo? Si me preguntan
por qué no voy, digo que tengo miedo que sea el demonio el que se
nos aparece y que por eso no voy. Jacinta y Francisco que hagan lo
que quieran; yo no vuelvo más a Cova de Iría. La resolución estaba
tomada, y yo, decidida a ponerla en práctica.
El día 12 por la tarde, comenzó a juntarse la gente que venía
a asistir a los acontecimientos del día siguiente. Llamé, entonces,
a Jacinta y Francisco y los informé de mi resolución. Ellos respondieron:
– Nosotros vamos. Aquella Señora nos mandó ir allá.
Jacinta se ofreció para hablar con la Señora. Pero le dolía que
yo no fuese y comenzó a llorar. Le pregunte por qué lloraba:
– Porque tú no quieres ir.
– No; yo no voy. Oye: si la Señora te pregunta por mí, dile que
no voy porque tengo miedo de que sea el demonio.
Y los dejé solos para irme a esconder y, así, no tener que
hablar con las personas que me buscaban para preguntarme. Mi
madre que me creía jugando con los otros niños, durante todo este
tiempo que me escondía detrás de unas matas de un vecino, que
lindaba con nuestro Arneiro, un poco al este del pozo, ya tantas
veces mencionado, cuando llegaba a casa por la noche, me reprendía
diciendo:
– Esta sí que es una santita, de ficción. Todo el tiempo que le
sobra de estar con las ovejas, lo pasa en los juegos, de tal forma
que nadie la encuentra.
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Al día siguiente, al llegar la hora en la que debía partir, me
sentí de repente impulsada a ir, por una fuerza extraña y que no
me era fácil resistir. Me puse entonces en camino, pasé por la casa
de mis tíos para ver si aún estaba allí Jacinta. La encontré en su
cuarto, con su hermano Francisco, de rodillas, a los pies de la cama,
llorando.
– Entonces, ¿vosotros no vais?, les pregunté.
– Sin ti, no nos atrevemos a ir. Anda, ven.
– Allá voy, les respondí.
Entonces, con el semblante alegre, partieron conmigo. El pueblo,
en masa, nos esperaba por los caminos. Con esfuerzo conseguimos
llegar allá. Fue este el día en que la Santísima Virgen se
dignó revelarnos el secreto. Después, para reanimar mi fervor decaído,
nos dijo:
– Sacrificaos por los pecadores, y decid a Jesús muchas veces,
especialmente siempre que hagáis algún sacrifício: Oh Jesús,
es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación
de los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María.
- Incredulidad de la madre de Lucía
Gracias a nuestro buen Dios, en esta aparición se desvanecieron
las nubes de mi alma y recupere la paz. Mi pobre madre se
afligía cada vez más, al ver la gran cantidad de gentes que allí
venían de todas las partes:
– Esta pobre gente –decía ella– viene, con certeza, enganãda
por vuestros embustes; y realmente no sé qué hacer para desengañarla.
Un pobre hombre que se jactaba de hacernos burla, de
insultamos y de llegar, a veces, a ponernos las manos encima, un
día le preguntó:
– Entonces tú, María Rosa, ¿qué me dices de las visiones de
tu hija?
– No lo sé –le respondió–, me parece que no deja de ser una
embustera que trae a medio mundo engañado.
– No digas eso muy alto, porque alguien sería capaz de matarla.
Me parece que por ahí hay alguien que no la quiere bien.
– ¡Ah! ¡No me importa!, con tal que la obliguen a confesar la
verdad. Yo he de decir siempre la verdad, sea contra mis hijos o
contra quien fuere, aunque fuera contra mi misma.
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Y verdaderamente así era. Mi madre decía siempre la verdad,
aunque fuera contra sí misma. Este buen ejemplo le debemos sus
hijos.
Un día, pues, determinó de nuevo obligarme a desmentirme,
como ella decía; y por ello decidió llevarme al día siguiente (19),
otra vez, a casa del Sr. Párroco para que yo le confesara que había
mentido, pedirle perdón y hacer las penitencias que su Rvcia.
juzgase y quisiese imponerme. Realmente el ataque, esta vez,
era fuerte y yo no sabía qué hacer. En el camino pasé por casa de
mis tíos, dije a Jacinta, que aún estaba en la cama, lo que me
pasaba, y me fui detrás de mi madre. En el escrito sobre Jacinta,
ya dije a V. Excia. la parte que ella y el hermano tomaron en esta
prueba que el Señor nos envió, y cómo me esperaban en oración
junto al pozo, etc.
Por el camino, mi madre me fue predicando su sermón. En
cierto momento, yo le dije temblando:
– Pero, madre mía, ¿cómo he de decir que no vi, si yo vi?
Mi madre se calló; y, al llegar junto a la casa del Párroco,
me dijo:
– Tú escúchame: lo que yo quiero es que digas la verdad: si
viste, dices que viste; pero si no viste, confiesa que mentiste.
Sin más, subimos las escaleras y el buen Párroco nos recibió
en su despacho, con toda amabilidad y yo diría que hasta con cariño.
Me interrogó con toda seriedad y delicadeza, sirviéndose de
algún artifício, para ver si yo me desmentía, o si cambiaba una
cosa por otra. Por fin, nos despidió, encogiéndose de hombros,
como diciendo: “No sé qué decir ni qué hacer de todo esto”.
- Las amezanas del Administrador
Pasados no muchos días, mis tíos y mis padres reciben orden
de las autoridades para comparecer en la Administración, al día
siguiente, a la hora marcada; con Jacinta y Francisco, mis tíos; y
conmigo, mis padres. La Administración está en Vila Nova de Ourém;
por eso, había que andar unas tres leguas, distancia bien considerable
para unos niños de nuestra edad. Y los únicos medios de
viajar en aquel tiempo, por allí, eran los pies de cada uno, o alguna
(19) El mencionado ‘día siguiente’ fue el 11 de agosto de 1917.
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burrita. Mi tío respondió enseguida que comparecía él; pero que a
sus hijos no los llevaba:
– Ellos, a pie, no aguantan el camino –decía él– y montados
no irían seguros encima del animal, porque no están acostumbrados.
Además, no tengo por qué presentar en un tribunal a dos niños de
tan corta edad.
Mis padres pensaban lo contrario:
– La mía, va; que responda ella. Yo de estas cosas no entiendo
nada. Y, si miente, está bien que sea castigada.
Al día siguiente, muy de mañana, me montaron encima de una
burra, de la que me caí tres veces en el camino, y allá fui acompañada
de mi padre y de mi tío. Me parece que ya conté a V. Excia.
Rvma. cuánto sufrieron en este día Jacinta y Francisco pensando
que me habían matado. A mí lo que más me hacía sufrir era la
indiferencia que mostraban por mí mis padres; esto lo veía más
claro cuando observaba el cariño con que mis tíos trataban a sus
hijos. Recuerdo que en este viaje me hice esta reflexión: “¡Qué
diferentes son mis padres de mis tíos! Para defender a sus hijos se
entregan ellos mismos. Mis padres muestran la mayor indiferencia
para que hagan de mí lo quieran; pero, paciencia –decía en el interior
de mi corazón–, así tengo la dicha de sufrir más por tu amor, oh
Dios mío, y por la conversión de los pecadores”. Con esta reflexión
encontraba siempre consuelo.
En la Administración fui interrogada por el Administrador en
presencia de mi padre, mi tío y varios señores más, que no sé
quiénes eran. El Administrador quería forzosamente que le revelase
el secreto, y que le prometiese no volver más a Cova de Iría.
Para conseguir esto, no se privó ni de promesas ni de amenazas.
Viendo que nada conseguía, me despidió manifestando que lo había
de conseguir, aunque para ello tuviese que quitarme la vida. Mi
tío recibió una buena reprensión por no haber cumplido la orden;
después de todo esto, nos dejaron volver a nuestra casa.
- Más disgustos familiares
En el seno de mi familia había todavía otro disgusto, del que
yo era la culpable, según decían ellos. Cova de Iría era una propiedad
perteneciente a mi padre. En el fondo tenía un poco de terreno
bastante fértil, en el cual se cultivaba bastante maíz, legumbres,
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hortalizas, etc. En las laderas había algunos olivos, encinas y robles;
pero desde que la gente comenzó a ir allá, nunca más pudimos
cultivar cosa alguna. La gente lo pisaba todo. Gran cantidad
iba a caballo, y los animales terminaban comiéndoselo y destrozándolo.
Mi madre, lamentando estas pérdidas, me decía:
– ¡Tú ahora cuando quieras comer, se lo vas a pedir a esa
Señora!
Mis hermanas añadían:
–Tú ahora sólo debías comer de lo que se cultiva en Cova
de Iría.
Estas cosas me dolían tanto, que yo no me atrevía a coger ni
un pedazo de pan para comer.
Mi madre, para obligarme a decir la verdad, como ella decía,
llegó, no pocas veces, a hacerme sentir el peso de algún palo destinado
a la lumbre, que se encontrase en el montón de leña, o el de
la escoba. Pero, como al mismo tiempo era madre, procuraba después
levantarme las fuerzas decaídas, y se afligía al verme consumir
con la cara paliducha, temiendo que fuese a enfermar. ¡Pobre
madre!; ahora sí que comprendo de verdad la situación en que se
encontraba y tengo pena de ella. En verdad ella tenía razón en
juzgarme indigna de un favor así, y por ello me creía mentirosa.
Por una gracia especial de nuestro Señor, nunca tuve el menor
pensamiento ni movimiento en contra de su modo de proceder
en relación a mi persona. Como el Ángel me había anunciado que
el Señor me enviaría sufrimientos, vi siempre en todo ello la acción
de Dios, que así lo quería. El amor, la estima y el respeto que le
debía continuó siempre aumentando, como si me acariciase mucho.
Y ahora le estoy más agradecida por haberme tratado así, que
si hubiese continuado criándome entre mimo